Giulino di Mezzegra
Pedroche
/por Pablo Batalla Cueto/
Faltaban ciento tres años para que naciera Cristina Pedroche cuando en 1885, la empresa tabaquera norteamericana W. Duke & Sons decidió poner en práctica una estrategia publicitaria audaz y potencialmente problemática, pero llamada a rendir pingües beneficios a la compañía. Consistía la idea en introducir en las cajetillas cromos con fotografías de mujeres jóvenes y atractivas; starlets de la época a las que se representaba rigurosamente vestidas y en posturas no particularmente provocativas, pero cuyas estampas se bastaban para despertar la hipersensible morbosidad de aquella época de asfixiante puritanismo. Aquella novedosa mercadotecnia funcionó bien: tanto, que Duke no sólo incrementó notablemente sus ventas, sino que no tardó en encaramarse al liderato del sector. Éste, hasta entonces, había correspondido a Pearl Tobacco, compañía que había sido a su vez la primera en explotar de este modo la representación del cuerpo femenino. Ellos habían sido aún más osados: en 1871, habían lanzado un póster publicitario en el que se representaba a una mujer que, desnuda de cintura para arriba, emergía de las aguas como la Venus de Botticelli, con un aire también a Madonna barroca.
Ha corrido mucha agua bajo el puente desde entonces, pero el matrimonio feliz entre erotismo y lucro publicitario que los Pearl y los Duke inauguraron de aquella manera no se ha quebrado jamás. El cuerpo femenino siguió siendo profusamente empleado como herramienta publicitaria a todo lo largo del siglo XX, y el cambio de centuria no ha supuesto en absoluto un cambio paralelo de usos en este sentido. Cristina Pedroche y sus vestidos desvestidos, convertidos ya en una más de las tradiciones de la Navidad española, son un magnífico ejemplo de hasta qué punto el eros femenil sigue rindiendo beneficios; y sigue haciéndolo de la misma exacta manera que entonces: jugando con la expectación morbosa del cliente. Tal como los compradores de Duke se abalanzaban sobre sus cajetillas henchidos de curiosidad por descubrir qué venus rozagante se escondía esta vez entre los pitillos, Atresmedia practica con Pedroche, en su afán de engordar sus audiencias, un juego particularmente perverso consistente en que la joven celebridad de LaSexta aparezca abrigada hasta un instante antes de la medianoche, cuando se despoja de su sofisticada pelliza —convertida en una especie de papel de regalo que redondea la cosificación— y muestra por fin el arriesgado vestido infinitesimal elegido esta vez: en esta ocasión, apenas un bikini provisto de una suerte de gasa faldera, que debió de hacer a Pedroche pasar un frío de perros a la vera de un balcón abierto a los cinco grados del invierno en la Puerta del Sol de Madrid. Una primera reflexión sobre esto pasaría por constatar que al capitalismo no le gustan las estaciones: todo en él, desde la invención de la máquina de vapor de Watt, ha sido un intento obstinado de escapar a sus tiránicos ritmos y límites o al menos de ignorarlos; de que todo se produzca, se venda y se compre todo el rato, sin temporadas ni vecerías: los tomates, y también los escotes y los ombligos.
En el debate social que los vestidos de la Pedroche vienen desatando desde 2014, hay quien los defiende clamando que es una conquista del feminismo que cada mujer pueda vestir como quiera, y que imponerle códigos vestimentarios a la estrella vallecana es un acto de puritanismo victoriano intolerable en el siglo XXI y particularmente en medios progresistas. A este argumentario, transido de una simpleza típicamente neoliberal que todo lo entiende en términos de elección individual y es ciego a las estructuras socioeconómicas que demarcan e impulsan nuestro equívoco libre albedrío, hay algunas cosas que replicarle. La primera, que en el capitalismo hace lo que quiere quien posee el capital necesario para pagar el precio; y que capitales, como nos enseñó Pierre Bourdieu, los hay de muchos tipos: el económico, pero también el social, el cultural y el simbólico, del último de los cuales forma parte ese subcapital que es también la belleza, que ya hay quien eleva a la categoría de capital estético. Pedroche puede vestir como quiera, y como quiera copresentar las campanadas de Antena 3, porque puede pagar el precio, implacablemente exigido por la cadena, de un atractivo físico sobresaliente. Pero el mismo sistema que ahora la encumbra y le llena la cuenta corriente será para con ella de la misma crueldad implacable que desahucia a ancianos de sus casas en cuanto le asomen un par de patas de gallo. Quedará sumida en un olvido brusco, absoluto e inapelable, reemplazada ipso facto por una nueva y lozana pin up. Difícilmente ese arrojar a las mujeres al vertedero de los objetos estropeados cuando envejecen, pero también la fase previa de entronizarlas cuando su cuerpo sirve a los intereses del capital, puede serle admisible a una axiología progresista de la que formen parte irrenunciable la igualdad, la justicia y un rechazo incondicional, en todos los niveles del desenvolvimiento humano y también en el simbólico, al imperio del mercado.
