Giulino di Mezzegra
Lo que Vox es y no es
/por Pablo Batalla Cueto/
Se dirá y se repetirá con cierta insistencia en los próximos días desde ciertas atalayas, lanzada ya la izquierda a la escabechina fratricida que siempre sucede a sus derrotas: el fascismo —se dirá— crece y adquiere implantación porque la izquierda ha abandonado a una clase trabajadora depauperada, que, huérfana así de representantes que alcen su voz en los olimpos parlamentarios, se aferra al clavo ardiendo de cualquier discurso en el que resuenen mínimamente los ecos periclitados del obrerismo. Se dirá con circunspección; con las muecas altaneras del «os lo dije» que tan caras son a algunos perdonavidas del analismo político. Y dará igual que en Vox no se detecte el más remoto atisbo del discurso obrerista que sí pudo existir en algún grado en la campaña de Donald Trump o en las de Marine Le Pen, o que Vox apenas tenga pegada en el Cádiz devastado por el desempleo —donde gana Adelante Andalucía— y encuentre su gran feudo en los invernaderos de El Ejido, una villa rica y próspera en la que el índice de paro es diez puntos inferior a la media andaluza: un 13% envidiable en casi toda España.
Hacer análisis cuesta trabajo; y los tiempos que corren son los de la cultura de la velocidad cuyas diversas manifestaciones han desentrañado autores como Carl Honoré, autor de un espléndido Elogio de la lentitud. Son los tiempos de la comida rápida, del prêt-à-porter y del ready to go. En todos los campos se privilegia la rapidez de entrega sobre la calidad del producto, y también en el politológico. Si el mercado del analismo ofrece análisis ya hechos que, aun procedentes de otras latitudes, vistan suficientemente el muñeco, los preferimos a tener que acometer la tarea de trazar análisis a medida que presten atención a las especificidades locales, por más que éstas puedan ser muchas y de talla y eclipsar a los rasgos comunes.
Es evidente que Vox tiene mucho que ver con el Frente Nacional francés —cuya lideresa ha felicitado efusivamente al partido neofranquista por su éxito andaluz— o el salvinismo italiano; que su auge en España hace parte de una misma efervescencia ultraderechista que recorre el mundo entero; que hermana en una siniestra internacional a los Le Pen, Salvini o Nigel Farage con los Kaczyński, Bolsonaro u Orbán y se deja sentir incluso en la arcangélica Suecia. Pero no es menos cierto que España es un país atravesado por numerosas peculiaridades, y que algunas de ellas hacen que lo que vale para explicar a Le Pen no sirva en absoluto para explicar a Abascal. Una especialmente relevante es que éste es un país inusualmente tolerante hacia la inmigración: así lo han ido constatando en los últimos años todas las encuestas europeas, que siempre otorgan a España porcentajes escandinavos en este sentido, lo que tal vez se deba a un complejo pertinaz de nación subdesarrollada que encuentra todavía en la inmigración la prueba de no serlo ya tanto. Otra es el asunto catalán, que no tiene parangón en el concierto europeo. Y otra es que éste es un país en el que, como suele decir Ángel de la Calle, la distopía de Philip K. Dick en El hombre en el castillo —un Eje victorioso en la segunda guerra mundial— no es distopía, sino historia. Aquí ganaron los malos, y España accedió a la democracia cuarenta años más tarde que sus vecinos septentrionales. Cuando lo hizo, lo hizo sin entretejerle el consenso antifascista que sí impregnó el renacimiento democrático de esos otros países, y que en Francia impone, al menos por el momento, un techo de cristal al crecimiento del Frente Nacional, y a sus mandamases la obligación de desprenderse de las estéticas, folclores y discursos netamente fascistas que podrían desear tener. En España no hay derecha genuinamente liberal y democrática más que la encarnada en un puñado de figuras muy concretas. Con la soldadesca derechista, por más que se agrupe electoralmente en partidos diferentes, sucede lo que sucedía en cierto capítulo de Los Simpsons con la comida servida en los distintos stands étnicos de una feria gastronómica: toda ella procedía de una misma marmita subterránea de la que salían varias cintas transportadoras hacia cada uno de los puestos. Hay un derechista español tipo sin más ideología que un batiburrillo de autoritarismos y tribalismo rojigualdista que se deja ver bien en las secciones de comentarios de los periódicos de derechas: el comentarista estándar es exactamente el mismo en un diario liberal como El Confidencial que en uno ultraderechista como La Gaceta.
