Mirar al retrovisor
La historia y la memoria, cosas bien distintas
/por Joan Santacana/
Siempre he sabido que a la historia no se la puede confundir con la memoria. La memoria es un país ignoto, en el cual resulta difícil distinguir lo que vimos de lo que quisimos ver y si el engaño es frecuente en la vida, el autoengaño lo es más si cabe. Por todo ello, quisiera plantear una experiencia vivida en mi familia sobre la ya muy lejana guerra de Cuba; experiencia que sin duda alguna ilustra esta afirmación.
Las historias que en mi tierra se cuentan sobre Cuba son muy abundantes. Detrás de cada familia puede haber una historia antillana. El Penedés, junto con el Garraf, son tierras de indianos. Mi abuelo, conocido como el Señor Pepito, cuando yo era todavía niño explicaba muchas historias sobre la isla de Cuba. En mi casa incluso hay algunos pequeños objetos cuya procedencia, según común opinión familiar, es cubana; o mejor dicho, porcelanas chinas importadas a la Península a través de Cuba. Y también había en la casa fotografías de antepasados —habitualmente hombres— cuyo membrete nos descubría que habían sido hechas en La Habana. Alguna vez, en un viaje a Cuba, intenté hallar la calle O’ Reilly y el número 62 correspondiente al establecimiento fotográfico en donde algunos abuelos se habían hecho fotografiar.
Las historias que se contaban de Cuba traslucían, en boca del señor Pepito, un recuerdo vivo, como si de escenas vividas se tratara. Muchas de estas historias que mi abuelo contaba se referían a un extraño personaje, para mí un ser casi de leyenda, al que llamaba General Ruiz. El general Ruiz se paseaba por la mente de mi abuelo con innumerables anécdotas y detalles de supuestas heroicidades que hoy, bajo el filtro del tiempo y de la historia, hay que rebajar a la condición de pequeños golpes de mano cuartelarios. El General aparecía en la mía como un hombre alto, apuesto, con un brillante uniforme lleno de medallas, contertulio de mi abuelo y compinche de sus juegos de naipes y de dominó en el desangelado bar de la plaza del pueblo que en aquel entonces apenas habitaban unas mil quinientas almas. Yo sabía a través de estos relatos que nuestro general no era precisamente un hombre refinado o educado. Se trataba más bien de todo lo contrario: un ser algo torpe, con una cultura muy primaria, instintos algo primitivos y pocas luces intelectuales, pero —y eso no se discutía en mi casa— un hombre valiente, que había alcanzado el generalato por méritos propios, sin tener ningún tipo de estudios. Mi abuelo refería, cual, si lo hubiera vivido, defensas heroicas en medio de la selva, con pobres soldados que avanzaban en columna en medio de un territorio infestado de enemigos de todo tipo y los heroicos oficiales, como Ruiz, incluso heridos y sangrando, dirigiendo pese a todo desde sus puestos las operaciones militares. También describía el panorama de la ciudad de Santiago, con su puerto, atacado por los norteamericanos —a mi abuelo no le gustaban los norteamericanos desde entonces— y en donde los españoles resistían sin esperanzas; ciudad triste, con los comercios cerrados, sin nadie paseando por sus calles, y con negros nubarrones en el horizonte.
Así recuerdo estas historias contadas innumerables veces, alrededor de una vieja estufa de hierro, repitiéndose las mismas descripciones, casi como si se tratara de una moderna grabación de voz. Y justamente por esto, decidí investigarlo. ¿Quién era este general, héroe de mi infancia? ¿Realmente había existido, o era fruto de la invención del señor Pepito? ¿Qué hacía un general cargado de medallas en el entonces miserable pueblo de Calafell? La búsqueda fue difícil, ya que el apellido Ruiz no es precisamente poco frecuente, y tampoco lo era entre el generalato. Estuve empantanado hasta que, de golpe, vino a mi memoria el segundo apellido del general: se llamaba Ruiz Rañoy, y este segundo apellido sí que goza de la presunción de una cierta rareza. Ahora la búsqueda dio en el blanco: lo hallé en la biblioteca de la Universidad de Harvard. Allí descubrí un extraño documento, manuscrito, de un tal José Muller Tejeiro, teniente de navío y que ostentó el cargo de segundo comandante de marina de la provincia de Santiago. Era un testigo excepcional, ya que escribió un diario que tituló Combates y capitulación de Santiago de Cuba. Junto con él, también tuve la fortuna de dar con otro libro de un tal Enrique Mendoza Vizcaíno y que se titula Spanish-American War, 1898, publicado en México y del cual localicé un ejemplar en una biblioteca universitaria de California. Fue en estos dos documentos en donde pude documentar al general Manuel Ruiz Rañoy.
