Diario de Tierra Santa /4
Domingo, 10 de marzo de 2019
Kinneret
/por Pablo Batalla Cueto/
En hebreo, kinnor significa «arpa». En el Antiguo Testamento se la menciona 42 veces, y ha solido calificársela como el instrumento nacional del pueblo judío. Era el predilecto para acompañar el canto en el Templo durante la época de los Reyes; el rey David la tocaba, se cuenta, con maestría; y de ella se decía que su sonido provocaba inmediatamente la alegría. Más tarde, kinnor pasó a significar también «violín», un instrumento del que parece ser que su invención debe agradecérsela el mundo a los judíos sefardíes: según dejó demostrado en los años ochenta Roger Prior, de la Universidad de Belfast, el instrumento antecesor del violín, la viola da gamba, surgió en España poco antes de la expulsión de los judíos en 1492 y seguidamente fue llevado a Italia por los expulsos, no tardando mucho en convertirse en el violín moderno. Más tarde lo adoptarían también con entusiasmo los judíos ashkenazíes, que lo utilizarían para alegrar bodas y nacimientos. En el siglo XIX, muchas aldeas de la llamada Zona de Residencia (la del Imperio ruso fuera de la cual los judíos tenían prohibido radicarse) albergaban escuelas de música en las que los niños aprendían a tocar el violín desde temprana edad. Y a finales de la centuria, Scholem Aleijem, un popular escritor y humorista judío ruso, escribió una serie de historias protagonizadas por un personaje llamado Tevie el lechero que más tarde, en 1964, se convertirían en el famosísimo musical El violinista en el tejado, sobre el que Gustavo D. Perednik tiene escrito esto: «Un violinista como representativo del destino hebreo es muy atinado. En el remolino de la historia, el judío se encarna en quien se esfuerza por destilar armonía a pesar de su precaria ubicación en un tejado, lo que exige habilidad para el equilibrio e inveterado optimismo».
En general, los judíos han mantenido siempre una relación intensa y especial con la música. Josef Jacobs, que en 1886 publicó un libro titulado La distribución comparativa de la habilidad judía en el que teorizaba sobre cuatro preeminencias de los judíos, consideraba la música una de ellas y la atribuía a «el carácter hogareño de la religión judía, que necesariamente hace que la música forme parte de sus hogares» (las otras tres eran la metafísica, la filología y las finanzas; las dos últimas impuestas, decía Jacobs, por el medio circundante; la primera, como la música, debida a un impulso interno de la cultura judía). El Antiguo Testamento está lleno también de referencias a música y a instrumentos musicales: desde las trompetas con las que Josué derruye los legendarios muros de Jericó hasta las cítaras que los judíos exiliados en Babilonia colgaban de los sauces de las orillas de los canales junto a los que se sentaban a llorar «con nostalgia de Sion». Y del Templo cuentan las Escrituras que solía albergar verdaderas explosiones de música: «Y los levitas cantores, todos los de Asaf, los de Hemán y los de Jedutún, juntamente con sus hijos y sus hermanos, vestidos de lino fino, estaban con címbalos y salterios y arpas al oriente del altar; y con ellos ciento veinte sacerdotes que tocaban trompetas», registra por ejemplo 2 Crónicas 5:12.
El rabino Najmán de Breslavia explicaba en el siglo XVIII que la música es el medio más directo para acercarse a Dios; y la filosofía jasídica teoriza que cada alma humana posee su propia melodía antes de descender a este mundo, pero la existencia física ahoga esa canción original bajo varios estratos de ruido y estrépito, y es nuestra tarea esforzarnos en apartarlos para acceder de nuevo a nuestra sinfonía interior. Dicen también los sabios judíos —y qué hermoso— que la música, cualquier música, nos conecta con el Jardín del Edén, lugar primigenio del pleno autoentendimiento: no en vano las palabras nigun («melodía») y gan («jardín») están etimológicamente emparentadas y remiten a ganan («jardinero»). La música es al espíritu lo que un jardín cuidado es a la materia: una victoria humana sobre el caos y la furia. Y tal como algunas filosofías orientales cantan las bondades del cultivo de jardines como sostén y posibilitador de la meditación profunda, los profetas judíos utilizaban la jardinería espiritual de la música para alcanzar el nivel de simja («felicidad») necesario para penetrar en los arcanos de la profecía. La música retira los klipot («estratos») que rodean el mundo como las capas de una cebolla y descubre la esencia de la verdad. Hay diez canciones primarias en el mundo y nueve ya han sido reveladas: la décima lo será por el Mesías prometido.
La estrella era, sí, el kinnor, en cuyas cuerdas reunidas y coordinadas veían los judíos una alegoría de la comunidad de la oración, y al que la Biblia señalaba como ideal para intensificar el éxtasis del rezo expulsando del cuerpo los demonios interiores. Prendados de él, los judíos adivinaban su forma por doquier, y cuando repararon en la del lago que en español conocemos como mar de Galilea —redondeado de una redondez ancha por el norte y estrecha por el sur—, la equipararon también a la del kinnor. El nombre hebreo de esta venerable masa de agua, que alimenta y es alimentada a la vez por el río Jordán, sigue siendo mar de Kinneret.
Es allí que nosotros nos dirigimos hoy desde Nazaret. Distintos lugares de interés se acomodan a sus serenas orillas, y particularmente tres: los restos arqueológicos de Cafarnaúm —el hogar de Jesús durante el período más importante de su apostolado en Galilea—; el lugar llamado Tabgha, solar de sendas iglesias católicas llamadas de la Multiplicación de los Panes y los Peces y de la Primacía de San Pedro respectivamente, y el Monte de las Bienaventuranzas, situado justo encima. Nuestro plan es visitarlos todos y, además, y puesto que la combinación más rápida de autobuses nos obliga a detenernos allá dos horas, la ciudad de Tiberíades, renombradamente fea y ejemplo viviente de los estragos del desarrollismo, pero que ofrece pese a todo al turista algunos atractivos y entre ellos el sepulcro del más grande de los sabios judíos, sefardí para más señas, cordobés para más aún: Maimónides.
Hay mucha historia en este lago, y muy antigua; tanto como puede serlo la historia de un lugar. Uno de los más viejos asentamientos humanos conocidos se ubica aquí: se trata de una aldea del período natufí del Paleolítico Superior situada a tres kilómetros tierra adentro del kibutz Ein Gev, uno de los varios que puntean la orilla del lago. Éste, más tarde, formó parte de la Via Maris, la ruta comercial que conectaba Egipto con Siria, Anatolia y Mesopotamia; y después, griegos, asmoneos y romanos irían fundando en sus orillas varias ciudades florecientes. Tiberíades, fundada por Herodes Antipas en el año 20, y que recibió ese nombre en honor del emperador Tiberio, fue una de ellas.
El viaje desde Nazaret es corto: unos cuarenta minutos en autobús; autobús que en nuestro caso conduce un hombre joven del que nos llama la atención la estampita de la madre Teresa de Calcuta que lleva prendida de la luna del vehículo. Debe de tratarse —deducimos— de uno de los muchos árabes cristianos de la zona. El origen de éstos es tan antiguo como el propio cristianismo: Pablo de Tarso predicó, entre otros lugares, en la península arábiga tras su conversión, y hay quien sostiene que el primer emperador romano cristiano no fue Constantino el Grande, como se suele creer, sino Filipo el Árabe. Hoy, en el Estado de Israel, viven unos 122.000 de estos árabes cristianos.
Volvemos a pasar por Nazaret Ilit, donde se montan varios militares jóvenes: una chica pelirroja, dos morenas y un chico enclenque y pálido, lo que nos llama la atención. Nos la ha llamado ya varias veces a lo largo de lo que llevamos de viaje la enorme diversidad de tipos de los jóvenes reclutas: los hay miopes, gordos, escolióticos… Para todas las complexiones parece haber hueco en este Ejército permanentemente movilizado y en las trincheras y casamatas de esta guerra interminable.
La llegada a Tiberíades es una experiencia singular: un largo descenso en el que, como en todo el valle del Jordán —la depresión más profunda existente en la Tierra— se franquea hacia abajo el nivel del mar, lo que provoca que los oídos se taponen de golpe. La altitud de la ciudad es exactamente -200 metros. Y ésta parece rodeada de colinas, y en realidad lo está, pero la altura de las cumbres de esas colinas ronda los 0 metros. Una señal al lado de la carretera avisa de hecho, bastante antes de finalizado el trayecto, de que el nivel del mar se ha traspasado.
