Una estética de los recuerdos
/por Jorge Praga/
Los títulos iniciales de Dolor y gloria se inscriben sobre un fondo de colores fluyentes y mezclados, un magma digital que presenta en desorden los componentes del arco iris. Es la materia prima visual, todavía sin tratar, sobre la que se va a edificar la película. Almodóvar, sin el Pedro que perdió en la firma de sus últimas obras, recoge esos colores, los separa como el Dios del Génesis separaba las tierras y las aguas y organiza con ellos sus reconocibles escenificaciones. De aquel magma indiferenciado surgen ahora bandas monocromáticas, confrontaciones y choques entre tonos inamistosos, fondos geométricos que envuelven a los personajes. Almodóvar es el demiurgo esteta que trae el orden al mundo. Cosmos frente a caos. Un mundo cuya expansión no va a desbordar los límites de su creador. La película se desarrolla sobre el presente torturado de alguien muy próximo al propio director, y viaja hacia un pasado que reconocemos como suyo, de una biografía que el propio Almodóvar ya había explorado en títulos como Volver o La mala educación. Pero la primera escena plantea directamente un nuevo alcance autobiográfico para esa cercanía entre el personaje Salvador Mallo y la persona/personaje Almodóvar: una inmersión hacia su cuerpo suspendido en el agua, abierto en canal por la cicatriz que recorre su torso, «flotando en estado casi letárgico, como si estuviera soñando, sumergido en el líquido amniótico de una placenta materna», señala el crítico Carlos F. Heredero en Caimán Cuadernos de cine. Almodóvar nos tienta con el ofrecimiento rotundo de su subjetividad, de su intimidad personal.
La subjetividad en el cine siempre ha tenido mal arreglo. La autobiografía, la confesión, la introspección, son palabras poco concurrentes con la industria productiva de este arte. Existe además un problema técnico de enunciación insuperable, pues las reglas de ficción prohíben la mirada a cámara de los actores, salvo que se abandone la representación y se pase al terreno del documental o del reportaje. La interpelación directa al espectador desde la representación no es posible. La primera persona de la literatura puede entonces hacerse equivalente a la cámara subjetiva —yo digo, yo veo—, pero desde el histórico fracaso de La dama del lago en 1942, rodada totalmente con la cámara ocupando la posición del detective protagonista, el yo literario no tiene equiparación visual; ninguna película se plantea esa exclusividad de un único punto de vista. Para sugerir esa voz personal solo queda el vehículo del narrador. Y a él se atiene Dolor y gloria: Salvador Mallo, el álter ego de Almodóvar, toma pronto la palabra para contarnos con infografía digital sus enfermedades, sus dolores, su cuerpo maltrecho. Está hecho polvo, y además paralizado artísticamente. La queja corporal nos remite a lo que hemos oído sobre la salud de Almodóvar, pero la segunda no es fiel a un autor que no para de estrenar. El director teje con libertad la mirada sobre sí mismo, él es el punto de partida pero no siempre el de llegada.
Instalados sobre esa subjetividad, lo que interesa es su rendimiento artístico, y nunca su fidelidad empírica. Salvador Mallo despliega sus vivencias en una serie de viajes al pasado, de recuerdos, de reconstrucciones. Son, con cierta literalidad, viajes, pues parten de estados de conciencia abiertos por el consumo de heroína en el que el director cae de forma casual. Otras veces es la introducción en el sarcófago del TAC, o la anestesia para una operación. La mente se desliza por el hilo del tiempo, es capaz de reencontrase con el pasado, de rehacerlo, incluso de mirarlo como nuevo. Los episodios que se van tejiendo carecen del pulso y el temblor del recuerdo vivo. No hay brecha ni angustia de tiempo distante, de pérdida, de irreversibilidad. La escenificación de esos fragmentos, con esos filtros psicotrópicos, resulta irreal, planchada y lavada, desleída. La estética personal y pulida de Almodóvar anula el carácter testimonial de los hechos. Estos guardan su tensión dramática, la virginidad de sus descubrimientos, bajo una espesa capa de maquillaje. La pulcritud de la puesta en escena olvida ropajes y fealdades de la época, olores, miserias lacerantes. La limpieza y riqueza del presente se traslada sin dudas a cualquier pasado, lo baña con la paleta reluciente de colores. El resultado, el balance, bordea el riesgo de la frialdad, de la falta de emoción o de empatía. Carlos Boyero, siempre directo en su escritura crítica, señalaba: «Admitiendo la fascinación, la identificación y la angustia que pueden provocarme los universos protagonizados por la pérdida, el sufrimiento, el fracaso y la evocación, no logro que el tormento, los reencuentros trascendentes y la necesidad de curación de este director tan universalmente famoso y admirado como íntimamente perdido me remuevan el alma ni poco, ni mucho, ni nada».
Hay al menos dos momentos que escapan a ese tránsito narcótico hacia el pasado. Uno es la evocación de la madre, alcanzada a través de la caja que el director conserva con sus objetos personales; una magdalena proustiana que nos traslada a sus últimos días en el hospital, a las dificultades de movimiento y adaptación en la casa del hijo. Julieta Serrano, como el resto de los actores, encuentra la clave de una interpretación realista y convincente sobre un escenario sofisticado. La otra brecha en la pulcritud rememorativa es la reaparición de un viejo amor del director en la juventud. En esa noche del reencuentro el filtro de la puesta en escena casi desaparece, los primeros planos se adueñan de la secuencia y aflora la emoción, la sensación de lo irrecuperable, la melancolía de lo cancelado en las miradas silenciosas que intercambian los antiguos amantes. Cómo fuiste, cómo estamos. El choque entre tiempos. Es la única escena en que las lágrimas, bastante abundantes en la película a pesar de que el propio Salvador Mallo las prohíbe y maldice, son justas y necesarias, aunque no desborden el cauce húmedo de los ojos. La pantalla irradia por fin algo en lo que el espectador, cualquier espectador, puede reconocerse, ese temblor, ese afecto a la vez vivo y muerto, querido y perdido sin remedio. Ese reconocimiento y esa transferencia empática deberían ser el destino final de las trizas abiertas de la subjetividad de Salvador Mallo, de Almodóvar.
Jorge Praga Terente (Llangréu [Asturias], 1952) es matemático de profesión y crítico de cine. Como escritor ha publicado los libros Biografías del tiempo (1999) y Cartas desde Omedines (2017), y participado en libros colectivos de orientación predominantemente cinematográfica. Sus colaboraciones en prensa y revistas culturales son muy numerosas. En la actualidad publica regularmente en el suplemento cultural de El Norte de Castilla, La Sombra del Ciprés. También imparte seminarios en el Curso de Cinematografía que organiza la Cátedra de Cine de la Universidad de Valladolid.
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