Creación

Guillermo, otro niño yuntero

Un nuevo cuentín triste de Juana Mari San Millán.

Cuentinos tristes

Guillermo, otro niño yuntero

/por Juana Mari San Millán/

A Guillermo le venían a la cabeza ráfagas de recuerdos de su infancia y adolescencia. Únicamente se los contaba a la amante y a uno solo de sus amigos. La amante no interesa, no hace al caso. El amigo tiene un primer apellido que empieza por la letra ese, la misma del apellido primero de Guillermo. Esa tonta coincidencia los unió en aulas, capillas, comedores, dormitorios y otras estancias de dos colegios de curas (el seminario menor y el mayor) durante siete años de plomo litúrgico. Llovió mucho desde entonces; pero aquella amistad trabada por dos eses se reanudó al cabo de tantas lluvias que, juntas, podrían constituir un diluvio bíblico. Y es que Guillermo siempre fue un sentimental. El amigo, un descastado.

«Desde muy niño había que ayudar en casa —escribía Guillermo al amigo y a la amante en documentos adjuntos a sendos correos electrónicos—; cada uno como podía; pero se hacía en la soledad del corral, de la cuadra o del pajar (limpiar las cuadras, echar la pulpa a remojo, llenar los sacos de paja o de hierba, etcétera). Y no me sentía ni bien ni mal. Cuando a los nueve años tuve que dejar la escuela en el mes de mayo para llevar las vacas al campo con mi hermano dos años mayor que yo, entonces ya me sentía mirado, observado, juzgado por la gente del pueblo, por mis amigos. Así fue siempre todos los veranos hasta que terminé mis estudios en la Universidad y empecé a trabajar. Esas eran mis vacaciones; pero me sentía muy a gusto trabajando con mi padre y con mis hermanos; y además pensaba que era un privilegiado; al menos yo podía estudiar. Según pasaban los años, en lo más recóndito, me crecía una huella, una imagen de humillación, de resentimiento hacia la gente, hacia la sociedad, un rictus de injusticia vital. Se acentuaba y se grabó más en carne viva cuando iban a mi casa conocidos de la familia, amigos, tíos, primos… procedentes de la ciudad. Como era normal, querían ver lo que no había en la ciudad, e iban al corral, al gallinero, a la conejera y a la cuadra donde, con mis catorce o quince años, aparecía oliendo a estiércol y con los ojos llorosos del amoniaco en verano, y saludaba sonriendo con una mueca forzada, infantil; un poco avergonzado, herido. Y me sentía contemplado como un ser extraño. De allí me viene esa baja autoestima que a veces me asalta cuando me siento comparado, juzgado por alguien que se las da de superior. Sentía entonces y siento ahora que esa herida honda de rencor, de rabia, de resentimiento, de injusticia, de vergüenza está en lo más profundo de mi tierna infancia, y no sé, aunque lo intento, cómo acariciar ese dolor, esa herida. Recuerdo que entre mis primeros poemas compuse uno inspirado en el niño yuntero de Miguel Hernández. Algunos versos son tópicos literarios, casi vacíos de vivencias, otros ya anunciaban el dolor y la herida. Va un fragmento.

Era muy pequeño su hombro 
para no ir a la escuela, 
y tierna, muy tierna, su alma, 
para tan áspera tierra.

Aquel pobre vaquerillo 
tiene nubes y tormentas 
en sus sienes, poesías 
para dormir las estrellas. 
Hablaba en silencio siempre, 
con el viento, con las piedras, 
con las vacas, los pájaros, 
el trigo y el agua fresca.

¡Qué extraño enjambre de sueños 
apacentaba en la hierba!

A aquel pobre vaquerillo 
lo llevo en la orilla negra 
de mi vida dolorida, 
y cada día a la puerta, 
y cada día en mi alma, 
le dejo una primavera: 
la canción de la esperanza, 
para que escriba un poema.

Ya se dijo que Guillermo fue siempre un sentimental. Eso mismito pensaba el amigo descastado, depositario preferido de adjuntos confidenciales. La opinión de la amante —también se dijo— carecía de relevancia.

Acerca de El Cuaderno

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