Giulino di Mezzegra

Vox, la izquierda y el medio rural

¿Puede Vox conseguir el sufragio, en determinadas zonas rurales y deprimidas de España, de votantes históricos del PSOE?

Giulino di Mezzegra

Vox, la izquierda y el medio rural

/por Pablo Batalla Cueto/

Lo leí hace tiempo, no recuerdo dónde, creo que en Jot Down: durante mucho tiempo, en la Galicia interior fue habitual que, a la pregunta de cuál era su segundo partido preferido, los votantes del Partido Popular respondieran que el Bloque Nacionalista Galego. La argumentación que desarrollaban cuando se les preguntaba era verdaderamente interesante: estos chavales —venían a decir— son un poco radicales, un poco extravagantes, un poco estrafalarios, pero son de aquí. De aquí; de ese aquí rural en el que, si uno afinaba la vista y el oído, se topaba con otras varias sorpresas: por ejemplo, que uno de los grandes caciques populares del agro gallego, el pontevedrés Xosé Cuíña —que clausuraba todos sus mítines con el Galicia, nai e señora de Cabanillas, casi un himno nacional galaico—, se declarara galleguista «al límite de la autodeterminación» y ello no horrorizara ni espantara a sus votantes, sino todo lo contrario. Y de aquí y no de allí; un allí difuso, inconcreto (que según el caso puede ser Madrid, pero también ser las ciudades gallegas o un estado de ánimo), del que ese votante agrario hacía procedentes al PSOE, al PCG y sus sucesivas coaliciones y últimamente también a Ciudadanos, que, como malicia Arturo Lezcano, en Galicia sigue rimando con marcianos.

Galicia siempre ha sido algo different, pero la anécdota ofrece una lección politológica que vale un poco para todas partes: no siempre los pasadizos sociológicos que conectan subterráneamente unos partidos con otros son los evidentes o los esperables, y la realidad siempre es más caprichosa que las leyes generales con las que tratamos de caracterizarla y de predecirla.

En tiempos de seísmos políticos y recomposiciones abruptas de la tectónica parlamentaria como los que corren, con la aparición de nuevas inquietudes y fuerzas que se apresuran a vertebrarlas, esa clase de sorpresas sólo puede incrementar su número y su frecuencia. Y últimamente, hay una tendencia balbuciente que parece columbrarse en algunos lugares y que de algún modo remeda, sólo que al revés, aquélla de que los conservadores gallegos se mostraran dispuestos a votar, llegado el caso, a una coalición que llegaba a propugnar la proclamación de una república socialista independiente gallega. Sería esa tendencia la de un cierto votante rural del PSOE al que, en zonas deprimidas de predominio histórico de ese partido, Vox puede llegar a seducir como jamás lo hizo ni lo haría el PP.

La Santa, en La Rioja, pasó de 109 habitantes en 1950 a 0 en 1981 y hasta la actualidad.

Esos ager socialistas se llaman Extremadura, Andalucía, La Mancha, Aragón, norte de León, etcétera; y una primera cosa que es preciso entender es que el PSOE sigue dominándolas, en gran parte, por la inercia poderosa de viejas lealtades familiares. Personas de valores ya conservadores en realidad —pero no necesariamente religiosos— han seguido concediendo su sufragio, convocatoria tras convocatoria, movidos por esa adhesión orgullosa a un árbol genealógico jornalero, minero o fabril, a ese partido que siempre entendió mejor que nadie que la memoria histórica puede ser un activo electoral potentísimo. Rodolfo Llopis, que lo sabía, solía replicar durante el franquismo, cuando era el secretario general exiliado del menguado PSOE, a quienes le exigían que promoviera una mayor implicación del partido en las luchas de la oposición que hegemonizaban el partido comunista y Comisiones Obreras, temiendo un futuro sorpasso en la nueva democracia que algún día se alumbraría en España, con su famosa teoría del balcón: al PSOE y a la UGT —decía— no les hacía falta comprometer la seguridad y la vida de sus militantes en aquellas luchas, porque cuando llegara la democracia, les bastaría colgar sus banderas de cualquier balcón de Madrid para que decenas de miles de personas hicieran cola para afiliarse, impulsadas por el recuerdo del papel que ambas organizaciones habían desempeñado durante el primer tercio del siglo XX. Las primeras elecciones democráticas le dieron la razón; y en lugares como los citados, se la han seguido dando hasta ahora. En esas áreas, el padre o el abuelo o el hermano o el antepasado fusilado o encarcelado siguen nucleando el argumentario de muchos votantes que sentirían como una traición dejar de votar al partido de sus ancestros.