En realidad, cuando la guerra hispano-cubana se inició, el sujeto en cuestión no era general, sino coronel de caballería. La primera y única acción militar que se comenta de él es la conducción de una columna de soldados hacia Santiago, teniendo que atravesar zonas controladas por los rebeldes. Ruiz Rañoy hizo que la columna militar pasara por Bayano, capital de la actual provincia de Granma, que tenía un valor simbólico para los patriotas cubanos: era la ciudad en donde había nacido Carlos Manuel Céspedes, el padre de la patria cubana. En esta ciudad sonó por primera vez el himno nacional cubano. Naturalmente, hacer penetrar la columna en el interior de la ciudad era tan solo una provocación y una temeridad. Ruiz entró con seiscientos hombres de infantería y tres columnas; y dice el informe que fueron tiroteados pero que no sufrieron ninguna baja. Acamparon en el centro y tomaron el rancho en medio de un silencio sepulcral de los vecinos. Ocuparon la comandancia militar de los insurrectos, tomaron varios paquetes de archivos y correspondencia y cortaron el telégrafo. La columna continuó la marcha por la sabana del Gunábano y Chápala siguiendo la linea del telégrafo, que previamente habían inutilizado. El informe continúa diciendo que
A las seis de la mañana del 28 se continuó la operación […] sin novedad hasta la Cruz del Yarey, donde volvieron á presentarse los rebeldes, aunque con menor resistencia […] al llegar la columna á las ruinas del que fué poblado de Baire; allí esperaban apostados y rompieron, al divisar la columna, nutrido fuego de fusilería, que apagó el rápido avance de nuestra vanguardia, obligándolos á retirarse en vergonzosa y precipitada fuga. De estos encuentros resultaron el coronel don Manuel Ruiz, segundo jefe de la columna, herido, y muerto el caballo que montaba, cuatro soldados muertos y cinco heridos. Sin más novedad acampó y pernoctó la columna en Baire […] La columna volante llegó á Santiago de cuatro á cuatro y media, y el grueso, con la impedimenta, de nueve á diez de la noche. […]
Al cabo de diez días, la ciudad de Santiago se rendía con toda su guarnición. Seguidamente, la documentación de la comandancia militar fue incautada por el ejército yanqui, vencedor de la contienda, lo que explica que estos documentos hoy estén en Harvard y en California. Y es así como nuestro coronel fue ascendido a general de brigada. Repatriado, participó en los consejos de guerra que reprimieron el movimiento obrero hasta 1909 al abrigo de la llamada ley de Jurisdicciones, en virtud de la cual los militares podían juzgar en consejo de guerra todo aquello que atentara de obra o de palabra a la institución militar o a la bandera. Se supone que, como premio a tan altos servicios, Ruiz Rañoy fue nombrado comandante general de los Somatenes Armados de Cataluña, una organización civil que aglutinaba básicamente a propietarios agrarios y gente de orden, como mi abuelo Pepito: destino cómodo al que más tarde sumó diversos cargos, tales como consejero del Consejo Supremo de Guerra y Marina y posteriormente general de división, con la Medalla al Mérito de la Orden de San Hermenegildo. Además, según mi abuelo, era «gentilhombre de Su Majestad Alfonso XIII», detalle éste que no he podido comprobar.
En este cómodo destino, se casó con una mujer noble —de la rama de los marqueses de Samá— y habitó en una finca agrícola de Calafell, llamada La Sínia y a la cual él rebautizó con el nombre caribeño de Los Aguacates. Firme defensor de la monarquía y del dictador Primo de Rivera, acabó sus días, tertulia tras tertulia, jugando a cartas y vistiendo su impresionante uniforme con medallas y plumeros en el primer banco de la iglesia, en todas las fiestas religiosas del pueblo. Murió en plena dictadura primorriverista, sin llegar a ver el exilio del rey. No he podido conseguir ninguna foto suya. Descanse en paz el general Manuel Ruiz Rañoy.
Joan Santacana Mestre (Calafell, 1948) es arqueólogo, especialista en museografía y patrimonio y una referencia fundamental en el campo de la museografía didáctica e interactiva. Fue miembro fundador del grupo Historia 13-16 de investigación sobre didáctica de la historia, y su obra científica y divulgativa comprende más de seiscientas publicaciones. Entre sus trabajos como arqueólogo destacan los llevados a cabo en el yacimiento fenicio de Aldovesta y la ciudadela ibérica y el castillo de la Santa Cruz de Calafell. En el campo de la museología, es responsable de numerosos proyectos de intervención a museos, centros de interpretación, conjuntos patrimoniales y yacimientos arqueológicos. Entre ellos destaca el proyecto museológico del Museo de Historia de Cataluña, que fue considerado un ejemplo paradigmático de museología didáctica.
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