¿Otro mundo es posible?
/por Manuel García Fonseca, El Polesu/
Las primeras décadas del siglo XXI, con el dominio casi absoluto del neoliberalismo en un mundo que la concentración de los poderes económicos y mediáticos hace cada vez más injusto y desigual, están produciendo un sentimiento profundo y general de que esto es lo que hay y otro mundo no es posible. Los procesos de facistización se incrementan y, al contrario, las izquierdas se baten en retirada, con una sensación general de desconcierto o de desesperanza.
Nada sin embargo es inamovible en la evolución histórica, y ninguna previsión tiene garantía de acertar. El futuro depende de infinidad de factores imposibles de certificar previamente. Sin embargo, se puede afirmar que para que otro mundo sea posible es necesaria la esperanza colectiva de poder conseguirlo. Pero las ideas y actitudes sobre la esperanza histórica abarcan todo el arco de posibilidades, desde el optimismo hegeliano que hace de la historia un desarrollo de la idea absoluta hasta el determinismo economicista de algunos marxismos que dan por resultado de la ley histórica una sociedad comunista; como en el sentido opuesto la desesperanza del existencialismo, que hace pensar que sería mejor no haber nacido a tener que sufrir esta sociedad absurda.
Hoy día es menester reconocer que predominan las ideas, sentimientos y actitudes imbuidos de desesperanza. Cabe sin embargo recuperar esa vieja esperanza en que otro mundo es posible cuando se manifiestan y movilizan con formas intermitentes y modos diversos, muchas veces de forma espontánea, millones de ciudadanos: la Primavera Árabe en Túnez o Egipto, el 15-M en España, Occupy Wall Street en Estados Unidos, los movimientos de mujeres #MeToo, la huelga feminista, los chalecos amarillos en Francia… La lucha permanente de los pueblos por la libertad, la paz y la justicia no se ha detenido; no lo ha hecho del todo.
En su opúsculo Sobre si el género humano anda en continuo progreso hacia lo mejor, Kant pensaba que era creíble que el afán de progreso estuviera en la naturaleza de la humanidad y consideraba que la adhesión de la población de países distintos de Francia a los principios de la Revolución francesa era un indicador de esa inclinación natural del ser humano hacia el progreso moral y social. Decía Kant:
Se trata tan sólo de esa manera de pensar por parte de los espectadores que se delata públicamente en este juego de grandes revoluciones y muestra abiertamente su simpatía —tan universal como desinteresada— por una de las partes en liza, pese al peligro que pueda reportarles tal toma de postura, demostrando así (por mor de la universalidad) un carácter del género humano en su conjunto, al tiempo que (a causa del desinterés) un carácter moral de la especie humana, cuando menos en la disposición, que no sólo permite esperar el progreso hacia lo mejor, sino que ya lo entraña, por cuanto la capacidad de tal progreso basta por el momento.
Decía también:
Nada reprocho a quien ante los males del Estado comience a desconfiar de la salud del género humano y de su progreso hacia lo mejor, pero yo confío en la heroica receta de Hume, como en una medicina que puede proporcionar una rápida cura contra ese desaliento: «Cuando veo —dice— a las naciones enzarzadas en una guerra, es como si viera a dos borrachines que se están dando de bastonazos en una tienda de porcelanas. Pues no sólo tardarán en curarse las magulladuras que se hayan causado mutuamente, sino que para colmo habrán de pagar todos los daños ocasionados». Sero sapiunt Phryges. Sin lugar a dudas, las funestas consecuencias de la guerra actual pueden imponer al político el reconocimiento de un cambio de sentido hacia lo mejor por parte del género humano, como algo que ya se halla en perspectiva.