Pero a ninguna memoria histórica de izquierdas le dura eternamente su capacidad movilizadora si no la encapsula y la aviva un interés material paralelo y no la vertebran unas organizaciones activas que lo representen y lo satisfagan. La inercia puede ser muy duradera, pero acaba ralentizándose y, a la postre, deteniéndose; y eso es lo que parece estar sucediendo en muchas de esas periferias interiores del país, arrojadas a la espiral viciosa de la despoblación, el olvido y el abandono administrativo desde hace décadas. En las zonas mineras, los pozos que en otro tiempo dinamizaban toda la vida socioeconómica de sus comarcas (de cualquiera de las cuales podía decirse lo mismo que canturreaban los mineros del Pozo Fondón en Asturias en los años cincuenta: «Los mineros del Fondón,/ toos gasten boína,/ con un lletreru que diz: “todo sale de la mina”») fueron desapareciendo sin que las rutilantes reconversiones sucesivamente prometidas fueran jamás otra cosa que eufemismos para lo que más bien evidenciaba los contornos del desmantelamiento. Y en las zonas más propiamente agrarias, la crisis viene ya de los años sesenta, que desataron un éxodo prácticamente sin parangón, por lo brusco y por lo masivo, en toda Europa. Centenares de comarcas de todo el país quedaron convertidas en Siberias demográficas en las que densidades de población de un dígito significan que un puñado de aislados e irreductibles señores Cayo funambulen el alambre del trabajo agroganadero, tan duro y exigente como paupérrimamente remunerado por los invisibles demiurgos de la ley de la oferta y la demanda y los implacables contables del capital, que pagan a mezquinos céntimos lo que sus mercadonas y carrefours venderán a varios euros.

Para todos esos nadies interiores, las preocupaciones políticas son, en su mayor parte, del más riguroso orden material: el precio de la luz, del agua, de la gasolina; la sequía, la reparación de vetustas carreteras pobladas de socavones, las pensiones, etcétera. Y las esforzadas administraciones municipales apenas si alcanzan a cumplimentar una pequeñísima parte de ellas con sus amojamadas cajas de caudales; pero el reñidero político nacional, crecientemente consagrado a las guerras simbólicas e identitarias de nuestro tiempo y desentendido —como denuncia el muy incomprendido Daniel Bernabé— del combate por lo material que articuló en otro tiempo, no ofrece las respuestas ansiadas, y aun en ocasiones no sólo no inspira esperanza, sino temor. Lo inspiran algunas medidas que, cruciales como son seguramente para las ciudades, pueden apretar aún más el dogal que ahoga al campo: así, por ejemplo, los diversos desincentivos que comienzan a contemplarse para el uso del automóvil, más que imprescindible en estos pagos con transporte público deficiente o inexistente y en los que los labradores se ven obligados a poseer varias fincas —o fincas muy extensas— fuertemente maquinizadas a fin de, a base de sumar las irrisorias calderillas que perciban por sus productos, procurarse un sustento suficiente.

Baches en la N-630, en la provincia de León.

Pero por otro lado, las gentes que aún habitan el campo no son máquinas sin sentimientos; y aunque sus preocupaciones sean, sí, sobre todo materiales, no les es ajeno un cierto agravio identitario como los que proliferan por todas partes. Cobra este agravio la forma de un indefinido orgullo herido; de una sensación generalizada de incomprensión y desprecio por parte del mundo urbano. Demasiado frecuentemente, el urbanita que llega al campo lo hace henchido de un complejo de superioridad que, como un Jano bifronte, se fracciona en dos caras que expresan de distinto modo una misma pulsión: la agrofobia explícita por un lado; un paternalismo lamentable por otro. Se vilipendia al paleto, al gañán; se lo llama atrasado y bruto; y a veces se acude a él como los misioneros occidentales se acercaban en tiempos al negrito, al chinito o al indiecito: como a un buen salvaje al que se tuviera la magnanimidad de civilizar; pero a ambas vertientes del trato al hombre rústico les subyace una misma enmienda a la totalidad de sus formas de vida, sus usos y costumbres, sus mentalidades. España también fue líder europea en toda una producción cultural volcada, consciente o inconscientemente, a estigmatizar al pueblerino con desaforada crueldad: piénsese en los zafios gañanes que Francisco Ibáñez se recreaba en dibujar en los tebeos de Mortadelo y Filemón o en aquellas películas del desarrollismo en las que, como escribe María Antonia García de León, «siempre figuraba el hombre de la boina, el paleto, encarnado por Tony Leblanc, José Luis Ozores, Alfredo Landa y un largo etcétera». Escribe también García de León que, como las películas de sexo, aquellas películas

