Mirar al retrovisor
Occidente frente al peligro amarillo
/por Joan Santacana Mestre/
Cuando a las 9 horas del lunes 21 de febrero de 1972 el avión presidencial que transportaba a Richard Nixon y a su séquito aterrizaba en Shanghái, poco podían imaginar los miembros de la delegación norteamericana cómo aquella visita iba a cambiar la historia del mundo después de medio siglo. Henry Kissinger, el maquiavélico secretario de Estado que había participado en aquella aventura diplomática, quedó pasmado ante la figura de Mao. Años después escribió cómo «no se puede describir al enfrentarse a un líder tan poderoso hasta qué punto se siente uno impresionado por su personalidad o por el estatus y la reputación que lo rodea. En el caso de Mao no podía haber duda alguna. No había ninguna ceremonia. La decoración interior era extraordinariamente sencilla». Escribió también Kissinger —testigo de excepción de aquella histórica entrevista— que Nixon le dijo a Mao: «¿Qué herencia dejaremos a nuestros hijos? ¿Estarán destinados a perecer por los odios que plagaron al viejo mundo? ¿O estarán destinados a vivir porque tuvimos la visión de construir un mundo nuevo? No hay razón para que seamos enemigos. Ninguno de nosotros busca conquistar el territorio del otro. Ninguno de nosotros busca dominar al otro. Ninguno de nosotros se propone extender la mano y dominar el mundo». La actitud de la China de entonces no era apoyar la política norteamericana sino contener la política soviética y lo consiguieron. Desaparecía para Norteamérica el peligro amarillo.
De esta forma, en pleno conflicto de Vietnam, se hundía la visión racista de los europeos respecto a los orientales que tanta difusión tuvo en la literatura y que el celebre escritor Sax Rohmer encarnó en su personaje literario de Fu-Manchú, cuando hizo aquella descripción cruel que decía:
Imagínense a una persona alta, delgada y felina, de hombros anchos, […] cara de demonio, el cráneo afeitado y unos ojos rasgados, magnéticos, verdes como los de un gato. Dótenle ustedes de toda la astucia cruel de la raza oriental pero concentrada en una única inteligencia gigantesca, con todos los recursos de la ciencia antigua y actual, con todos los recursos, también, de un gobierno poderoso […]. Imagínese a ese monstruo y tendrán ustedes el retrato mental del Doctor Fu-Manchú, el peligro amarillo encarnado en una sola persona.
Hoy, medio siglo después, China es la mayor potencia económica en producto interior bruto, ya que en los últimos treinta años el país ha multiplicado el valor de su economía más de doscientas veces, según el análisis que hizo en 2018 el Banco Mundial. Su crecimiento es incomparablemente mayor que las antiguas potencias economías, en especial la Unión Europea y los Estados Unidos. La velocidad con que las manufacturas chinas penetran en los mercados africanos y latinoamericanos es una demostración de su eficacia comercial.
¿Cómo se explica este proceso de crecimiento brutal y aparentemente descontrolado? Deng Xiaoping pasó de ser un dictador a convertirse casi en un director de fábrica a través de un liderazgo pragmático. Como verdadero sucesor de Mao mantuvo el férreo control político del Partido Comunista Chino, pero eliminó la planificación económica centralizada y delegó estas funciones a los organismos y gobiernos locales.
Naturalmente, el crecimiento de China no se debe sólo a esta estrategia. Para crecer los dirigentes chinos han sacrificado muchas cosas, como hizo Europa en su momento. Hay que recordar que el crecimiento del capitalismo en Europa generó muchos problemas: el primero de ellos fue un siglo de revoluciones sangrientas que, iniciadas entre 1776 en Boston y continuadas en Francia en 1789, tuvo réplicas en 1830 y en 1848. Además, en Europa se sacrificaron millones de campesinos, obligados a emigrar del campo a los suburbios urbanos, en donde vivieron y murieron en condiciones miserables durante más de medio siglo. Y finalmente, el éxito económico del capitalismo europeo no se puede explicar sin la otra cara de la moneda: el colonialismo que sometió a continentes enteros a un expolio sin precedentes en el pasado y en Estados Unidos la esclavitud de millones de personas durante siglos. Es decir, el bienestar de la sociedad occidental —la nuestra— no hubiera sido posible sin estos precedentes, que todavía hoy se mantienen en determinadas ideologías.
Coincidimos con la profesora Yuen Yuen Ang cuando sugiere que no hay que rasgarse las vestiduras ni verter lágrimas de cocodrilo ante el desarrollo económico chino. El crecimiento de China también está requiriendo sacrificios: sacrifican el medio ambiente y no les importa. Vivir en muchas ciudades chinas es un martirio para los pulmones a causa de los insufribles índices de contaminación. Ello, con toda seguridad, conlleva muertes prematuras evitables, enfermedades duras de soportar y compromete la vida de una generación de niñas y niños. También los dirigentes chinos sacrifican lo que para nosotros es la base de la convivencia, es decir los derechos humanos, las libertades públicas, la separación de poderes y el sistema llamado democrático. Finalmente, la legislación china es laxa en derechos laborales, en el respeto a las patentes y al copyright. Pero ante esta evidencia hay que recordar que este camino lo recorrimos primero nosotros, reprimiendo sindicatos, negando derechos laborales durante décadas y finalmente cuando copiamos la industrialización británica, importamos técnicas, copiamos máquinas, e incluso hicimos espionaje industrial.
Ante ello, cabe preguntarnos que nos deparará el futuro. Hay una evidencia: China encabezará el mundo en menos de una década. No sabemos si esto será bueno o malo, pero ante el derrotero que toma el mundo occidental, el auge de los populismos no sólo en Europa sino en el corazón del sistema democrático nacido de la revolución de 1776, con un Donald Trump que desprecia todos los valores en los que se ha apoyado aparentemente Occidente, China no representa necesariamente un mal mayor. Bien es cierto que ante el crecimiento económico de China, cuando hoy contemplamos la Europa comunitaria, nos viene a la memoria la imagen de la República de Venecia, con sus decorados, sus pelucas, sus refinamientos y su flota de góndolas intentando contener a los ejércitos de Napoleón. Puede que el llamado peligro amarillo no sea más que una imagen esperpéntica para camuflar en auténtico peligro blanco.
Joan Santacana Mestre (Calafell, 1948) es arqueólogo, especialista en museografía y patrimonio y una referencia fundamental en el campo de la museografía didáctica e interactiva. Fue miembro fundador del grupo Historia 13-16 de investigación sobre didáctica de la historia, y su obra científica y divulgativa comprende más de seiscientas publicaciones. Entre sus trabajos como arqueólogo destacan los llevados a cabo en el yacimiento fenicio de Aldovesta y la ciudadela ibérica y el castillo de la Santa Cruz de Calafell. En el campo de la museología, es responsable de numerosos proyectos de intervención a museos, centros de interpretación, conjuntos patrimoniales y yacimientos arqueológicos. Entre ellos destaca el proyecto museológico del Museo de Historia de Cataluña, que fue considerado un ejemplo paradigmático de museología didáctica.
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