La ciudad es efectivamente fea; fea al nivel de las fealdades que sendas humoradas asturianas señalan como las antonomásicas: la de una nevera por detrás y la de un coche por debajo. Tiberíades tuvo que ser una localidad hermosa; así lo atestiguan, de hecho, las postales antiguas, pero la vorágine de desarrollismo turístico que en tiempos prendió un poco en todas partes adquirió aquí particulares hechuras de una religión horrílatra que hiciera de los bloques de pisos monstruosos y los hoteles elefantiásicos sus catedrales; su credo, del libertarianismo edilicio y de la estridencia, y su liturgia, de una borrachera de confusiones del puede construirse con el debe; la misma que en España irguió hosteleros leviatanes en medio de reservas naturales protegidas, coquetos cascos históricos o primeras líneas de playa. Aquí, la mezquita Al-Amari, en ruinas, lleno su interior de basura y tomada por los matojos que arraigaron entre los recovecos de sus destartalados sillares, eleva su minarete obstinado en medio de una ténebre placita rodeada de torres y tomada por anodinos cafés, tiendas y uno de los supermercados más grandes de la ciudad; y la maleza lame también el monasterio ortodoxo de los Doce Apóstoles, mejor conservado pese a todo, pero al que también devastan el encanto los bloques omnipresentes. Tiberíades transmite además una sensación general de profunda decadencia; de una edad de oro periclitada. Yo he tenido esa sensación de hallarme en una especie de Benidorm postapocalíptico en otra ocasión: fue en Viña del Mar, en Chile, también ella una meca del turismo hortera de los setenta y también ella actualmente un remedo urbanístico de la Norma Desmond de El crepúsculo de los dioses, enajenadamente abrazada al cadáver de su estrellato.

La cuestión es que este engendro penoso sigue siendo uno de los lugares más santos del judaísmo. Cuatro grandes rabinos están enterrados aquí: Meir Ba’al HaNess, un sabio del siglo II; Akiva, profesor del primero; Yohanan ben Zakai, del siglo I, y sobre todo Rambam, nombre por el cual los judíos suelen referirse al gran Maimónides. Se dice mucho de Jerusalén, pero probablemente en ningún lugar de Israel como en Tiberíades convivan en de manera tan desconcertante lo más sacro y lo más profano. «Si se reuniera un equipo estelar de los pensadores judíos más influyentes de todos los tiempos, los cuatro rabinos mencionados a continuación seguramente estarían en él», dice, burlona, nuestra guía antes de enumerar los cuatro santuarios. Y para adquirir idea cabal, facilitada por equiparaciones cristianas y españolas, de lo que significa que esos grandes sabios descansen en una ciudad como ésta, tenemos que imaginarnos algo así como que el sepulcro de Santiago Apóstol estuviera en medio del parking de una macrodiscoteca de Torremolinos.
Dos de los sepulcros se hallan a las afueras de la ciudad. Nosotros visitaremos los otros dos, juntos, no lejos del centro, en la calle Ben Zakai: el del propio Ben Zakai y el de Maimónides.
La historia de Yohanan ben Zakai es la de cómo el judaísmo superó el trauma de la destrucción del Segundo Templo por orden del emperador Tito. Zakai, discúpulo del gran sabio Hilel, era un hombre realista, y había huido en secreto de la Jerusalén asediada después de ver fracasar sus angustiados intentos de convencer a sus compatriotas de abordar una solución negociada con los romanos. Hizo circular el rumor de su muerte y seguidamente fue sacado de la ciudad en un féretro que los romanos no abrieron. Seguidamente, corrió a allegarse ante el general romano Vespasiano y se ganó su simpatía, lo que, en cuanto Vespasiano fue nombrado emperador, significó para el rabino la obtención del permiso para establecer una academia en la ciudad de Yavné; academia que se convirtió en el nuevo centro espiritual de la Palestina judía. Allí, Zakai, dándose cuenta de que la desaparición del Templo era irreversible, se consagró a desarrollar un judaísmo renovado adaptado a la nueva realidad que suponía la imposibilidad de orar, ofrecer sacrificios animales o celebrar las fiestas en la destruida Jerusalén. Su convicción fundamental era que el Templo debía ser rememorado; que debía no convertirse en un recuerdo remoto, sino seguir siendo una presencia viva en la existencia judía, pero que al mismo tiempo era preciso articular un judaísmo que no requiriera un Templo físico y pudiera florecer sin necesidad de soberanía política o de una estructura religiosa centralizada.
El hallazgo a que Zakai se condujo a través de estas convicciones fue un judaísmo cuya vía principal de interlocución con Dios no eran ya los sacrificios, sino la oración, que en última instancia no requiere despliegue logístico alguno para llevarse a cabo y puede realizarse en cualquier lugar y circunstancia. Zakai elevó asimismo la condición de una institución que había existido ya antes de la destrucción del Templo como espacio alternativo, pero de segunda categoría, para la lectura colectiva de las Escrituras y la oración comunitaria: la sinagoga, convertida ahora en un Templo en miniatura que podía fundarse en cualquier parte, allá donde hubiera judíos, y donde, con la salvedad de los sacrificios, podrían llevarse a cabo todos los rituales del viejo Templo y también recordarse éste de otras maneras. Así, por ejemplo, la liturgia matrimonial judía sigue colocando una pequeña cantidad de ceniza en las cabezas de ambos novios a fin de recordarles simbólicamente que su propia alegría no puede ser mayor que el duelo eterno por la destrucción de Jerusalén. Y otra antigua costumbre judía es dejar, en el hogar, un trozo de pared interior sin pintar, lo que tiene el mismo propósito: recordar cada día, y no dejar de hacerlo, la destrucción del Templo.
El nuevo judaísmo así desarrollado significó un verdadero giro copernicano en la historia de las religiones en general: por primera vez, la sacralidad dejaba de asociarse a lugares concretos e inamovibles y pasaba a ser trasladable de un sitio a otro, por así decir; a desenvolverse en espacios que de sagrado sólo tenían el uso que se les daba. Y la misma idea de rechazo de las fijezas geológicas de lo sacro animaba el otro gran aporte de Zakai: la entronización de la Ley, también ella convertida en una suerte de Jerusalén portátil que podría regir minuciosamente la vida de los judíos en cualquier antípoda a que los huracanes de la diáspora los transportase. De la ley escrita y también de la oral, de la cual Zakai impulsó la codificación y su perfeccionamiento como desarrollo práctico del corpus mosaico, lleno de contradicciones y lagunas que se resolvían así.
Zakai, por cierto, es despreciado por una parte del sionismo —tanto del de derechas como del de izquierdas— que rechaza la visión tradicional de Ben Zakai como salvador del judaísmo y lo considera, en cambio, un traidor que asumió resignadamente y, lo que es peor, validó la desvinculación de los judíos de su tierra ancestral.
La primera conclusión de aquel proceso de codificación de la ley oral fue la Mishná, editada en su forma final en el siglo III por el rabino Yehudá Hanasí (y que más tarde será complementada por la Guemará, junto con la cual formará el Talmud —la ley oral—, que junto con la Torá —la ley escrita— forma la Halajá). Y ello nos conecta con el otro gran sabio ante cuyo sepulcro nos encontramos: Moshe ben Maimón, nacido en la Córdoba almorávide en 1138 y que descendía por vía paterna de un copetudo linaje rabínico que reclamaba a Hanasí como ancestro remoto. En 1160, la familia —que había simulado convertirse al islam para sortear las arreciantes persecuciones antijudías— cruzó el Estrecho y se estableció en Fez, la capital almohade; y más tarde, temiendo de nuevo por su vida como resultado de un recrudecimiento de la fiscalización de la vida de los conversos en aquella ciudad, embarcó hacia Tierra Santa. Se establecieron en Acre y más tarde se trasladaron a Egipto; a El Cairo concretamente, donde Maimónides se consagró a la práctica y la enseñanza de la medicina, adquirió enorme fama como galeno y llegó a ejercer como tal en la corte del visir Saladino y más tarde en la de al-Fadl, hijo mayor de aquél.
Entretanto, Maimónides dedicaba su tiempo al estudio y a la escritura, practicados con auténtica voracidad. De medicina escribió varios tratados, tales como un Tratado de los venenos y los antídotos, una Guía de la buena salud o una Explicación de las alteraciones, en los que defendió planteamientos muy avanzados que podrían etiquetarse como una suerte de humanismo médico. A su juicio, la enfermedad, cualquier enfermedad, no era una singularidad delimitable para la que cupiera un único tratamiento universal, sino que tenía necesariamente que ver con toda una serie de factores particulares del enfermo. «El médico no debe tratar de curar la enfermedad, sino al enfermo», afirmaba Maimónides. No hay —sostenía— dos enfermos iguales, y en consecuencia, era importante que el médico trabara una relación personal con su paciente y que se preocupara de conocer su entorno y de interlocutar con sus familiares y amigos a fin de detectar qué factores concretos habían podido provocar su dolencia. También debía el galeno para Maimónides, si su paciente era pobre, proveerle los alimentos y medicamentos necesarios para que recobrase la salud. Coherente con estos principios, Maimónides ofrecía su consulta médica no sólo a los miembros de la corte, sino también a los menesterosos de El Cairo.