suponían una especie de psicoanálisis colectivo en las décadas de los años sesenta y setenta. Para un público que hacía tan sólo tres días había dejado de ser paleto (o reprimido, si consideramos el aspecto sexual) constituían una especie de terapia social, un sacar los demonios fuera. Este es un humor fácil […] Se basa en la puerilidad de reír del contraste entre dos culturas, algo así como que un esquimal debiera comer a la mesa de un lord inglés, manejando los cubiertos a la perfección, y de no hacerlo así surgiera la risa. Aunque en el caso del paleto se trate de contrastes culturales entre nacionales, el ejemplo es el mismo, estamos en presencia de un racismo interior. La caricatura del labriego con la boina, y su versión más edulcorada que son los chistes de leperos —ha escrito Joan Barril— equivale a la conducta freudiana de matar al padre. En el árbol genealógico de aquellos que se tronchan de risa por los despropósitos del pueblerino siempre suele haber más boinas que blasones, pero la risa les libera de su pasado y les vincula con su nuevo presente urbano.

Ese orgullo herido no redunda en una conciencia de clase que nadie se ha preocupado de fomentar; y tampoco suele sustanciarse en un movimiento regionalista o nacionalista. Sobre todo en las dos Castillas y Extremadura, sin más lengua propia que los restos heroicos del leonés y el extremeño, el orgullo identitario puede llegar a ser muy vigoroso, pero no suele pasar de lo provincialista ni aun de lo local, más allá de algunos proverbios de antañón resentido como el de que «Castilla hizo a España y España deshizo a Castilla», sin el menor recorrido político; y en unas autonomías frankensteinianas, más extensas que muchos países europeos y no menos artificiales que algunos africanos trazados a escuadra y cartabón, el Otro que todo nacionalismo necesita para achacarle la responsabilidad de todos los problemas suele ser un Otro interior y hasta comarcal: El Bierzo contra León; Miranda contra Burgos; Talavera contra Toledo; Plasencia contra Cáceres… (y en Castilla y León, todos contra Valladolid). Así, por ejemplo, formaciones leonesistas como UPL o PREPAL han tenido un éxito escasísimo a la hora de enraizar en León un sentimiento de hermandad con Zamora y Salamanca, las otras provincias que históricamente conformaron el reino de León; y en las propias Zamora y Salamanca, el discurso leonesista suena directamente a chino. Y lo mismo vale para el castellanismo o el extremeñismo.

Por otra parte, incluso cuando se le formulan reivindicaciones a Madrid, como el tren decente que reclaman los extremeños o la autopista que demandan los sorianos, ese Madrid metafísico no acostumbra a ser un Madrid despótico y activamente cruel como el que incendia los memoriales de agravios de los nacionalismos catalán, vasco y gallego, sino un Madrid perezoso, desentendido o sordo, al que el objetivo no es matar o expulsar sino hacer recuperar el oído; y un Madrid necesario en todo caso, solamente el cual posee la capacidad de cumplimentar esas demandas. El fondo de la cosa es eminentemente centralista; y algunos hechos vienen a alimentarlo todavía más: en esa España olvidada suceden cosas como que el PIB leonés haya descendido diez puntos y la provincia perdido 45.000 habitantes desde el advenimiento de la democracia. Y ello, por más que obedezca a razones múltiples y complejas, aviva el desapego con respecto al Estado autonómico que lo posibilitó o no hizo nada por evitarlo. De ahí no se deriva necesariamente una nostalgia franquista stricto sensu, pero sí la cierta convicción de que antes —un antes difuso e inconcreto, como el aquí y el allí de los paisanos gallegos— se vivía mejor. Y ese mejor es un mejor abrumadoramente desmontable, pero, igual que la posverdad (y en este caso podríamos hablar de una preverdad), funciona como si no lo fuera, y eso es lo que cuenta.

Movilizacion por un tren digno en Extremadura.