La cuestión es que, diferente el escenario, diferente también la obra: no es el odio al musulmán que espolea al Frente Nacional o a Alternativa por Alemania lo que explica en lo fundamental el éxito de Vox. El Otro de este relato no es foráneo, sino local, como ha sido habitual en la historia del también singular nacionalismo español: el independentista catalán y vasco y la luciférica izquierda madrileña que, bien por maldad, bien por estupidez, los asiste. Y en este país sin consenso antifascista, Vox tampoco necesita disfrazar sus odios como una defensa de los valores de la Ilustración, como están compelidos a hacer sus hermanos norteños, cuyas oratorias tremendistas dibujan una Europa de las Luces asediada por la barbarie medieval islámica (la delirante Eurabia de Houellebecq): por el contrario, puede permitirse salir a la plaza pública tremolando con desparpajo todas las banderas del despotismo del treinta y nueve. En este sentido, Vox, mucho más cerca de la vieja Fuerza Nueva que del Frente Nacional por más que se halle en un punto intermedio entre ambos, no engaña a casi nadie y tampoco a una clase trabajadora que sabe perfectamente que, en lo que respecta a sus intereses socioeconómicos, nada tiene que ganar introduciendo en la urna la papeleta de Abascal. La gasolina de Vox, como Xandru Fernández tiene dicho del triunfo de Jair Bolsonaro en Brasil (donde también se hicieron análisis de brocha gorda sobre izquierdas traidoras y orfandades obreras que ignoraban deliberadamente que todos los distritos más pobres del mapa electoral brasilero habían votado por Haddad, y todos los más ricos por Bolsonaro), no es la nostalgia de la igualdad, sino la de la desigualdad; y en cierta medida, no la incapacidad de la izquierda, sino su éxito. El votante de Vox, del que cualquier análisis que se haga en el futuro mostrará seguramente un poder adquisitivo medio-alto, vota echando de menos un tiempo en que el hombre disponía y la mujer obedecía, no se pagaban impuestos, se llamaba maricones a los maricones, las lenguas e identidades regionales se reprimían y lo de Cataluña se hubiera resuelto con tanques y pelotones de fusilamiento.
Sea como sea, el fascismo español ya está aquí, plantando sus picas en el Flandes interior que son los parlamentos autonómicos. En Andalucía, podrá llegar hasta a aportar consejeros a un Gobierno que al inefable Juanma Moreno Bonilla no parece que vaya a importarle que sea de tipo Frankenstein y el resultado de uno de esos pactos de perdedores que tanta iracundia suelen despertar en su partido: la contienda política, como apuntaba Pedro J. Ramírez sin ánimo crítico en una columna reciente en El Español, premia a los sinvergüenzas. Al PP en este caso y también a Ciudadanos, partido del que la demostración palpable y definitiva de que se trata de otra infame derecha dispuesta a abrirle las puertas al monstruo, si es que no a ser monstruo él mismo, es la única buena noticia de estas terroríficas elecciones (y debería avergonzar retrospectivamente a algunos socialistas a los que indignó en 2015 la negativa, hoy vemos que justificadísima, de Podemos a apoyar una investidura de Sánchez sustentada en un pacto con lo que Enrique del Teso llama la hipoteca naranja).
Ante este panorama, la hora ya no es para la izquierda de deliberación estratégica, sino de combate: el que debe presentar un amplio progresismo que no renuncie ni a uno solo de sus principios y conquistas, ni entienda, como algunos desnortados intelectuales, que erradicar la pandemia fascista pasa por inocularse el virus, pero tenga claras sus prioridades como no las tuvo en 1936 y abandone algunas candideces y necedades abrazadas y practicadas con entusiasmo en los últimos años. No puede ser que algún día recordemos que, justo antes del advenimiento de la tiranía fascista, se andaba predicando una revolución de las sonrisas.
Pablo Batalla Cueto (Gijón, Asturias, 1987) es licenciado en historia y máster en gestión del patrimonio histórico-artístico por la Universidad de Salamanca, pero ha venido desempeñándose como periodista y corrector de estilo. Ha sido o es colaborador de los periódicos y revistas Asturias24, La Voz de Asturias, Atlántica XXII, Neville, Crítica.cl y La Soga; dirige desde 2013 A Quemarropa, periódico oficial de la Semana Negra de Gijón, y desde 2018 es coordinador de EL CUADERNO. En 2017 publicó su primer libro: Si cantara el gallo rojo: biografía social de Jesús Montes Estrada, ‘Churruca’.
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