Pero lo que hizo pasar a Maimónides a la historia no ya del judaísmo (de él se llegará a decir que «mi-Mosé ‘ad Mosé lo qam ke-Mosé», es decir, «desde Moisés hasta Mosé [ben Maimón] no hubo otro igual»), sino de la filosofía universal, fueron sus trabajos filosóficos, escritos con un objetivo fundamental: el de armonizar fe y razón, lo que ya representaba algún problema en aquel siglo que había redescubierto a Aristóteles.
A juicio de Maimónides, entre fe y razón no podía haber contradicciones, pues en definitiva, ambas poseen un mismo origen: la fe se fundamenta en las verdades reveladas por Dios y la razón en las que el conocimiento humano, potencia derivada de Dios, descubre por sí mismo. Estaba convencido asimismo Maimónides de que, junto con la revelación puesta por escrito, los grandes profetas habían recibido oralmente revelaciones de carácter filosófico que se habían ido transmitiendo de generación en generación, pero habían acabado perdiéndose. Más tarde, el supuesto conflicto entre religión y filosofía se había originado a raíz de una mala lectura de la Biblia. En su opinión, ésta no debía ser leída literal, sino alegóricamente. Era preciso —escribirá en la Guía de los perplejos, su obra maestra, escrita entre 1185 y 1191—
explicar las alegorías ocultas que encierran los Libros Proféticos, sin que esté claro que sean alegorías, y que el ignorante o el irreflexivo toman en su sentido literal, sin tener en cuenta el sentido profundo. No obstante, si el verdaderamente instruido las examina y considera en su sentido literal, se sumirá en honda perplejidad; pero si le explicamos esa alegoría o le advertimos que se trata de una expresión parabólica, se verá aliviado y libre de tal perplejidad.
Para Maimónides, el problema estribaba en ciertos antropomorfismos que en la Biblia, mal interpretados, conducían a una idea errónea de Dios. Explicaba el filósofo que los textos sagrados se habían valido de ellos («el brazo de Dios», «la ira de Dios», el hombre creado «a imagen y semejanza» de Dios, etcétera) a fin de resultar accesibles para todos los seres humanos de cualquier tiempo, pero que en realidad es incorrecto aplicar a Dios atributos positivos, pues todos ellos suponen cambio, pluralidad o género y ponen por tanto en peligro la idea de Unidad de Dios. Dios no desciende ni sube, no se levanta ni se sienta, no siente ni mira, no habla ni calla: es la simplicidad llevada a su último extremo, y en última instancia, incluso llamarlo Uno es «idólatra e impreciso», por cuanto implica aplicarle la categoría de cantidad. Del mismo modo, decir que Dios «conoce» lo reduce a la percepción intelectiva propia de sus criaturas; y decir que «existe» circunscribe su ipseidad al modo en que acontece lo creado. Ni siquiera puede decirse que Dios es eterno, pues incluso así se lo sometería al tiempo: lo que está libre de la determinación temporal no puede decirse verdaderamente que sea eterno. En realidad, el lenguaje humano es incapaz de expresar lo ilimitado sin limitarlo. La esencia de Dios trasciende cualquier categoría y definición; su hermosura nos deslumbra y Él «se oculta de nosotros por la intensidad misma de su manifestación, [tal] como el Sol se encubre a los ojos demasiado débiles para contemplarle». Todo lo que digamos sobre Él, aun para magnificarlo y ensalzarlo, será una ofensa: «Si un rey mortal tuviera millones de monedas de oro y se le ponderaran como de plata, ¿no constituiría una ofensa?». En consecuencia, con respecto a Dios, sólo el silencio es en realidad un acercamiento preciso. Lo único que cabalmente podemos expresar los seres humanos con nuestros pobres idiomas es nuestra certidumbre acerca de la inconcebibilidad de que Dios no exista, desplegada si acaso en una acumulación, lo más grande posible, de atributos negativos; de enumeraciones de lo que Dios no es que sí pueden ser razonablemente válidas, pues retiran de la divinidad las imperfecciones y los límites que hallamos en las criaturas. Maimónides lo explicaba con ejemplos como éste:
Supón un hombre que sepa que existen los navíos, pero sin saber si la cosa a la que se da este nombre es una sustancia o un accidente; después, otro individuo que haya reconocido que no es un accidente; otro después, que no es un mineral; otro, que no es un animal; otro, que tampoco es un vegetal todavía clavado a la tierra; otro, que tampoco es un solo cuerpo que forme un conjunto natural; otro, que tampoco es una cosa de forma plana, como las tablas y las puertas; otro, que tampoco es una esfera; otro, que tampoco es una cosa cónica; otro, que tampoco es una cosa circular, ni una cosa de lados planos, y otro, que no es tampoco un sólido macizo. Es claro que este último habrá llegado, poco más o menos, por medio de esos atributos negativos, a figurarse el navío tal como es, y se encontrará, en cierto modo, al nivel del que se lo figura como un cuerpo de madera, hueco, oblongo y compuesto por muchos trozos de madera y se lo representa por medio de atributos afirmativos. En cuanto a los precedentes de que hemos hablado en nuestro ejemplo, están cada uno más lejos que el que le sigue de hacerse una idea de un navío, de suerte que el primero de nuestro ejemplo no sabe de él más que el nombre.
¿Se debía considerar entonces que las Escrituras, llenas de referencias a esos atributos positivos de la divinidad que Maimónides rechazaba, no eran verdaderas? A juicio del filósofo, no: la cuestión era interpretar alegóricamente aquellos pasajes que plantearan problemas a la razón, pero eso no debilitaba la fortaleza de los textos, sino que, muy al contrario, los convertía en una invitación constante a un esfuerzo del intelecto, y así, en una suerte de trampolín para acercarse a Dios mucho más de lo que posibilitarían unos textos que debieran ser leídos literalmente.
Maimónides también se adentró en el viejo dilema de la teodicea, esto es, la desconsolada pregunta de cómo puede ser que un dios omnipotente y misericordioso permita la existencia del mal en la Tierra. El sabio cordobés lo resolvía a través del manido subterfugio del libre albedrío, según el cual, pese a que el gobierno de Dios se extiende a todo lo creado, en los actos humanos sólo interviene mediante un influjo interior de amor y temor, que deja intacta la libertad. Dios, concluía, no había creado el mal, sino sólo el bien, y aquél no es otra cosa que la ausencia de éste; y sostenía también Maimónides que el mal presente en los seres humanos procede invariablemente de sus atributos individuales, mientras que el bien proviene de una humanidad universal compartida. Por otro lado —y esto es quizá lo más interesante de su pensamiento a este respecto—, se oponía apasionadamente a aquéllos que consideraban que hay más mal que bien en el mundo:
Se han suscitado muchas veces en el espíritu de personas poco instruidas —escribía— pensamientos que les hacen creer que hay más que bien en el mundo; y se encuentra en las poesías y cnciones de los paganos la idea de que es como por milagro si se verifica algo bueno, en vez de que los males son ordinarios y continuos. No sólo se ha apoderado este error del vulgo, sino que los que quieren pasar por sabios han caído también en él. Un autor célebre, llamado al-Rasi, en su Sepher Elobuth o Teosofía, ha sentado, entre otros muchos absurdos, que hay más males que bienes, y que comparando los entretenimientos y los placeres de que el hombre goza en el tiempo de tranquilidad, con los dolores, los tormentos, las turbaciones, las faltas, los disgustos, las penas y las aflicciones con que se ve abrumado, resultará que nuestra vida es un gran mal y una verdadera pena que se nos ha impuesto para castigarnos.
Para el sabio cordobés, la causa de este error estribaba en la egolatría de suponer que la naturaleza sólo había sido creada para uno y en no tomar en cuenta todo aquello distinto de la propia persona, lo que conduce a imaginar que cuando sucede alguna cosa contra el gusto de uno, todo marcha mal en el Universo. El hombre —replicaba Maimónides, darwinista muy avant la lettre— es una figura demasiado insignificante en el gran concierto de la creación divina como para considerarla su fuerza más característica. Al Universo —defendía— había que juzgarlo como un todo, y si se hacía así, se descubriría que el bien era abrumadoramente predominante.
¿Qué hubiera escrito Maimónides sobre el mal —me pregunto— de haber conocido Auschwitz?
Bien: de estos dos grandes sabios hebreos es este sepulcro doble en el que nos encontramos, y que Raquel y yo visitamos por separado, toda vez que, como es propio de los santuarios controlados por ultraortodoxos, incluido el Muro de las Lamentaciones de Jerusalén, una valla de madera diferencia sendas zonas para los visitantes masculinos y las femeninas, obligadas a dividirse. Los hombres debemos llevar además la cabeza cubierta, para lo cual se ofrecen en la puerta, en un cajón de madera, unas sencillas kipot de tela; cajón cuya presencia yo, sumido en mi despiste habitual, no advierto al entrar, lo que hace al conserje correr azorado hacia mí con una kipá en la mano.
