Encuentros con un gaudior
/por Francisco León/
I
Hará cosa de una semana, un buen amigo oyó como un colega psiquiatra contaba, en una cena de la junta hospitalaria, que un compañero con el que trabajaba mano a mano en la misma planta, un tipo con una total desafección por las fantasías, salió cierto verano para Cerdeña después de muchos contratiempos, como el fallecimiento de su esposa y otros de última hora, con el firme propósito de avistar de una vez por todas el gaudior azul, o gaudior de Phillippe, un pájaro marino por lo visto muy fascinante y verdaderamente difícil, por no decir del todo improbable, de avistar, como lo demuestra el hecho, dijo mi amigo, que a raíz de lo sucedido se había puesto a investigar por su cuenta, de que tan solo se conozcan, dijo, dos viejas fotografías en blanco y negro tomadas en 1951 o poco antes, según se afirma en la monografía en que se hallan incluidas, por un aficionado francés de quien, por supuesto, no se sabe sino su nombre, Phillippe, escrito en la parte posterior de las fotografías en cuestión.
Pero dejemos esto porque, ya en Cerdeña, una barquichuela timoneada por un anciano pescador de barbas amarillas trasladó al verdadero protagonista de la historia de un islote a otro con la mayor paciencia imaginable. Al parecer el mar estaba en calma y hermosamente iluminado, y el anciano pescador, que fumaba su pipa y de quien ignoramos su nombre, jamás dijo una sola palabra. Esas fueron, más o menos, las escasas notas apuntadas por nuestro buscador de pájaros en su diario, hallado en el interior del bolsillo de su chaqueta. El psiquiatra afirmó estar bastante convencido de que su amigo, cuyos únicos planes para ese verano consistían en degustar platos sardos y fotografiar aves, se prometía las vacaciones más tranquilas de su vida, cuestión que ciertos íntimos no terminaban de comprender, y aun consideraban de mal gusto, por hallarse todavía caliente, como suele decirse, el cadáver de su esposa.
Únicamente al desembarcar en uno de los riscos pelados y anónimos aledaños a las costas de Sant’Antioco, el psiquiatra ornitólogo cayó en la cuenta de que la barca, «¡cómo así!» escribía admirativamente en su libretita de campo, se llamaba literalmente como su difunta esposa, hecho que debió impactarle hasta el punto de verse en la obligación de apuntar una serie de frases referidas a las absurdas simetrías que depara a veces el destino cuando nos hallamos en el más extraño y ajeno de los lugares posibles. ¿Tenía algún sentido que aquella embarcación se llamara exactamente como su esposa? Y ¿por qué su difunta esposa había dedicado antes de morir, entre las fiebres últimas, un instante a hablar, o más bien susurrar, de los pájaros, de sus propiedades, de sus estados no visibles. En cuanto pasó de la cubierta de la barca al muellito recoleto, lanzó de nuevo el cabo al interior de la embarcación. El viejo movió los remos y él echó un vistazo a los roquedos con la palma de la mano a modo de visera sobre los ojos. Se volvió otra vez y despidió del viejo. Acto seguido nuestro amigo escaló el islote arrastrando las botas, muy seguramente invadido por un profundo fastidio.
Poco después, desde la cima, vio la barca alejándose muy despacio y, sentada en el banco, la figura dorada del anciano «ardiendo como una antorcha», anotó. Pasados unos minutos decidió ovillarse tras una roca y aguardar, con su cámara preparada, a que el gaudior azul, tal como la literatura refiere acerca de sus costumbres, regresara con las últimas luces del atardecer, como de hecho así sucedió. Mientras aguardaba, sacaba su libreta de campo y anotaba lo primero que se le venía a la cabeza. «He leído en alguna parte ―dijo mi esposa poco antes de morir― que nadie jamás en la historia ha podido seguir desde el amanecer hasta el anochecer, cuando vuelven a su nido para dormir, las peripecias de un pájaro.»
En cuanto vio posarse al gaudior ―dijo el psiquiatra escuchado por mi amigo―, mi compañero murió. Fue hallado días más tarde por el viejo pescador, que había ido en su busca con la barca cuyo nombre era el nombre de su difunta esposa. Estaba sentado de una forma bastante ridícula, para ser sinceros, con la cámara aún entre las manos.
II
Unos meses después de que mi amigo relatara la historia del psiquiatra ornitólogo hallado muerto en un islote del sur de Cerdeña, llegó a mí otra referencia sobre el gaudior azul. Dicha referencia me condujo a su vez a un libro autobiográfico, una especie de diario escrito por un monje agustino de Baviera. En cierto pasaje de dicho libro se relata lo que todos los hermanos de la congregación, consternados por la noticia, consideraban una «desaparición calamitosa».
El hermano Albert, el miembro más joven de la comunidad, había salido una mañana fuera de los muros del monasterio con el propósito, según había confesado, de meditar en el recogimiento que la naturaleza de aquellos bosques solitarios brindaba a los hombres de Dios. Era mediados julio y hacía un tiempo maravilloso ese día, según consigna en su diario el monje agustino, de modo que a todos los hermanos les pareció normal que precisamente el miembro más joven de la comunidad se tomara la libertad de pasear por los campos de los alrededores en busca del recogimiento que el resto de sus hermanos había conquistado intramuros. Pero el hermano Albert jamás regresó.
