Kadish para el escritor que quería un helado
/por César Iglesias/
Amos Oz amaba la vida, pero muy pronto tuvo que aprender a convivir con la muerte. Desde ayer conoce su verdadero rostro, aunque fue una presencia continua en sus 79 años de vida. Su madre se suicidó cuando tenía sólo doce años y había nacido y crecido en Jerusalén, la zona cero de una región con tentaciones eutanásicas y en la que las necrológicas conforman todo un estilo literario. Pero tuvo suerte. Tal vez el fallecimiento de la madre por su propia mano y las víctimas cotidianas del odio le permitieron curarse de una grave enfermedad mental de fácil diagnóstico, pero difícil cura: el fanatismo.
Se hizo escritor porque venía de una familia de refugiados con el corazón roto por una Europa que les perseguía, porque fue un niño pobre y solo, hijo de suicida, y porque muy pocas veces le compraban helados. Amos Oz se hizo escritor porque tenía la necesidad de imaginar al otro, de ponerse en la piel del otro que es —como dejó escrito— «no sólo una experiencia ética y una gran prueba de humildad, no sólo una buena directriz política, sino, finalmente, […] también un gran placer».
Pese a ser miembro de una familia ilustrada, que había sufrido la intolerancia del antisemitismo europeo, Amos Oz no fue vacunado contra esta patología social. Padeció en su infancia el síndrome de Jerusalén, una de las pandemias más perversas. Él mismo la describió: «La gente llega a Jerusalén, inhala el nítido y maravilloso aire de la montaña y, de pronto, se inflama y prende fuego a una mezquita, a una iglesia o a una sinagoga».
Oz consiguió curarse. Lo logró cuando en 1954 dejó la casa paterna, se instaló en el kibutz de Julda y superó la plaga jerosolimitana con una simple receta: aprendió a escuchar a los demás. Ahí se inició su rehabilitación: descubrió al prójimo y sus oídos y su mente se abrieron a las razones de los otros. El adolescente Amos Oz empezó a odiar la muerte. Sobre ese odio, tal vez el único que se permitió, fue levantando una obra literaria universal y una biografía personal comprometida con sus semejantes, fuera cual fuese su religión, ideología, raza o condición social. También su obra fue un contrato personal con Israel y Palestina, las tierras asediadas por los legionarios del dogma y la pira.

Amos Oz nació sabra, denominación que reciben los nacidos en Eretz Israel y que procede de un cactus tenaz y espinoso que alumbra un fruto tierno y dulce pese a crecer en los desiertos, como el del Néguev, donde vivió tantos años. Sus padres procedían de la diáspora. Llegaron a la Palestina dominada por los británicos arrastrados por el sueño sionista. Yehuda Klausner y Fania Musman pertenecían a una generación de ciudadanos políglotas, cosmopolitas, cultos y lectores voraces.
Los Klausner saltaron de Odesa a Vilna huyendo de los pogromos zaristas, primero, y de los leninistas después. Su sueño sionista les llevó a Palestina en 1933. Poco tenía que ver aquella pareja con los pioneros de cooperativas y sueños de socialismo con rostro humano. Yehuda y Fania derivaron hacia el sionismo revisionista, impulsado por Ze’ev Jabotinsky, un nacionalista judío ultraconservador que inoculó el fanatismo necesario en la naciente sociedad israelí para alumbrar a los grupos hebreos más radicales y violentos, que hoy prolongan con fiereza renovada los Netanhayu y demás caudillos de la hiel.
Ese fue el primer alimento que recibió el pequeño Amos. «Mi propia infancia en Jerusalén me hizo experto en fanatismo comparado», tiene escrito. Compatibilizó ser un niño de las intifadas judías contra los británicos y los vecinos árabes con un ansia de lectura indomable y con las lecciones aprendidas directamente de los amigos paternos, representantes de la emergente intelectualidad israelí derechista y nacionalista.
Se crio en una casa caótica y desastrada en la que los tabiques fueron sustituidos por muros hechos de libros. En ellos encontró el primer consuelo y, tal vez, el primer antídoto contra el fanatismo. A los quince años deja la casa paterna y se traslada a Julda, donde se convierte en un kibutzim, miembro de esas cooperativas edénicas donde los sueños del socialismo y del igualitarismo abonaron las tierras de Israel. Allí escribió sus primeros cuentos, alternando el trabajo al volante del tractor con el rifle en la mano para rechazar los ataques de los terroristas árabes. En el kibutz permaneció durante tres décadas; allí se casó y crio tres hijos, y sólo salió para licenciarse en filosofía en la Universidad Hebrea de Jerusalén y para tomar las armas en las guerras de los Seis Días (1967) y Yom Kipur (1973).
De los campos de batallas surge el cambio. Una parte de la sociedad israelí, la que no prostituye los conceptos de liberalismo, democracia, decencia, tolerancia y derechos humanos, se rebela contra la política de expansión territorial que rompe con el ideal de convivencia sionista: una tierra, dos Estados. Amos Oz da un paso adelante, como antes lo hizo ante los agresores árabes, y se pone al frente de Shalom Ajshav («Paz Ahora»), un movimiento muy sesentayochista, conciencia cívica de Israel, que puso los cimientos para buscar la convivencia con los vecinos palestinos.