El sepulcro de Maimónides está cubierto por una cúpula rematada por una especie de corona, más bien fea, de afilados picos metálicos de color blanco; y el de Yohanan ben Zakai, por una más sencilla estructura plana. Varios carteles azules en hebreo e inglés resumen aquí y allá la vida y la obra de los ilustres sepultos. También hay sillas de plástico que la gente utiliza para sentarse a rezar al lado de la tumba y unos estantes con libros para tomar a voluntad, imagino que con el mismo fin.
De los sepulcros de los sabios nos dirigimos a la estación de autobuses, donde tomamos uno a Cafarnaúm: apenas veinte minutos de trayecto por una carretera que corre paralela al lago y que nos hace atravesar algunos kibutzim, las renombradas comunas agrícolas que tanto fascinaron en tiempos al socialismo mundial. El primer kibutz de todos nació justamente a orillas del mar de Galilea: fue el Degania, fundado en 1910 y que lleva muy a gala haber acogido en diferentes momentos a tres grandes héroes del Estado de Israel: David Ben Gurión; Moshé Dayán, héroe de la guerra de los Seis Días, que de hecho nació en él, y el pionero y mártir sionista Joseph Trumpeldor.
El surgimiento de los kibutzim está vinculado a dos grandes figuras de la izquierda sionista: Aaron David Gordon y Dov Ber Borojov, ambos de origen ruso y cuyas ideas, aunque provenían de veneros muy distintos —Bórojov era marxista; Gordon, más bien un anarquista, seguidor de las teorías pacifistas y cooperativistas de su admirado Tolstói, armonizadas con un nacionalismo romántico de inspiración narodnik—, acabaron convergiendo de algún modo a partir de una serie de puntos en común. Sobre todo, ambos creían en la necesidad del pueblo judío, apartado históricamente del trabajo manual por las leyes antisemitas de los países en los que habían ido viviendo, de vincularse al campo y a las labores agrícolas. El enfoque era, con todo, distinto. El de Gordon era de tipo espiritual: creía en una vinculación telúrica entre el ser humano y la tierra de su nación y que sólo la práctica de la agricultura anudaba genuinamente ese vínculo. «Venimos a nuestra patria —escribió en una ocasión— para ser plantados en nuestro suelo natural, del que fuimos desarraigados; para clavar profundamente nuestras raíces en sus sustancias nutricias y para estirar nuestras ramas en el aire sustentador y creador y la luz solar de la Patria […] Aquí, en Palestina, está la fuerza que atrae todas las células desperdigadas del pueblo para unirlo en un organismo nacional viviente».
El enfoque de Borojov, sin embargo, se adscribía al más estricto orden material y quedó condensado en un trabajo de 1905 titulado La cuestión nacional y la lucha de clases, escrito a modo de réplica al rechazo que en la socialdemocracia rusa concitaba entonces el nacionalismo judío, del que se entendía (lo entenderá, por ejemplo, Rosa Luxemburgo, judía de origen) que desviaba la atención de los trabajadores hebreos de su deber de luchar contra el capitalismo y el antisemitismo en los países en que vivían y que, por otro lado, significaba aceptar implícita o explícitamente la idea de que los judíos y los no judíos no podían vivir juntos y en armonía, como iguales. Las aportaciones de Borojov en aquel libro inspirarán años más tarde a los movimientos de liberación nacional tercermundistas; y lo harán porque Borojov establecía una sugestiva distinción entre países centrales y países periféricos: en los primeros, la objeción de los socialdemócratas rusos era a su juicio inapelable; pero a los segundos los caracterizaba una estructura social «anormal» que introducía un factor de distorsión por mor del cual, en ellos, el desarrollo de la conciencia nacional no sólo no negaba, sino que podía acompañar, el de la conciencia social. Los judíos eran una de esas periferias: la historia los había arrinconado abrumadoramente a los márgenes de la vida económica de los países a los que habían tratado, sin éxito, de asimilarse, y que los habían condenado a desplegar sus energías sólo en actividades del sector terciario tales como el préstamo financiero o el pequeño comercio, y no en el sector primario ni en el secundario. Incapaces por tanto de competir en igualdad de condiciones en economías dominadas por no judíos, y despertadores del monstruo del antisemitismo allá donde iban debido a la naturaleza de esas actividades que los hacían ser identificados como usureros, avaros, etcétera, a los judíos no les era dado, en consecuencia, adquirir una conciencia de clase proletaria propiamente dicha. Sólo si conformaban un Estado propio en el que sí pudieran ser trabajadores y granjeros la adquirirían; ello los abocaría a la lucha de clases y, a la postre, a conseguir una sociedad socialista.
En principio, ese Estado judío animado por principios marxistas podía conformarse en cualquier sitio; y de hecho, sectores del sionismo socialista llegaron a abrazar proyectos de construirlo en lugares como Uganda. Pero Borojov también fue audaz en justificar en términos marxistas, y no emocionales, ni religiosos, ni históricos, que el solar del nuevo Estado judío debía ser Palestina: sólo allí —sostenía— los judíos no encontrarían una resistencia unida y organizada a su presencia, pues —creía y afirmaba— la población del lugar (población cuya existencia él, a diferencia de otras corrientes del sionismo, no negaba) no era «una nación única, ni constituirá una nación única por mucho tiempo», sino que era en cambio «incapaz de unirse en un acto organizado de resistencia a influencias externas», no estaba preparada para la «competición nacional y su competición tiene un carácter individualista y anárquico» y sí, sin embargo, para adaptarse «fácil y rápidamente a cualquier modelo cultural más alto que el suyo traído de fuera». El ideal borojoviano no era un Estado judío homogéneo, sino uno en el que los judíos lideraran transformaciones que implicaran y beneficiaran también a la población local. Borojov predecía que, a la larga, «los habitantes de Eretz Yisrael se adaptarán al tipo económico y cultural que consiga una posición económica dominante en el país [… y] se asimilarán económica y culturalmente con cualquiera que traiga orden al país, asuma quien asuma el desarrollo de las fuerzas productivas de Eretz Yisrael»; tanto más cuando «la población local de Eretz Yisrael […] está más cerca de los judíos en su composición racial que cualquier otro de los pueblos semíticos [… y] todos los viajeros turistas confirman que, exceptuando su uso del árabe, es imposible distinguir a cualquier respecto a un porteador sefardí de un simple trabajador o campesino [árabe]».
Con estos mimbres se tejió el cesto del movimiento kibutz. Degania fue tomado como modelo para los subsiguientes, adscritos a diferentes tipologías, pero con un ideal igualitarista común acogido al famoso principio marxista de «de cada cual según su capacidad, a cada cual según sus necesidades». En los kibutzim arquetípicos no hay propiedad privada: todo ingreso generado va a parar a una caja común, cada familia recibe un salario proporcional a su número de miembros y todas las decisiones se toman a través de la democracia directa participativa, lo que es posible merced al tamaño de las cooperativas, que nunca superan los mil miembros. Los miembros del kibutz —que se refieren unos a otros como haverim, «compañeros»— almuerzan juntos en un gran comedor comunal, llevan la misma ropa y comparten la responsabilidad de la crianza de los niños y la puesta en marcha de programas culturales y otros servicios sociales. También deciden en común la admisión o no de nuevos miembros, aunque hay que decir que de ello se deriva una de las sombras del movimiento, que alguna que otra tiene: casi ningún kibutz ha admitido jamás a árabes musulmanes en su seno. El Movimiento Kibutz, el más importante con mucho de los que coordinan los kibutzim israelíes —reúne 230 de las 270 cooperativas actualmente existentes—, no admitió a uno en una de sus cooperativas hasta 2008, y aun en aquel caso se trató de una decisión calificada explícitamente de excepcional. De hecho, los kibutzim han solido construirse en zonas fronterizas o de mayoría árabe como parte de los sucesivos programas de judaización de Palestina; e incluso el movimiento marxista-sionista Hashomer Hatzair, partidario de la partición de Palestina en dos Estados, ha rechazado siempre la admisión de árabes en sus kibbutzim.
El movimiento se desarrolló vigorosamente en la primera mitad del siglo XX y no dejó de hacerlo tras el nacimiento del Estado de Israel, muchos de cuyos líderes políticos y militares pasaron en algún momento por un kibutz. En 1950, 67.000 israelíes vivían en kibutzim: alrededor de un 7,5 por ciento de la población del país, y el número siguió aumentando en años subsiguientes hasta alcanzar un cenit en 1989. Aquel año, 129.000 personas vivían en 270 kibutzim. Y éstos concitaban la atención del mundo entero y particularmente de la izquierda global, que veía en ellos el prodigio de una utopía socialista llevada a práctica sin perversiones autoritarias. El gran intelectual marxista italiano Toni Negri vivió en uno durante un año, entre 1953 y 1954, y el líder socialista estadounidense Bernie Sanders trabajó también en un kibutz, el Shaar Ha’amakim de Haifa, durante los años sesenta.