En todas éstas estábamos cuando, de pronto, eclosionó el asunto catalán, que todo lo ha enconado en todas partes y también en estas regiones, donde la cosa suele vivirse con una intensidad especial. El éxodo rural que las vació solió dirigirse no a las medianeras capitales regionales, sino a las ciudades más grandes y opulentas del país, a las que se suponía —no siempre certeramente— más preñadas de oportunidades. Barcelona fue con frecuencia la principal y más atrayente de aquellas tierras prometidas; y en las comarcas que aquí tratamos de caracterizar, todo o casi todo el mundo tiene en la capital catalana hermanos, primos, sobrinos, etcétera a los que ve disfrutar de una prosperidad que contrasta vivamente con la crisis crónica que postra al pueblo, y que hace que las denuncias de maltrato económico estatal que formula el catalanismo sean percibidas como un insulto; tanto más cuanto del propio pueblo, de pronto se ve renegar de algún modo a esos parientes que —apellidados Sànchez, Fernàndez, etcétera— en muchos casos se han vuelto independentistas y apoyan o disculpan a tipos que hablan de «baches en el ADN» de los españoles y pintan el fresco esópico de una España-cigarra de vagos y maleantes que asalta y vampiriza la riqueza de la esforzada hormiga catalana.

Y en eso llegó Vox.

En otra parte y ocasión, este humilde opinante escribía (trataba de desentrañar Lo que Vox es y no es) que Vox no se alimentaba en España, como algunos de sus hermanos de otros países, del sentimiento de la clase obrera de haber sido abandonada por los partidos de izquierda, puesto que Vox no maneja un discurso obrerista ni estatalista, sino liberal. Decíamos allí que «el votante de Vox, del que cualquier análisis que se haga en el futuro mostrará seguramente un poder adquisitivo medio-alto, vota echando de menos un tiempo en que el hombre disponía y la mujer obedecía, no se pagaban impuestos, se llamaba maricones a los maricones, las lenguas e identidades regionales se reprimían y lo de Cataluña se hubiera resuelto con tanques y pelotones de fusilamiento». Es así y este artículo no lo desdecirá, pero sí introducirá un matiz: lo allí dicho es rigurosamente cierto para las ciudades, pero en comarcas rurales como éstas de las que nos ocupamos ahora, la cuestión se torna más compleja.

Una primera constatación es que la tradición de izquierdas a la que aquí se ha aludido antes no es necesariamente un obstáculo para Vox; ni el desencanto con respecto a ella puede conducir solamente a la abstención, aunque seguramente lo haga en gran medida y sea cierto lo que dice Miguel Rodríguez Muñoz de que «en la sinuosa deriva que puede llevar a una masa de ciudadanos precarizada social y políticamente a dar su apoyo a los grupos políticos de extrema derecha que prometen el feliz regreso al paraíso nacional perdido, cabe pensar que una estación de paso o una opción razonable sea la abstención». El elector que vota al PSOE por lealtad a su tradición familiar (y que en muchas aldeas e incluso villas de tamaño medio no puede votar a otra izquierda, pues Izquierda Unida y Podemos ni están ni se los espera) jamás votará al PP, al que bipartidismo hizo durante lustros el antagonista irreconciliable de ese voto genealógico y era aquél al que los ancestros de uno se negaban explícitamente a votar. Pero Vox es un partido nuevo, y esta cuestión cronológica no es baladí: incluso aunque se trate de una derecha más dura, no se trata del partido al que —fundado por ministros de la dictadura y que atrajo en primer lugar a gentes que gritaron «¡Franco, Franco, Franco!» en su congreso fundacional— los padres y abuelos de uno no votaban, sino de uno que sencillamente no existía, y al que esas personas amarradas a un sentido de fidelidad familiar pueden excusar como hijo de un tiempo nuevo en el que las antiguas querellas, ya lejanas en todo caso, quedan anuladas. Estos meandros del raciocinio pueden ser muy desconcertantes, e incluso resultarnos completamente absurdos, pero, nuevamente, operan o pueden operar en términos políticos; y la ultraderecha española, consciente de ello, y aun siendo indudablemente franquista en su fuero interno, sobre Franco ni se pronuncia ni se deja de pronunciar: salvo excepciones, escurre hábilmente el bulto cuando se le interroga al respecto, sacando a pasear palabras fetiche como el sobado futuro o las siempre socorridas cosas más importantes. Y en estos pueblos, incluso izquierdistas hechos y derechos y que seguirán siéndolo suelen encoger los hombros ante el debate sobre el Valle de los Caídos. Sencillamente, les da lo mismo. Y podemos convenir en que no debiera dárselo, pero no es incomprensible que, abocados a un utilitarismo radical por la force des choses, se lo dé. Marx decía de Hegel que su dialéctica idealista en lugar de materialista hacía andar a los hombres cabeza abajo; y pretender que el lugar de descanso de los despojos de Franco preocupe a quienes a duras penas llegan a fin de mes viene a ser lo mismo. Las rosas son tan importantes como el pan, pero una elemental propiedad conmutativa debiera dictarnos que el pan también es tan importante como las rosas; y los restos de Franco debieran arrojarse al mar como los de Bin Laden y el Valle dinamitarse, porque una democracia que cuida el mausoleo de un sátrapa nunca será completamente digna de tal nombre, pero entretanto, también debiera suceder que la falta de médicos deje de ser un problema en el Teruel rural.

