Cuentinos tristes
Los restos aún tiernos de mamá
/por Juana Mari San Millán/
El sepulturero desencajó con martillo, escoplo de cantería y destreza patente la lápida del nicho ubicado en la hilera cinco bis, toda ella de hormigón. El viejo cementerio coronaba un parque precioso. Desde allí se divisaba la ciudad casi al completo, un tanto apagada ese día por influencia de la neblina.
Antes de llegar al nicho de la hilera cinco bis, toda ella de hormigón, la escasa comitiva de familiares (dos hijas y un yerno de la finada) bordeó una cuadrícula de tumbas diminutas que encogían aún más el ánimo y excitaban la sensación de pena. Ninguno de los tres entendía esa funesta afición por agrupar cadáveres de niños en una misma porción de terreno como si se pretendiera congregarlos en un estúpido parque infantil de muertos.
El fornido sepulturero era también el conserje del negocio funerario. Un tipo polivalente, a lo que se ve. Eso dedujeron las dos hijas y el yerno de la finada al ver arrodillarse ante la lápida a la misma persona que los atendió al llegar a la oficina situada en un barracón frente a la entrada principal del cementerio. Vestía camisa de tela vaquera azul zafiro y pantalón de mahón grisáceo. Fumaba Señoritas. Desencajada la lápida, rompió con la misma herramienta un endeble tabique de ladrillo. A continuación, se puso unos guantes de látex azulados, a juego con la camisa, que entraban muy bien, según comentó al ayudante que empujaba un contenedor de basura a su vera, al pie del nicho, y comenzó a desarmar la cabecera del ataúd, cuya madera podre se le deshacía entre las manos enguantadas. Tiró a rastras de una funda de plástico, intacta veintiún años después, que embutía el cadáver de la mamá, lo desembutió sin tosquedades y se puso a palparlo, a tomarle el tiento.
—Este cuerpo no se puede sacar. Tiene una pierna y una parte del pecho enteras —dijo, con el rostro vuelto hacia las hijas y yerno presentes y sobándose el tórax con el guante de la mano derecha.
Se irguió, sacó de un bolsillo del grisáceo pantalón de mahón el móvil sin quitarse los guantes de látex azulados y llamó a las oficinas centrales de la compañía funeraria.
—Oye, David, que este cuerpo no se puede trasladar al cementerio nuevo como se me mandó ni de coña, campeón. Tiene una pierna y una parte del pecho enteras —repitió.
A renglón seguido, el polivalente operario guardó el móvil en el mismo bolsillo del pantalón y se dirigió de nuevo con un tono entre imperativo y condescendiente a la raquítica comitiva compuesta por dos hijas de la finada y un yerno.
—Vuelvan dentro de dos o tres años. El hormigón es lo que tiene, que conserva infinitamente mejor los cadáveres. Ahora que le dio un aire, la descomposición de su mamá irá más rápida.
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