Hubo una crisis fuerte de los kibutzim en los años ochenta y noventa debida a diversos factores: en primer lugar, la crisis económica mundial, que afectó fuertemente a Israel y arruinó muchas cooperativas, algunas de las cuales, además, habían tomado decisiones económicas equivocadas que agravaron la bancarrota. Por otro lado, la crisis paralela, mundial y nacional a la vez, de la izquierda política, el decantamiento de la hegemonía sociopolítica a favor de la derecha y el asedio cultural del consumismo y el individualismo fueron asfixiando asimismo a los kibutzim, crecientemente extravagantes en un mundo que camina en la dirección contraria, y que en consecuencia fueron dejando de concitar el interés de los jóvenes.
Todo hay que decirlo, en algún caso, la crisis de los kibutzim también se debió al justo descrédito de algunas de las expresiones más extremas del igualitarismo, tales como la práctica, polpotiana casi, de separar a los recién nacidos de sus madres y su envío a habitaciones grupales conocidos como casas de los niños, donde vivían separados de sus familias (éstas sólo podían verlos entre dos y cuatro horas al día) y que los adultos del kibutz se turnaban para vigilar. El propósito era loable y de inspiración fundamentalmente feminista: se trataba de evitar que la cabra tirase al monte, la crianza acabase recayendo fundamentalmente en las mujeres y hombres negligentes y autoritarios plantaran en las tiernas cabezas de los infantes la semilla de aquella sociedad que los kibutzim trataban justamente de superar. La cuestión es que con esto de la crianza colectiva acabó sucediendo lo que muchas veces ocurre con el utopismo de izquierda: la práctica marchó por derroteros distintos de los de la resplandeciente teoría y con el tiempo se comprobó que aquello, si bien pudo ser positivo para hijos de padres poco ejemplares, desataba en otros muchos casos pavorosos problemas psicológicos tanto en los bebés como en sus progenitoras, tanto más cuanto que la condición humana es la que es, los niños pueden ser espontánea y extremadamente crueles y el bullying al gordo, al miope, al lento, al sensible, solía estar a la orden del día en aquellas casas de los niños en las que también se dieron casos sonados de abusos sexuales perpetrados por los vigilantes adultos.
Sea como sea, los kibutzim acabaron superando aquella crisis, y hoy, de hecho, el movimiento goza de buena salud, con más de cien mil miembros; pero ese restablecimiento se logró al precio de la desnaturalización: la mayoría de los kibutzim abordó privatizaciones parciales o totales y abandonó los ideales igualitarios más puros, tales como el principio de igualdad salarial. «El mundo a nuestro alrededor ha cambiado, y no podemos ser una isla», comentaba resignado el presidente del kibutz Degania en 2010 a una periodista de The Guardian.
De cualquier manera, y aunque son los menos —el veinticinco por ciento del total—, sigue habiendo kibutzim aferrados con benemérita obstinación a los principios fundacionales del movimiento, y últimamente, demostrando que la historia es pendular, parece asistirse a un renacimiento igualitario impulsado por jóvenes neorrurales deseosos de abandonar la ciudad y recuperar el contacto con la naturaleza y el trabajo manual, que los kibutzim actuales permiten desempeñar en todas sus formas: los hay en los que se cultivan aguacates o palmeras datileras; los hay orientados a la ganadería vacuna o aviar; los hay que elaboran queso y también los hay industriales que manufacturan desde componentes de las luces de neón hasta piezas de automóviles.
Nosotros vemos invernaderos y grandes plantaciones de palmeras desde el autobús que nos conduce a Cafarnaúm; y en un momento dado atravesamos un kibutz doble: Ginosar 1 y 2. Me acuerdo entonces de algo que he leído en nuestra guía sobre cierto kibutz que en un momento dado se dividió en dos con motivo de la decisión de David Ben Gurión de, en el marco de la guerra fría, alinearse del lado de Estados Unidos en lugar del de la Unión Soviética; división que ha perdurado hasta el día de hoy. ¿Es, por ventura, éste ese kibutz? Abro la guía para comprobarlo: no, no lo es, pero la cooperativa en cuestión no está muy lejos de aquí. Se trata del kibutz Ein Harod, también a orillas del mar de Galilea, a medio camino entre Afula y Beit She’an. Fundado en 1921, la decisión de Ben Gurión —leo— provocó un agrio enfrentamiento entre sus miembros en 1952, enfrentamiento que se vio agravado por las persecuciones antisemitas emprendidas por Stalin en su última etapa, que avivaron la animadversión de los pro-Ben Gurión contra los pertinaces devotos del Vozhd soviético. Los ánimos —relata nuestra guía— «se exaltaron […] y pronto se levantaron barricadas en el comedor, los amigos dejaron de hablarse, hubo puñetazos y algunas parejas se separaron». Finalmente, Ein Harod se dividió en dos kibutzim contiguos: Ein Harod Meuchad, dirigido por los estalinistas, y Ein Harod Ichud, controlado por los seguidores de Ben Gurión (tanto meuchad como ichud significan «unidos»). El resentimiento siguió vivo durante décadas, y fue sólo hace veinticinco años que se casó la primera pareja mixta Meuchad/Ichud. Hace quince se reanudó la cooperación agrícola y cultural, pero la división ha pervivido, y es curioso: mientras que Ein Harod Ichud mantiene el funcionamiento cooperativo, Ein Harod Meuchad, el kibutz estalinista, ha sido privatizado, en un remedo curioso, a pequeña escala, de lo que sucedió en la Unión Soviética tras el arriado de la bandera roja del Kremlin y la liberalización salvaje que en la nueva Rusia acometieron, después de ponerla en práctica en el Chile de Pinochet, los prosélitos de Friedrich Hayek y Milton Friedman.
Cafarnaúm, Cafarnaún o Capernaúm: de las tres formas se llama en castellano este conjunto de restos arqueológicos, deshabitado desde hace mil años, que se corresponde con el modesto pueblo de pescadores en el que Jesús de Nazaret desarrolló la mayor parte de su predicación. Fue aquí donde, según los evangelios, paseando por la orilla del mar de Galilea, el Nazareno vio a Simón Pedro, a su hermano Andrés y a algunos de sus compañeros lavando sus redes, y acercándose a ellos, pidió a Pedro subirse en su barca y alejarse hacia las aguas profundas, donde, tras anunciar a aquellos humildes pescadores la buena nueva de la inminente venida del Reino de los Cielos, les indicó que echaran las redes. «Maestro, trabajamos sin descanso toda la noche y no sacamos nada; pero, porque lo dices tú, bajaré las redes», nos cuenta Lucas que dijo Pedro, pero inmediatamente, las redes empezaron a llenarse de peces hasta tal punto que empezaron a romperse. «Apártate de mí, Señor, porque soy un hombre pecador», dijo entonces a Jesús un asombrado Pedro, pero Jesús le indicó que no tuviera miedo y anunció a los presentes: «Seguidme y os haré pescadores de hombres».
Cuando yo era pequeño, en la parroquia del Espíritu Santo de Gijón, donde hice mi Primera Comunión, había un pequeño coro que, muy en la línea de la renovación formal emprendida por el Concilio Vaticano II, amenizaba las misas con canciones sencillas, bonitas y habitualmente preñadas de una entrañable inocencia. Las había de dos tipos: unas, las más, adaptaban letras cristianas a la música de canciones famosas, como el The sound of silence de Simon & Garfunkel o el Blowin’ in the wind de Bob Dylan; otras, en cambio, eran completamente originales. Y entre estas últimas, mi preferida era una basada en el pasaje bíblico anterior. Todavía me acuerdo bien de la letra: «Tú has venido a la orilla;/ no has buscado ni a sabios ni a ricos./ Tan sólo quieres que yo te siga./ Señor, me has mirado a los ojos;/ sonriendo, has dicho mi nombre./ En la arena, he dejado mi barca;/ junto a ti, buscaré otro mar».
Era el de aquella parroquia, al menos lo recuerdo así, un cristianismo bonito, digno de tal nombre. Nuestro cura era don Manuel Fueyo, un hombre de izquierdas cercano al Grupo de El Bibio, que en Gijón había reunido años antes de que yo naciera a los sacerdotes progresistas de la ciudad y había prestado ayuda inestimable al movimiento antifranquista. De don Manuel, fallecido hace unos años, recuerdo con cariño la insistencia y la pasión con que en sus homilías, de pie tras el ambón de hormigón de aquella extraña iglesia moderna y subterránea, temblando por el párkinson que lo consumía, citaba un pasaje concreto del Evangelio: aquél según el cual antes atravesará un camello el ojo de una aguja (resultado por cierto de una mala traducción de la palabra griega kamelos como «camello» en lugar de como la gruesa maroma a que hacía referencia) que un rico entrará en el Reino de los Cielos. También nos aleccionaba aquel hombre bueno contra la ley del Talión; el ojo por ojo y diente por diente que sólo a un mundo ciego puede conducir.