Ciudadanos también es un partido nuevo, y sus credenciales antifranquistas y moderadas, sin ser muy sólidas, sí son más creíbles que las de la mesnada de Santiago Abascal. Pero Ciudadanos no rima con marcianos sólo en Galicia: también en estas áreas rurales son percibidos como una formación demasiado urbana, demasiado pija, demasiado ajena, demasiado evidentemente proveniente de ese mundo del que el labriego sólo recibe desprecios o palmaditas; un partido de coachings, storytellings y chácharas Mr. Wonderful cuyos pulimentados candidatos recordarán indefectiblemente al pulpo en el garaje proverbial cuando se monten en un tractor o agarren una alpaca de paja en campaña electoral. «Con una frase no se gana a un pueblo», cantaba en la Transición María Ostiz, musa conservadora de la canción protesta contra la canción protesta; y aquello sigue siendo válido hoy. No será agarrando una alpaca como se conquiste el voto de estas gentes, sino exhibiendo un conocimiento real del mundo rural y una preocupación verosímil con respecto a sus necesidades. Y Vox está en mucha mejor disposición para hacerlo que la hipoteca naranja. Santiago Abascal es creíble cuando se proclama «un español de pueblo», entre otras cosas porque lo es. Y los primeros espadas de la formación ultraderechista también lo son cuando, por ejemplo, alaban la caza y a los cazadores, cuyo creciente rechazo —que aquí compartimos absolutamente— también contribuye a incrementar la sensación de incomprensión y desprecio hacia el campo por la ciudad que asiste a los habitantes del medio rural, en muchas zonas del cual la caza (no la deportiva, sino la profiláctica para mantener a raya al lobo o al jabalí) es prácticamente una forma de vida.

En un tiempo de egoísmos políticos, de fin de las utopías monistas y de articulaciones políticas de distintos qué hay de lo mío, del que el independentismo catalán es una de las expresiones, Vox puede llegar a representar no tanto un nacionalismo español —que también, faltaría más— como una exitosísima especie de nacionalismo de lo rural. Se terminaría así con una curiosa paradoja que certeramente señalaba hace unos días Guillermo Errejón en Twitter: la de que, como para compensar la sobrerrepresentación parlamentaria de las provincias rurales sancionada por la Ley D’Hont, esas mismas provincias sean desatendidas por el poder central. En Vox, los palentinos, los sorianos, los ciudadrealenses, podrían encontrar, como los nacionalistas catalanes, vascos y gallegos, una manera de hacer efectiva esa sobrerrepresentación. En el análisis académico que desde 1945 se ha venido haciendo de los porqués del surgimiento del nazismo en Alemania, se ha hablado a veces de un nacionalismo de los derrotados en la primera guerra mundial; y algo así puede suceder con Vox si logra erigirse creíblemente en representante de estos derrotados en una de las innúmeras guerras frías del neoliberalismo; en demandador verosímil de la satisfacción de sus necesidades materiales y también en vindicador creíble de esa identidad maltratada durante décadas.

Albert Camus escribía al principio de El hombre rebelde que el rebelde es un hombre que dice no»; que lo dice de pronto e incluso aunque hasta entonces hubiera venido diciendo a iniquidades aún mayores que aquéllas contra las que ahora se rebela, pero que, por otro lado, «la rebeldía no renuncia a la sensación de que uno mismo, de cierta manera, tiene razón. En este sentido, el esclavo en rebeldía dice a un tiempo y no. Afirma, a la vez que la frontera, todo lo que sospecha y quiere preservar más acá de la frontera. Demuestra, con obstinación, que hay en él algo que “merece la pena de…”, que exige que se tenga cuidado con ello». Decía el filósofo francés también que

hay en toda rebeldía una adhesión entera e instantánea del hombre a cierta parte de sí mismo. […] Hasta entonces, callaba […], abandonado a esa desesperación en la que una condición, aunque se juzgue injusta, es aceptada. Callar es dejar creer que no se juzga nada y, en ciertos casos, no desear efectivamente nada. La desesperación, lo mismo que el absurdo, lo juzga y lo desea todo, en general, y nada, en particular. El silencio la traduce bien. Pero a partir del momento en que habla, aun diciendo no, desea y juzga. El hombre en rebeldía, en el sentido etimológico, se vuelve. Caminaba bajo el azote del amo. Ahora planta cara.