Al llegar la noche se puso su ausencia en conocimiento del abad y este, entrada ya la madrugada, puso su desaparición en conocimiento de las autoridades. Media docena de policías rastrearon los alrededores del monasterio sin obtener fruto alguno. Después los campos de la comarca, las alquerías y los molinos, sin obtener fruto alguno, y luego marcharon más allá del riachuelo para rastrear las peñas y los bosques. Como nunca se supo nada del cuerpo de Albert, ni se halló detalle alguno relacionado con sus ropas, ni cosechadores ni carreteros ni pastores vieron ni oyeron nada raro esos días, las autoridades descartaron su muerte violenta o accidental y, contra la creencia de los monjes de la congregación, achacaron su desaparición a una simple fuga voluntaria.
El comisario al cargo sugirió, y así lo dejó por escrito, que «muy posiblemente el hermano Albert llegara a la consideración de que su estancia en el regazo de Dios había llegado a su fin y, simplemente, viéndose joven aún, decidió marcharse de la región y tal vez del país». La desaparición del hermano Albert está registrada en el pasaje correspondiente del libro autobiográfico del monje escritor, Agustinus, en 1860, mientras que su repentina reaparición tuvo lugar un atardecer de julio de 1936.
Un hombre llamó al portalón del monasterio y fue recibido por los hermanos con gran extrañeza, pues ya por esas fechas recibían escasas o nulas visitas y al cabo del año se contaban con los dedos de una sola mano. Algunos monjes, los mayores, afirmaron reconocerlo de inmediato. Sin embargo, otros que habían oído contar la historia de su desaparición de labios de sus hermanos, envuelta, claro está, en un halo de mítico esplendor tardío, se resistieron a reconocerlo, pues, según se dijo, esperaban la llegada de un hombre rezumante de luz y divinidad. Un tercer grupo, el más numeroso y joven, no entendía nada y jamás comprendió debido a qué se había armado tanto revuelo en el monasterio. Los primeros no habían olvidado su mirada y los segundos afirmaban que, en efecto, aquellos ojos recordaban a los del hermano Albert, si bien era del todo absurdo alegar que aquel hombre andrajo y vulgar era el joven Albert.
Lo cierto es que aquel hombre desconocido que podía ser o no el hermano Albert sufrió un desvanecimiento nada más llegar a refectorio y probar agua, desvanecimiento que se prolongó por espacio de tres días. La impresión de ver a los suyos convertidos de repente en ancianos, dijo al despertar, le había causado una aflicción insoportable. El hombre que afirmaba ser el hermano Albert declaró ante las nuevas autoridades (los viejos policías que le habían buscado décadas antes y el comisario que había redactado el informe habían fallecido) que tomaron nota de su declaración con no poca sorpresa, y juró ante el prior decir la verdad, que jamás había ido a ninguna parte: «He estado todo el rato junto al arroyuelo del molino», testificó.
Según el hombre que afirmaba ser el hermano Albert, el buen tiempo de ese día, «de hoy», decía él, invitaba a cruzar el campo, cuajado de trigo y amapolas en esa época del año. Le parecía que andaba de pronto por el mismísimo Edén y se sintió tan dichoso que durante unos segundos cerró sus ojos y se dejó guiar por la mano del Señor entre la hierba alta y rozagante. Después de caminar sin rumbo un rato por aquellos campos se adentró, «me he adentrado», dijo él, en el bosque de Vall, pero no muchos pasos, porque enseguida se sentó junto al molino del arroyo a escuchar con embeleso, dijo, la deliciosa tonadilla de un pájaro de color azul que allí cantaba. Era un pájaro con caperuza negra, cola terminada en puntas rojas y ojos grandes y pardos. «¿Se refiere usted a un gaudior?», interrogó uno de los policías. El hermano Albert se encogió de hombros y afirmó no conocer el nombre de muchos pájaros, y menos aún el de aquel pájaro maravilloso.
Sin embargo, estaba claro que aquel era un pájaro extraordinario que jamás antes ni el propio hombre que afirmaba ser el hermano Albert ni ningún otro monje de la congregación, como quedó consignado en el informe de las autoridades, había visto u oído antes, si bien, como también quedó consignado en el informe de las autoridades, se trataba de un pájaro conocido en las regiones del sur de Baviera.
Cuando el hombre que afirmaba ser el hermano Albert volvió en sí, el canto del pájaro había cesado. Luego comprobó que se había hecho un poco tarde y decidió regresar para no perder la hora de la cena. Algunos meses después las autoridades enviaron su informe al prior de la congregación. El informe daba a entender que el pájaro que había oído el hermano Albert era, con toda probabilidad, tal como sospechaba uno de los policías, un ejemplar de gaudior de Phillippe.
Francisco León (Tenerife, 1970) es poeta. Licenciado en filología hispánica por la Universidad de la Laguna, ha sido lector de español en la Universidad de la Bretaña Francesa Occidental. Fue fundador y codirector entre 1993 y 1994 de la revista Paradiso. Dirigió las revistas literarias Can Mayor (Tenerife, 20 números) y Vulcane (Tenerife, 13 números), y fundó en el año 2004, junto a otros amigos, Piedra y Cielo (Tenerife, 4 números), de la cual es secretario de redacción. Ha publicado seis libros de poesía hasta la fecha: Cartografía, 8 Pajazzadas para Salomé (libro infantil en colaboración con el músico Nino Díaz y el pintor Pedro Tayó), Tiempo entero, Ábaco, una recopilación de sus diarios, Terraria (libro con el que obtuvo el I Premio Internacional Màrius Sampere) y Dos mundos. Fue editor literario de las antologías de poesía La otra joven poesía española (2003) y El sueño de las islas (2003).
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