Me han dicho, y no sé si es verdad, que aquella parroquia mía del barrio gijonés de Laviada va a convertirse pronto en un garaje para coches. Subsiguientes curas que yo, ateo ya, ya no conocí recondujeron la cosa por otros derroteros ideológicos: los del ultraconservador arzobispo ovetense Sanz Montes. Agravaron de ese modo la crisis ya profunda que aqueja a todas las iglesias de España, asediadas por la secularización, pues fueron espantando a la parte progre de la feligresía, que era la mayor. A misa pasó a ir tan sólo el consabido puñado de mujeres mayores y el templo se quedó grande y terminó por trasladar su menguante actividad a un pequeño bajo cercano. O tempora, o mores…
Cafarnaúm, Cafarnaún, Capernaúm; Kfar Nahum: «pueblo de Nahum». Era este Nahum, nombre que significa «lleno de consolación», un profeta menor que en el siglo VII antes de Cristo escribió uno de los libros del Antiguo Testamento; el séptimo profeta según la lista tradicional de doce profetas menores. De él se sabe poco y lo poco que se sabe se sabe por su libro, una colección de poemas anunciadores de la caída del Imperio asirio y que presentan a un Dios justiciero que interviene activamente en la historia de los pueblos y no permite que ninguna nación arrogante, violenta o maligna dure para siempre.
Tampoco para siempre duró, con todo, la humilde, pacífica y benigna Cafarnaúm, como nada lo hace. El pueblo se deshabitó hace mil años, y lo que hoy se acomoda a la calmosa ribera del mar de Galilea es un yacimiento arqueológico al que me referiré después y el monasterio ortodoxo de los Doce Apóstoles, que nosotros visitamos en primer lugar. Lo rodea un primoroso jardín por el que deambulan fastuosos pavos reales, animales de los que yo siempre he pensado —y tal vez lo hayan pensado los responsables de este monasterio— que todas las iglesias, santuarios y centros de religiosidad deberían criarlos y echarlos a pasear por entre los turistas, porque pardiez que su contemplación hace que uno se cuestione sus propias convicciones darwinistas. ¿Es posible que una evolución maquinal y desapasionada, sin un diseñador inteligente detrás, haya creado sin querer estas portentosas criaturas de colores imposibles que el más imaginativo diseñador no llegaría nunca a fabular? No hay que dejarse arrastrar por el ensalmo: lo es, claro que lo es. Pero los pavos reales arruinan pese a todo la teoría del absurdo de un Camus. No es del todo absurdo, no es por completo un caos furioso y cruel, un universo en que son posibles los pavos reales, maravillosa demostración de que no solamente la utilidad o la fuerza, sino también la belleza, conmueven y convencen a esa suerte de juez sordociego que dicta las condenas y los indultos de la evolución.

El monasterio es una construcción moderna, de limpias y relucientes paredes blancas y cúpulas rojas: data tan sólo de 1925, pero esa juventud, que en un templo católico acostumbra a ser —al menos para mí— garantía casi segura de insulsez, no obsta en este caso para concitar mi desinterés. Los templos ortodoxos, vetustos o no, siempre son hermosos, con sus paredes característicamente decoradas con un horror vacui de iconos coloristas y refulgentes y esa especie de viñetas con escenas bíblicas que a veces cubren incluso el exterior de las iglesias, como ocurre en los famosos monasterios rumanos de la región de Bucovina. No ha habido todavía, ni se lo espera, un Vaticano II de la Iglesia ortodoxa que, como el católico, adopte la sobriedad decorativa y el vernacularismo protestantes: la ortodoxia sigue conservando toda la subyugante maiestas de los cultos mistéricos. No hay, que nadie las espere, guitarras arrancándose por Joan Baez en una iglesia ortodoxa, sino esto que relata Philip Yancey de su primera visita a un culto ortodoxo en Rusia:
Estos cultos están pensados para expresar con los sentidos el misterio y la majestad de la adoración. Las velas de los candelabros le daban un resplandor suave y misterioso a la catedral, como si las paredes de estuco fueran la fuente de aquella luz, en lugar de reflejarla. Se sentía en el aire un murmullo procedente de la grave armonía gutural de la liturgia rusa, un sonido de vibración celular que parecía proceder de debajo del suelo. Un culto dura entre tres y cuatro horas, y los asistentes entran y salen según lo necesiten. Nadie invita a los congregantes a «darse la paz» ni «a saludar a los que les rodean con una sonrisa». Permanecen de pie —no hay sillas ni bancas— y observan a los profesionales, los cuales, después de mil años de una liturgia sin cambio alguno, son ciertamente muy profesionales.
Yo, en cierto modo, siempre he entendido a los lefebvrianos; el sector recalcitrante de la Iglesia católica que, rechazando con cajas destempladas las transformaciones sancionadas por el Concilio Vaticano II, acabó escindiéndose de la fidelidad romana y conformando un cisma liderado por el obispo francés Marcel Lefebvre. Eran una manga de desequilibrados ultraconservadores y hasta fascistas, no diré que no; y a mí, si alguna Iglesia me gusta, me gusta la que encarnaba don Manuel Fueyo en mi parroquia-garaje, con sus guitarras. La cuestión es que me gusta como ateo izquierdista que entiende que, si es inevitable que la Iglesia exista, debe ser una institución tan progresista como se pueda, no aquélla que, como reza el viejo adagio anticlerical, tan sólo ilumina cuando arde: la de los cursos de desmariconización del arzobispo Reig Pla. El creyente que a veces me imagino ser prefiere en realidad muy la contraria: la tridentina; la de las misas en latín, los curas que hacen sus cosas de espaldas al respetable y el Dios ininteligible. Opino, o más bien opina ese yo creyente imaginario, lo mismo que Paul Claudel escribía en 1955:
Quisiera protestar con todas mis fuerzas contra el uso que se esparce en Francia cada vez más de decir la misa de cara al pueblo. El principio mismo de la religión es que Dios está primero y que el bien del hombre no es más que una consecuencia del reconocimiento de la aplicación en la vida práctica de este dogma primordial. La misma es el homenaje por excelencia que ofrecemos a Dios en el Sacrificio que el sacerdote le hace en nuestro nombre sobre el altar de Su Hijo. Nosotros estamos detrás del sacerdote y, siendo uno con él, vamos hacia Dios para ofrecerle hostias et preces. No es Dios quien viene a proponérsenos como a un público indiferente para hacernos testigos a nuestra mayor comodidad del misterio que va a realizarse. […]
Visitado el monasterio ortodoxo, nos encaminamos hacia el yacimiento de Cafarnaúm, situado a doscientos metros caminando. Lo componen los restos de varias casas, los de una sinagoga y los de una pequeña iglesia octogonal. No son restos espectaculares: se trataba de una localidad humilde, rústica. No se han encontrado trazas de murallas, puertas de acceso, teatros, anfiteatros, termas o mercados. Tampoco de planificación urbana: las viviendas siguen una disposición caótica en torno a grandes espacios centrales o patios inferiores, con callejuelas estrechas reptando entre ellas. Los materiales son toscos: el basalto oscuro de la región, madera, paja, cañas y barro; y tampoco han aparecido las ánforas de vino o los frascos de cristal para guardar perfume que sí suelen aparecer en los yacimientos romanos, sino sólo sencillas jarritas, tazas y cuencos de piedra y sin decorar.
La calidad de las construcciones —indican los arqueólogos Reed y Crossan— era baja […] Las paredes se levantaban sobre unos cimientos de cantos rodados de naturaleza basáltica; las hiladas inferiores que se han conservado estaban formadas por dos filas de piedras sin labrar mezcladas con cantos de menor tamaño, barro y arcilla rellenando los intersticios; y en vez de estuco o pinturas al fresco, la superficie de las paredes estaba recubierta de una capa de barro o de estiércol mezclado con paja, destinada a cumplir una función más aislante que estética.
Para los no creyentes, el principal atractivo del yacimiento es la sinagoga, que data del siglo V y no es, pues, la que conoció Jesús, en la que Marcos y Lucas cuentan que el Nazareno exorcizó a un hombre poseído por un espíritu maligno. Construida en basalto, fue derribada para construir aquélla de la que perviven los restos hoy visibles —buena parte de los muros y varias columnas corintias—, erigida en cambio con piedra calcárea blanca y que se halla muy cerca de los restos de la iglesia octogonal, lo que da a entender que Cafarnaúm debió de ser escenario de una fuerte rivalidad entre el culto judío y el cristiano y que éste no triunfó de golpe sobre aquél.