Algo así puede suceder con los habitantes del campo si una formación como Vox logra emulsionar en ellas esa adhesión a sí mismos que precede a la rebeldía política («decir que somos quien somos», como escribiera Celaya y cantara Paco Ibáñez), y que hasta ahora nadie ha querido perder el tiempo en cultivar; si, en lugar de perpetuar el estigma del paleto, habla a los campesinos como lo hacía Valéry Giscard d’Estaing, que en una Francia que no estigmatizó, como aquí, a sus paysans hasta el punto de hacerles preferir habitar cualquier chabola averada a una ciudad que la casona grande y espaciosa en la que habían nacido y se habían criado todos sus antepasados, los llamaba «guardianes de la montaña».

La izquierda puede y, sobre todo, tiene el deber moral y la misión histórica de evitar esta metástasis voxista en los campos de España, pero sólo lo hará si aprende estas lecciones, se desembaraza hasta de la menor traza de landismo y adopta cambios profundos en sus discursos actuales: por ejemplo, no consagrar todos los esfuerzos retóricos a melifluas angustias sobre la necesidad de «seducir a los catalanes» y «buscarle un encaje a Cataluña» cuando hay zonas enteras del país mucho más dramáticamente desencajadas del mundo y aun de sí mismas y, en general, fragosos desencajes sociales que rugen sus tragedias sin que nadie las escuche, como el árbol del que, caído en medio del bosque sin nadie presente, los filósofos clásicos se preguntaban si podía considerarse que hiciera ruido.

No se trata de ponerse de pronto a defender la caza o la abolición del Estado autonómico, ni en general de dar por válido todo lo que desde el campo se demande. Ello, además de vestir un santo para desvestir otro, sería una nueva forma insidiosa del empresarialismo político que inauguró Berlusconi y también está en boga en estos tiempos, consistente en lanzar los principios e ideales a la almoneda bursátil y, como Groucho Marx, adoptar aquéllos que convenga en cada momento y ante cada público, dando lugar a partidos líquidos sometidos a los cambiantes dictados del marketing, si es que no meras campañas de marketing ellos mismos. De lo que se trata es de acercarse al campo con ánimo aprendiente y dialogante; de acercarse al menos; de allí intercambiar con humildad escuchas y propuestas; de ofrecer respuestas distintas de las de la ultraderecha pero eficaces a sus demandas. Sólo así se hará creíble y no circense la «alerta antifascista» que Pablo Iglesias lanzaba tras los últimos comicios andaluces: si realmente esa alerta existe, la batalla correspondiente debe presentarse hasta en la última aldea, y no reducirse a una estéril mememaquia tuitera y facebookera. Sólo así la rebeldía izquierdista seguirá siendo frente a la rebeldía espuria de los fascistas, y como también escribía Camus, «madre de todas las formas, fuente de verdadera vida, y nos mantenga en pie en el movimiento informe y furioso de la historia».


Pablo Batalla Cueto (Gijón, Asturias, 1987) es licenciado en historia y máster en gestión del patrimonio histórico-artístico por la Universidad de Salamanca, pero ha venido desempeñándose como periodista y corrector de estilo. Ha sido o es colaborador de los periódicos y revistas Asturias24, La Voz de Asturias, Atlántica XXII, NevilleCrítica.cl y La Soga; dirige desde 2013 A Quemarropa, periódico oficial de la Semana Negra de Gijón, y desde 2018 es coordinador de EL CUADERNO. En 2017 publicó su primer libro: Si cantara el gallo rojo: biografía social de Jesús Montes Estrada, ‘Churruca’.

1 comments on “Vox, la izquierda y el medio rural

  1. «por ejemplo, alaban la caza y a los cazadores, cuyo creciente rechazo —que aquí compartimos absolutamente—». Y por cosas como estas la izquierda se va a la mierda. Los progres urbanitas sois incapaces de entender que la caza es necesaria para controlar las poblaciones de animales salvajes. Mucha palabrería pero tu artículo desprende esa superioridad moral de urbanita ignorante que está hundiendo a Podemos.

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