Oz lo dejó escrito: «Nunca lucharía —prefiero ir a prisión— por más territorios. Nunca lucharía por lugares sagrados o por las vistas a los santos lugares. Nunca lucharía por supuestos intereses nacionales. Pero lucharía y lucho como un demonio por la vida y por la libertad. Por nada más».
Amos Oz fue tildado por los halcones de ser un buenista. Pero él, como otros tantos, nunca comprendió cómo pueden ser denigradas las actitudes y las ideologías que se sustentan en la tolerancia, el diálogo y la búsqueda de la convivencia; es decir, en la bondad. Si hasta la propia Real Academia Española de la Lengua reserva una descripción humillante para el buenismo, ¿cómo vamos a confiar en que los valores de la convivencia social se impongan? Tal vez la herencia de la Ilustración tenga de nuevo una oportunidad cuando los académicos se atrevan a definir el malismo, esa doctrina con demasiados nombres propios en nuestros días (Netanyahu, Hamas, Al-Ásad, Bin Salmán, Salvini, Trump, Putin, Orbán, Aznar, Le Pen, Bolsonaro, Jinping, Daniel Ortega, los Castro, Maduro y demás aduladores de Caín), que ha sido blanqueada por el malabarismo ideológico de la codicia y del dogma.
Nunca fue un iluso y jamás creyó en los milagros. Amos Oz siempre defendió el diálogo y la negociación como el método para dar respuesta a la trágica colisión de dos derechos: el de los israelíes (judíos en su mayoría, pero también cristianos y musulmanes) y el de los palestinos (la mayoría seguidores de Mahoma, aunque con una minoría de las diferentes familias cristianas aún relevante), que se disputan una tierra desde que la humanidad tiene memoria. Oz dejó escrito que los israelíes y los palestinos tienen muy difícil ser una gran familia feliz porque «ni son felices ni son una familia: son dos familias desgraciadas». Su apuesta fue alcanzar un compromiso histórico de dos Estados, con Jerusalén como doble capital y una convivencia garantizada por las potencias democráticas y las instituciones mundiales.
Por eso se le humedecieron de esperanza sus ojos azules cuando en 1993 se lograron los Acuerdos de Oslo, hoy tan pisoteados. Allí, dos viejos guerreros, Isaac Rabin y Yasir Arafat, dejaron las armas y optaron por la rama del olivo. Lloró de nuevo cuando un fanático ultraderechista israelí asesinó al primer ministro Rabin y con ello sus anhelos de convivencia y de paz. Tampoco pudo contener las lágrimas cuando su amigo David Grosmann, otro gran escritor y también buenista, perdió a su hijo Uri, de veinte años, cuando el gobierno de Israel inició una ofensiva contra los terroristas de Hezbolá, en 2006. Y volvió una vez más a emocionarse cuando subió al escenario del Teatro Campoamor, en Oviedo, a recoger el Premio Príncipe de Asturias de las Letras, en aquel otoño de 2007, y mostró su fe en la literatura como puente entre los seres humanos: «Creo que la curiosidad tiene, de hecho, una dimensión moral. Creo que la capacidad de imaginar al prójimo es un modo de inmunizarse contra el fanatismo. La capacidad de imaginar al prójimo no sólo te convierte en un hombre de negocios más exitoso y en un mejor amante, sino también en una persona más humana». ¿Qué más decir?
Ése es el combate que mantuvo hasta sus últimos días Amos Oz: sólo por la vida, la paz y la libertad. Y desde Arad, en pleno desierto del Néguev, adonde retornó para cuidar el asma de uno de sus hijos, y desde su casa de Tel Aviv, donde escribió sus últimos libros y peleó contra el cáncer que le venció, siguió luchando con su mejor arsenal: las palabras. Sus relatos, sus novelas, sus ensayos rastrean lo esencial cotidiano de personas a las que tocó vivir en una tierra de quijadas. Pero su lección es universal, porque como toda gran literatura trató de las cosas grandes y de las sencillas, de las penas secretas y de los sueños íntimos, de los amores y de las pérdidas, de las ambiciones y de las desolaciones…
Amos Oz se nos ha ido en el Tel Aviv de la tolerancia cuando la novena vela de la menorá de Janucá dejó de alumbrar hace días, cuando faltaban horas para iniciar el shabat, cuando quedan tres días para despedir 2018. En pocos días, en un cementerio de Israel, sus parientes y sus amigos se rasgarán las solapas y pronunciarán las palabras del kadish: «Sobre nosotros Él hará la paz». Ése fue su anhelo. Se ha ido un justo entre los justos; un hombre que se hizo escritor para desenmascarar las plagas del fanatismo, la deshumanización y las nuevas formas de la tiranía. Y también para que le comprasen helados.
César Iglesias es licenciado en filología española por la Universidad de Oviedo. Ha trabajado desde 1982 como periodista en diferentes medios de comunicación (Cadena SER, La Nueva España y La Voz de Asturias) y en gabinetes de comunicación de instituciones públicas. Es autor de la plaquette Las casas pechadas (Trea, 2011) y de los libros Lengua del duelo (Trea, 2016) y Piazza del bacio (Trea, 2016), este último en colaboración con el artista plástico Federico Granell.
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