Para los numerosos peregrinos cristianos que el yacimiento congrega, que superan con mucho a los turistas seculares, la estrella es en cambio no la sinagoga, sino una ya mencionada estructura eclesiástica octogonal descubierta en 1968 y datada en el siglo V, pero que se erigió alrededor de una vivienda anterior de una sola habitación datada en el siglo I: la que según la tradición de entonces, testimoniada en documentos como el libro de viaje de la fascinante peregrina hispana Egeria del Bierzo, había sido la casa de Simón Pedro. No parece probable que lo fuera en realidad, toda vez que es más grande que otras viviendas del pueblo y que la de Pedro, nada más que un humilde pescador, no tenía por qué serlo, pero ya se sabe: que la realidad no te estropee un buen titular. La Iglesia validó la lucrativa identificación y en 1990 se construyó un pequeño templo moderno sobre las ruinas, sostenido sobre pilastras y con suelo de cristal. En su interior, escuchamos a la guía de un grupo de peregrinos dar por hecho en su explicación que efectivamente aquélla es la casa de Pedro: «Why is it so unique, we don’t know», les dice encogiéndose de hombros. Para las testarudas verdades de la fe, un encogimiento de hombros o una proclamación de la inescrutabilidad de los divinos caminos siempre es en última instancia contrafuerte suficiente.
De pronto, todo el mundo en el interior del templo se arranca a cantar una canción en latín; y ello sumado a la extrañeza de esta iglesia palafítica de suelo de cristal compone una escena extraña y a la que asistimos con delectación.



De Cafarnaúm parte una senda contigua a la carretera y que conduce en un trayecto de tres kilómetros hasta Tabgha, donde se yerguen la iglesia benedictina alemana de la Multiplicación de los Panes y los Peces —que señala el lugar en el que la tradición fija el famoso milagro— y la franciscana de la Primacía de Pedro, en cuyo interior hay una gran roca venerada como la Mensa Christi, el lugar en el que los discípulos del Nazareno desayunaron pescados con él después de su resurrección, y donde éste convirtió a Pedro en el primer papa de la Iglesia católica dándole el mandato: «Apacienta mis ovejas».
El camino no es de una hermosura desopilante y la contigüidad de la carretera lo estropea un tanto, pero es agradable de recorrer a pesar de todo. Discurre bajo hileras de olivos, los pájaros pían aquí y allá y en un momento dado vemos una bandada de ellos sobrevolando el lago, peinado por leves ondulaciones. A lo lejos se vislumbran los Altos del Golán, la pequeña región conquistada a Siria por Israel durante las guerras de los Seis Días y el Yom Kipur, y cuya anexión Israel ha aprovechado bien: allí nace la mayor parte de afluentes del Jordán y de allí proviene el quince por ciento del abastecimiento de agua de Israel, así como un tercio de la producción vinícola israelí. De ella forman parte, además, numerosos atractivos turísticos, tales como el castillo de Nimrod o las reservas naturales de Yehudiya y Banias. También el monte Hermón, donde se encuentra la única estación de esquí de Israel. Desde sus riscos, en días despejados, llega a avistarse Damasco. Resulta perturbador pensar que nos hallamos tan cerca de una guerra atroz.

Antes de llegar a Tabgha, nos desviamos un momento del camino para contemplar la cercana catarata de Ein Eyov, hacia la cual se desvía una estrecha senda que discurre entre una espesura de descuidados matojos, y que termina en una explanada natural también algo desastrada en la que un par de pandillas adolescentes hace picnic. La cascada en sí, sin ser una maravilla simpar, es bonita: corta pero caudalosa, desagua en una poza punteada de cantos rodados y se guarnece de un florilegio de esponjosos verdines.

Las iglesias de Tabgha son modernas y anodinas, y terminamos por visitarlas con despreocupada premura. Es más bonita la de la Primacía que la de la Multiplicación, toda vez que está más averada a la orilla del lago y al lado de una pequeña playa de gravilla. Hay numerosos peregrinos, y un grupo de ellos, de rasgos orientales, reza aspaventosamente al ritmo marcado por un extático predicador.

Nuestro siguiente objetivo es el Monte de las Bienaventuranzas, una colina que se yergue justo encima de las iglesias de Tabgha, coronada por una iglesia católica octogonal también moderna —1937— que se alza en el lugar en el que la consabida tradición ubica el celebérrimo sermón de la montaña; aquél en el que Jesús enseñó el padrenuestro a sus prosélitos y bienaventuró a los pobres de espíritu, a los mansos, a los que lloran, a los que tienen hambre y sed de justicia, a los limpios de corazón, etcétera. En este templo tenemos depositadas más esperanzas, toda vez que nuestra guía lo califica de «impresionante». Está tres kilómetros y medio carretera arriba de Tabgha, pero declinamos ascenderlo andando, pues estamos ya algo cansados y además nos hallamos en la hora más calurosa del día. Lo hacemos, en cambio, en un autobús que esperamos durante unos quince minutos en una marquesina de madera averada a la ancha carretera y donde coincidimos con un trío de chavales ultraortodoxos que no esperan, como nosotros, un autobús, sino que se turnan para hacer autoestop. Me fijo en ellos con discreción. Uno de ellos hojea una guía turística de Israel en hebreo de la que descubro que la contraportada muestra un mapa de Israel en el que no aparecen las fronteras palestinas, sino que Gaza y Cisjordania se muestran como parte integral del Estado: el viejo sueño húmedo, cada vez más cerca de realizarse, del irredentismo israelí, para quien Cisjordania es simplemente la prefectura de Judea y Samaria.
En un momento dado, un lujoso Mazda se detiene delante de la marquesina y los chavales se suben; y a uno de ellos, los flecos del talit se le quedan atrapados fuera de la puerta. Nosotros todavía esperamos al autobús unos minutos más. De su trayecto, recorremos sólo una parada, que nos acerca al templo de las Bienaventuranzas pero nos obliga a recorrer andando un pequeño trecho, lo que nos hace sentir que nosotros, ateos, tenemos mucho más mérito, nos hemos ganado más el jubileo, que las hordas de creyentes que recorren la región en tours organizados en autocar, subiéndose y bajándose en cada highlight religioso. Tales tours deben de ser toda una industria: ya en las Bienaventuranzas, vemos un autobús con la leyenda: «Divine journey» y otro que pone «We share your faith». Nos topamos también uno de la Comunidad Neocatecumenal, los tenebrosos kikos fundados por el español Kiko Argüello: un movimiento neoconservador con millones de seguidores en varias decenas de países y que, envuelto en el secretismo, defiende los postulados más intransigentes del catolicismo.
A Argüello, oriundo de León, sus hagiografías lo presentan como un antiguo ateo marxista, licenciado en Bellas Artes y alabado pintor, que un buen día, sumido en una profunda depresión existencial, experimentó una epifanía. Él mismo lo contaba así en el año 2000 en una entrevista al diario La Razón: «Preguntaba a la gente a mi alrededor: “Perdona un momento, ¿tú sabes por qué vives?”, y no sabían qué responder. Se abría un gran abismo dentro de mí. Escapaba de mí mismo. Ese abismo era una llamada profunda de Dios, que me estaba llamando desde el fondo de mí mismo». Un día —proseguía relatando a La Razón—, entró en su cuarto y comenzó a gritar a ese Dios:
¡Si existes, ayúdame, no sé quién eres, ayúdame! Y en aquel momento Dios tuvo piedad de mí, pues tuve una experiencia profunda de encuentro con el Señor que me sobrecogió. Recuerdo que comencé a llorar. Sorprendido, me preguntaba, ¿por qué lloro? Me sentía como agraciado, como uno a quien delante de la muerte, cuando le van a disparar, le dijesen: «Quedas libre, gratuitamente quedas libre».
Seguidamente, Argüello se trasladó a la barriada madrileña de Palomeras Altas y, al contacto con los pobres, experimentó como una nueva epifanía el descubrimiento de la síntesis teológica de «Palabra, Liturgia y Comunidad» que lo condujo a la fundación, en 1964, del Camino Neocatecumenal. La semilla se plantó en algunas parroquias españolas y el correr del tiempo la convirtió en un gigante con millones de miembros en decenas de países. No es mucho lo que se sabe sobre esta organización que rehúye las miradas ajenas como los vampiros la luz del Sol. Argüello casi nunca concede entrevistas y cuando lo hace, sortea cualquier pregunta concreta sobre su movimiento y abruma al entrevistador con un despliegue de parábolas y presuntas experiencias vitales. Tal y como resumía un magnífico reportaje publicado en El País en 2008,
sus seguidores no saben dónde, cómo y de qué vive. La mayoría no le conoce personalmente aunque financie el Camino con sus donaciones. El discípulo, una vez que supera el segundo escrutinio (un examen personal que se realiza pasados los primeros años en el Camino), debe entregar a la comunidad el 10% de sus ingresos: es el diezmo. Si su pareja está en el Camino, está también obligada a entregar el mismo porcentaje. Nadie sabe dónde va ese dinero ni cómo se administra. No hay facturas. Además, al final de cada celebración religiosa, uno de los hermanos pasa una bolsa de plástico (la llamada bolsa de las inmundicias) donde cada uno aporta lo que puede: desde unos euros hasta una pulsera de oro o la escritura de un piso. La bolsa sigue circulando hasta que se obtiene la cifra prefijada por los responsables. Son unos minutos de suspense. ¿Cuántas vueltas dará?