El asunto se torna aún más lacerante cuando se comprueba que ese precio de la belleza extraordinaria no rige en absoluto para los presentadores masculinos de las campanadas; y no ya en Antena 3, sino en ninguna parte. En todos los canales españoles se cumple el canon de que la pareja de conductores del especial de fin de año esté compuesta por una mujer atractiva y un hombre del que no importe que en absoluto lo sea. A Pedroche, desde que presentó las campanadas por primera vez en 2014, la han venido acompañado desde entonces en tal menester Frank Blanco, Carlos Sobera y Alberto Chicote, ninguno de ellos, precisamente, un galán adonisíaco. En otras cadenas hemos venido viendo en los últimos años a José Mota o Jesús Calleja acompañar a Anne Igartiburu o Lara Álvarez. Se hace evidente que dos famas muy distintas elevan a los hombres y a las mujeres a los balcones televisivos de la Puerta del Sol en Año Nuevo: la fama inmarcesible de la vis comica los impulsa a ellos; la fama caducifolia de la belleza las enaltece a ellas. Y en ello se revela cuál es el recorrido del princesismo, esa forma micromachista de tratar a los niños pequeños que, desde sus primerísimos usos de razón, elogia a las niñas la guapura, y a los niños la gracia o el ingenio.
Con aceptar su papel de señuelo mercadotécnico, Cristina Pedroche aprueba implícitamente, y alimenta, ese estado de cosas que debería y, de algún modo, dice combatir; y eso, no hay speech feminista que atine a compensarlo, por más fervientemente que se crea en él. Como para todo, también en el feminismo —que no debiéramos ver ya como una ideología sino como un imperativo ético— obras son amores y no buenas intenciones. Marcelino Camacho decía que el derecho a huelga se conquista haciendo huelgas; y el combate contra el princesismo y otros ismos patriarcales se ejerce también adoptando una misma o uno mismo las formas de vida y comportamientos que considera ideales y quisiera ver triunfar entre las siguientes generaciones. «Sé tú mismo el cambio que quieres para el mundo», dice una de esas frases petardas de cartel de motivación, que en todo caso encierra una verdad grande: se educa y se transforma siendo y no diciendo. También hay que no ser una misma la princesa pasiva y sin otro valor que su atractivo que no quiere para el mundo.
LaSexta ha sido este año una cierta excepción a todo esto poniendo a presentar sus campanadas a Iñaki López y la periodista Cristina Pardo, una mujer atractiva pero de un atractivo menos normativo y pasarelero, que se dejó ver enfundada en una chupa de cuero mucho más apropiada al enero madrileño. Pero, como a modo de contrapartida, tal vez sea justamente ésta, LaSexta, la cadena que, durante el resto del año, mejor cumplimente estos despreciables cánones princesistas, por más que su discurso explícito sea vigorosamente feminista. Es casi invariable que todas las mujeres que presentan o colaboran con sus distintos programas sean beldades de bandera, y en cambio los hombres con quienes comparten plató lleguen a parecer contendientes de un certamen de gracejosa fealdad. Podemos hacernos algunas preguntas impertinentes a este respecto: ¿tendrían Ana Morgade, Anna Simón y la propia Pedroche cabida en Zapeando si su atractivo físico equivaliera en forma femenina al de Quique Peinado y Miki Nadal? ¿La tendría para la plaza que ocupa en El Intermedio Sandra Sabatés, y en tiempos ocupaba Beatriz Montañez, una sosias mujer de El Gran Wyoming? ¿La tendría Rosa María Calaf?
Lo que aquí se sostiene no es una cuestión de gazmoñería, ni de revertir destapes: nada habría de malo en que Cristina Pedroche presentara en bikini las campanadas canarias de un Año Nuevo que comenzara en agosto, mientras existiera la posibilidad real de que también las presentaran, y de la misma guisa, mujeres con el físico de Cristina Almeida o María Claver. El mundo ideal de cualquier progresista, y también de los que abominan de los vestidos nochevejeros de Cristina Pedroche, sigue siendo un mundo en el que hombres y mujeres se hayan desprendido por igual de todos los tabúes corporales que pesan sobre la humanidad desde hace siglos. Las almas —casi siempre masculinas— angustiadas por el posible fin de los topless bajo el neomonacato feminazi que sus mentes febriles fabulan y temen pueden quedar tranquilas en ese sentido: no, nadie quiere prohibir que, al calor del verano, las mujeres que lo deseen desvistan sus encantos. No es ésa, no, la cuestión, sino terminar con una maquinaria leviatánica que mercantiliza, exprime, fiscaliza y rentabiliza el cuerpo femenino. Y, eso sí, a los Juan Soto Ivars zozobrados por la perspectiva de un porvenir sin culos y tetas, también hay que advetirles de que el mundo ideal será, sí, nudista o no será, pero también será un mundo sin operaciones bikini ni dietas milagro, donde el cuerpo humano en general, y el femenino en particular, se exhiba y se celebre, pero se celebre en su naturalidad despreocupada de estrías, michelines, flacideces, arrugas, canas y granos. La arruga es bella, decía un afortunado eslogan publicitario de Adolfo Domínguez. Y yo no sé si los Soto Ivars del mundo quieren un mundo en el que lo sea.
Pablo Batalla Cueto (Gijón, Asturias, 1987) es licenciado en historia y máster en gestión del patrimonio histórico-artístico por la Universidad de Salamanca, pero ha venido desempeñándose como periodista y corrector de estilo. Ha sido o es colaborador de los periódicos y revistas Asturias24, La Voz de Asturias, Atlántica XXII, Neville, Crítica.cl y La Soga; dirige desde 2013 A Quemarropa, periódico oficial de la Semana Negra de Gijón, y desde 2018 es coordinador de EL CUADERNO. En 2017 publicó su primer libro: Si cantara el gallo rojo: biografía social de Jesús Montes Estrada, ‘Churruca’.
Este artículo se podría escribir integramente sin centrarlo en una persona, con el mismo mensaje. Creo que es algo que se debería tener en cuenta, porque sinceramente, no sé que aporta al mensaje señalar a una persona concreta.