Cuentinos tristes
Hijo pródigo
/por Juana Mari San Millán/
Ansiaba tu regreso, le dijo nada más quedar a solas. Añadió con voz sumisa, como de pajarito herido o de minero con tercer grado de silicosis, que empezaba a sentirse viejo y que una angustia sin diagnóstico lo abatía. No le asustaba la cercanía de la muerte, siguió diciendo, sino la incerteza del tramo de vida pendiente, los caprichos del azar, las incontrolables correrías de la suerte, las contingencias del caimiento y de la ruina.
El lustro de ausencia del hijo, recién advenido al cabo de esfumarse en un país extranjero, lejano y poderoso, se le hizo interminable e insufrible.
A la voz queda del padre habría que adosarle la mirada perdida en una pantalla de plasma histérica y un cuerpo de derrota, inerte, apalancado en el sofá. Incapaz de mover un músculo.
No parecía de arrobo precisamente la cara del hijo, sentado en el sillón de la salita de estar en actitud de atenta escucha. Perplejidad, seguro. Compasión, quizás. Le atoraban preguntas superfluas e inevitables.
—¿Te pasa algo?
—¿Estás malo?
—¿Qué ocurrió?
—¿Algún asunto grave te preocupa?
—La luna no es la que era: lunera y cascabelera —contestó el padre—. Ya no me ensueña. Ahora me hiela la sangre. La pasión se convirtió en pingajo. El tabaco no me sacia. La villa de mis desvelos sestea. La ilusión se me amustió en los brazos. La parentela se muere al ritmo inclemente en que pierdo la noción de los nombres. Las amistades caducan. La maciza capacidad de raciocinio se tornó líquida en general. El frío y la humedad acamparon en los huesos. Un acufeno rabioso percute, martillea sin parar en mi oído izquierdo. De mi encía cimera cuelga media dentadura protésica. Brotan ronchas en mis piernas y las surcan varices. Se me entelan y me lloran los ojos… El espejo de una vida —la mía en particular—, si me paro a pensarla dos veces, emite reflejos inconsistentes.
No esperó más el hijo. Se levantó del sillón de golpe, como si le hubieran asestado un latigazo vigoroso o le hubiera dado un calambre. Supo entonces el hijo pródigo que la vuelta a la casa del padre destapaba una amalgama de síntomas descorazonadores, un gurullo de sensaciones terminales de extrema aflicción.
Y escondía ese regreso a la casa del padre un propósito inadvertido, ignorado, que lo pilló desprevenido: abrazar a un guiñapo.
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