Los kikos son estrictamente católicos, pero su relación con el Vaticano es algo equívoca, más un contrato de interés mutuo que de obediencia de esta suerte de evangelismo católico a la Curia romana. Argüello es célibe y viste de riguroso negro, pero siempre ha rechazado ordenarse sacerdote, pues no está dispuesto a ponerse a las órdenes de un obispo; y predica sin poseer formación teológica. Sus formas son más propias del cristianismo evangélico que del católico: Argüello —cito de nuevo a El País—
transmite el mensaje que le ha comunicado Dios sin papeles ni fisuras. Con desparpajo. Sin florituras. Durante horas. En un lenguaje vulgar. De andar por casa. Describe el Camino como “este tinglado” o “este follón en el que estamos metidos”. Habla desde las tripas, no desde la teoría. Dice lo que le sale. Lo que le brota. A veces de forma incoherente. Todo trufado de citas bíblicas. Canta, pinta, entusiasma, interroga a su auditorio. “¿Quién no tiene un familiar divorciado?”. “A ver, tú, cuéntanos tu vida. ¿Cuántos hijos tienes?”. Es carismático. Lo más parecido a un telepredicador que tenemos en España.
Argüello, auténtico verso suelto, ataca con verdadera saña a los religiosos progresistas o tibios o a los curas que no ceden sus parroquias al Camino; pero la cuestión es que a la Iglesia no le interesa apartar de sí este cáliz: en estos tiempos de descreimiento galopante, este «hombre seco, ligeramente encorvado, de barba luciferina, pelo blanco, rostro áspero y carmesí, y los ojos cargados», esta «voz de galán quebrada por el tabaco, los cánticos y miles de sermones» que «recuerda al predicador de un western» arrima a la fe católica a millones de jóvenes a los que alecciona con éxito contra el aborto, el divorcio, la eutanasia, los anticonceptivos, la pornografía, etcétera. El Camino celebra eucaristías propias los sábados por la noche para que los jóvenes no sientan la tentación de perderse en las discotecas, y un orgulloso Argüello proclama que «los jóvenes de nuestras comunidades no fornican, ni se drogan, ni se suicidan». Muy al contrario, son animados a emigrar a distantes países a catequizar. Hay kikos predicando hasta en Kazajistán. Y para la Iglesia, semejante entusiasmo misional bien vale hacer la vista gorda con las excentricidades de este santón. Con el papa Francisco, Argüello, de quien la candidez de cierta izquierda tan huérfana de referentes como para entusiasmarse con un pontífice podría pensar que el bueno de Bergoglio ha de detestarlo, se lleva espléndidamente.
¿Es verdaderamente «impresionante» el Monte de las Bienaventuranzas? Pues la verdad es que no, que sin más. Calificarlo de tal es una de esas hipérboles en que a veces tienden a incurrir las guías turísticas. Feo no es: la colina ofrece una vista bonita del mar de Galilea, y el templo está rodeado de árboles que invitan a sentarse a meditar, lo que de hecho vemos a hacer a varios peregrinos, mujeres sobre todo, que leen pequeñas biblias con atención. Pero el templo en sí nos resulta nuevamente insulso. Por fuera no reviste especial interés y su decoración interior es muy sobria: unas sencillas vidrieras que conmemoran las bienaventuranzas bajo la cúpula dorada y las siete virtudes teologales (justicia, caridad, prudencia, fe, fortaleza, esperanza y templanza) representadas bajo el altar.


Así pues, volvemos a no demorarnos demasiado en la visita y nos encaminamos a no mucho tardar de vuelta hacia la parada del autobús, donde tomamos el primero a Tiberíades para, allí, tomar otro a Nazaret, al que nos subimos detrás de un ultraortodoxo que entra, paga y se sienta sin dejar en ningún momento de leer una pequeña biblia.
El trayecto a Nazaret se hace larguísimo debido a un monumental atasco, lo que parece que es muy frecuente aquí a estas horas de regreso del trabajo. Esa desesperante lentitud nos permite fijarnos con detenimiento en la periferia nazarena.
Hay una tipología segundomundista de ciudad que Raquel y yo hemos visto en otros lugares y sobre todo en Latinoamérica y el Sudeste Asiático y a la que esta desesperante caravana nos hace comprobar que Nazaret se adscribe bien: ciudades hechas por y para el coche, en las que la mayor parte de la población tiene el poder adquisitivo suficiente para poseer uno —y son muy numerosos los de alta gama: Audis, Lexus y así—, el coche sigue siendo codiciado como un indicador de estatus y de ascenso social y aún no se ha transitado a esa fase de desarrollo civilizatorio en la que se adquiere conciencia de cuestiones como la contaminación y el subidón de autoestima que comporta comprarse un coche deja de compensar el pasarse la vida enclaustrado en un atasco eterno. Esa centralidad del coche en lugar de la del peatón se revela a través de varios indicadores: aceras muy estrechas o inexistentes y en todo caso interrumpidas constantemente por toda clase de obstáculos arquitectónicos y también por los propios coches y motos aparcados de cualquier manera encima de ellas; cargas y descargas abordadas con parsimonia; ausencia de semáforos que obliga a cruzar las calles echándole resolución y obligando a los automóviles a detenerse en lugar de esperando a que lo hagan de buena fe, etcétera. Otro indicador: apenas se ve una sola bicicleta, como sí se las encuentra uno por doquier tanto en el tercer mundo —donde el coche sigue siendo un sueño para la mayor parte de las familias— como en el primero, donde se las prefiere como medio de transporte limpio y ágil. En el segundo, el coche, si acaso la moto, se coge y se utiliza para absolutamente todo, y el extrarradio de las ciudades —lo comprobamos aquí— está lleno de grandes y relucientes espacios de ocio con los aparcamientos repletos: pubs, discotecas, restaurantes y demás, negocios que resultan rentables tan alejados del centro precisamente porque la gente no es reticente a coger el coche para llegar a ellos, sino todo lo contrario. Nosotros pasamos al lado de alguno que a mí me trae a la memoria el Managua, un enorme complejo con restaurante, piscinas y hasta su propio zoo que existía cuando yo era pequeño en Quintes, una parroquia rural a diez o quince kilómetros de Gijón, y que todos los fines de semana se llenaba de gijoneses. Cerró hace años: en España, un país que fue ese tipo de país hasta hace no demasiado, esa clase de negocios fue dejando de ser rentable a golpe de bendita cochofobia y el ocio fue pasando a concentrarse en los remozados cascos antiguos de las ciudades.
Llegamos a Nazaret frisando ya las diez de la noche y con todo cerrado, menos un McDonald’s y —extrañamente— la pastelería Mahroun, que parece no cerrar nunca. Nuestra cena en este día agridulce, con demasiadas decepciones visitadas con demasiado esfuerzo y este pesado atasco como guinda, acaba siendo, en mi caso, un Big Mac y unas patatas, y en el de mi vegetariana mujer, tan sólo las patatas. Para mañana teníamos pensado acercarnos a Safed, capital de la cabalística judía, y, entregándonos a una nueva combinación compleja de autobuses, visitar también la reserva natural de Banias, en los Altos del Golán, para a última hora del día tomar un autobús a Jerusalén y llegar allá a medianoche. Pero tenemos ganas de asentarnos ya en una ciudad y no tomar un autobús en unos días, así que decidimos cambiar de planes: visitaremos lo que nos queda de Nazaret y a mediodía saldremos para Jerusalén.
Qué ganas.
Pablo Batalla Cueto (Gijón, Asturias, 1987) es licenciado en historia y máster en gestión del patrimonio histórico-artístico por la Universidad de Salamanca, pero ha venido desempeñándose como periodista y corrector de estilo. Ha sido o es colaborador de los periódicos y revistas Asturias24, La Voz de Asturias, Atlántica XXII, Neville, Crítica.cly La Soga; dirige desde 2013 A Quemarropa, periódico oficial de la Semana Negra de Gijón, y desde 2018 es coordinador de EL CUADERNO. En 2017 publicó su primer libro: Si cantara el gallo rojo: biografía social de Jesús Montes Estrada, ‘Churruca’.
0 comments on “Diario de Tierra Santa (4): Kinneret”