Simone Weil también creía en la capacidad de la inmensa mayoría de la humanidad —los oprimidos— de luchar contra la opresión y la injusticia a pesar del inmenso poder de los opresores en una sociedad que ella calificaba de prehumana. El capitalismo estaba para ella lejos de haber alumbrado en su seno las condiciones de un régimen de libertad y de igualdad, porque la instauración de un régimen así suponía una transformación previa de la producción y de la cultura. Para Weil, la opresión era constitutiva de la realidad y no desaparecería nunca del todo; y lo que sí debíamos era disminuirla mediante la persecución del ideal de la libertad perfecta, el pensamiento lúcido, el trabajo y la autodisciplina. La verdadera libertad consistía para ella en pensar y obrar en conciencia:
Nada en el mundo, sin embargo, puede impedir al hombre sentir que ha nacido para la libertad. Jamás, suceda lo que suceda, puede aceptar la servidumbre, porque piensa. Jamás ha dejado de soñar una libertad sin límites, bien como felicidad pasada, de la que se habría visto privado por un castigo, bien como felicidad futura, debida a una suerte de pacto con una providencia misteriosa. El comunismo imaginado por Marx es la forma más reciente de este sueño; un sueño que, como todos los sueños, siempre ha resultado vano y, si ha podido consolar, lo ha hecho como el opio. Es hora de renunciar a soñar la libertad y decidirse a concebirla.

La libertad es un ideal imposible de realizar plenamente, pero al que debemos tender; y nuestra libertad depende más de esta coherencia que de la satisfacción de nuestros deseos o del éxito de nuestra acción. Lo más rechazable es la utopía irreal, el soñar con revoluciones sin análisis profundo de su grado de viabilidad. Y que la realidad del universo sea dura, «materia sin indulgencia, pero sin perfidia», es paradójicamente lo que posibilita la autonomía y la grandeza del ser humano, en la medida que piense y actúe por su modificación.
Hannah Arendt hace una distinción interesante entre poder y fuerza. La pura fuerza no da la victoria, y la resistencia a la fuerza sin violencia es una forma de acción de extraordinario poder, «ya que se trata de una de las más activas y eficaces formas de acción, debido a que no se le puede hacer frente con la lucha, de la que resulta la derrota o la victoria, sino únicamente con la matanza masiva en la que incluso el vencedor sale derrotado, ya que nadie puede gobernar sobre muertos». La fortaleza de aquella idea la vemos, por ejemplo, cuando Israel bombardea sin piedad la Franja de Gaza o emprende una de sus guerras incesantes contra su entorno, ya constitutivas de la sociedad israelí, literalmente militarizadas: pese a ello, Israel no es capaz de destruir la resistencia palestina y fomenta una unidad que estaba resquebrajada; e Israel como sociedad se hace invisible. «La tiranía —afirma Arendt— es incapaz de desarrollar poder suficiente para permanecer en el espacio de la aparición, en la esfera pública; por el contrario, fomenta los gérmenes de su propia destrucción desde que cobra existencia».

Sófocles consideraba al hombre como un ser capaz de extraordinarias acciones positivas, y también de las mayores atrocidades. La confianza absoluta que los reformadores o revolucionarios han puesto en colectivos humanos o en la humanidad en general hacia un mundo mejor responde más a un deseo que a un diagnóstico real. Los deseos se convierten facilmente en sueños, y ,como diría el poeta, los sueños, sueños son. La utopía sirve como reclamo, pero no sustituye al análisis riguroso de las capacidades de cada formación social.
Manuel García Fonseca, conocido como el Polesu (Pola de Siero [Asturias], 1939) es un histórico militante comunista asturiano. Estudió filosofía y teología y se licenció en sociología por el Instituto de Ciencias Sociales de París y por la Universidad Complutense de Madrid. Fue cura, pero abandonó el sacerdocio a finales de los sesenta, en la misma época en la que comenzó a militar en el clandestino PCE tras una primera implicación política en la Juventud Obrera Católica. Trabajó algunos años como sociólogo de Cáritas y posteriormente como profesor de secundaria de filosofía. Fue viceconsejero de Transporte en el primer ente preautonómico asturiano, el primer director de la Universidad Popular de Gijón, diputado autonómico por el PCE entre 1983 y 1986, nacional por Izquierda Unida entre 1986 y 1995 y posteriormente de nuevo diputado autonómico. Entre 2003 y 2007 se implicó en la Consejería de Bienestar Social del Principado de Asturias, dirigida por Laura González. Actualmente, sigue implicado en diversas causas políticas y sociales.
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