¿Marcas de izquierdas y marcas de derechas?

Pedro Luis Menéndez escribe sobre cómo la ropa sigue siendo y tomándose como un indicador ideológico.

De rerum natura

¿Marcas de izquierdas y marcas de derechas?

/por Pedro Luis Menéndez/

Hace tanto de esto que pocos recordarán los tiempos en que llevar sobre el pecho el cocodrilo de Lacoste era la señal diáfana de un cierto nivel socioeconómico en nuestro país, del mismo modo que los abrigos Loden subrayaban una ideología que los inocentes creían que estaba a punto de desaparecer, y los jerséis Marcelino Camacho eran la prenda perfecta del rojerío en general y de los curas progres.

Como no resultaba sencillo conseguir prendas originales de la marca Lacoste, obviamente por su precio, el personal aprovechaba los viajes turísticos a Portugal (eran los años en que se estaba descubriendo que Portugal existía) para adquirir las tan ansiadas prendas, hábilmente falsificadas por la industria textil portuguesa (todavía no cosían para Zara, aunque de esto hace también bastante). El fenómeno se trasladó de Portugal a Turquía cuando los españolitos comenzaron a ampliar sus posibilidades viajeras y las pasiones turcas encendían el imaginario de mis compatriotas.

Por supuesto, en cuanto las clases medias con posibles invadieron las calles de cocodrilos verdes, las clases altas genuinas, las de verdad, las auténticas, huyeron casi despavoridas hacia otras marcas con más glamour, sobre todo en el momento en que hasta los sindicalistas portaban el cocodrilo en su vestimenta más habitual. Marcas más exquisitas, como Loewe (que, por cierto, financia uno de nuestros principales premios de poesía, obtenido por reconocidos autores cuya afilada conciencia social nos les ha supuesto ningún ejercicio de contradicción más allá del pago de la hipoteca) o Louis Vuitton, recogen el testigo de la exquisitez y de la exhibición pública del estatus social, marcas que a su vez entran rápidamente en la rueda de las falsificaciones porque de cualquiera es conocida la obsesión de la clase media por parecer lo que no es.

Fue por entonces que empezaron a ocupar en nuestros armarios un espacio considerable las prendas deportivas y por un momento (no duró mucho, pero existió), nombres como Adidas y Puma en los orígenes, y más tarde la victoria de Nike (como ya no se estudia griego, se pronuncia como se pronuncia), parecieron democratizar todo el asunto, porque se trataba de prendas compartidas por cualquier clase social y por cualquier tendencia ideológica. ¿Qué otra cosa puede unir mejor a una aldea global que calzar unos zapatos deportivos confeccionados por las manos hábiles de un niño vietnamita o de Bangladés —por poner un ejemplo—, de quienes todos sabemos que están especialmente dotados para la costura? Casi al mismo tiempo, las marcas de bajo coste comenzaron su ascensión al Olimpo en el que hoy habitan (al menos sus propietarios) mientras el marquismo se dispersaba en un sinfín de símbolos cada vez más agigantados, casi siempre en relación con los más o menos reconocidos como deportes de élite, tal el polo, el golf, la vela y esas cosas.

Nuestra clase política, como reflejo que es de nuestra propia identidad social, reflejaba a su manera el marquismo y el antimarquismo de que otros hacían gala, lógicamente en relación con sus orientaciones ideológicas (¿quién no recuerda el corte de pelo abertzale como uno de los gestos que transmitían mayor orgullo patrio?), aunque la mayoría se mantenía en un estilo discreto y tirando a tradicional. Sin embargo, en los últimos años, sobre todo a partir del 15-M, los movimientos antisistema y la entrada en el Parlamento de Podemos, parecía al fin que los alternativos entraban en la sociedad común. No deja de tener su gracia cómo los medios destacaron en su día la novedad de unas rastas en el hemiciclo parlamentario cuando en la calle llevaban décadas sin llamar la atención a casi nadie. Así todo estaba ya normalizado: hasta el abanico de nuestra clase política reflejaba la variedad real de nuestras calles (quienes piensan esto tal vez olvidan un pequeño detalle sin importancia: en lo que de verdad coinciden nuestros diputados y diputadas y se distinguen con ello de los demás es en el uso y propiedad del mismo teléfono móvil y de la misma tablet, estos sí sin distinción ideológica).

Alberto Rodríguez, diputado de Podemos.

El caso es que todo esto se ha ido al traste en la semana previa a las elecciones generales, en pleno vértigo electoral, porque una de las grandes noticias del segundo de los debates entre nuestros cuatro candidatos (hombres todos ellos) no versaba sobre educación, sanidad, paro o inmigración, sino sobre la marca del jersey que vestía Pablo Iglesias, el único sin corbata de los varones presentes. Rápidamente, las redes sociales dieron cuenta de que se trata de una marca de ropa alternativa, confeccionada en España y demás características que empujan a considerar sus prendas como dignas de ser portadas por personas con un pensamiento político radical (de izquierdas, claro).

Pablo Iglesias, vestido con un jersey de la marca 198 en el debate electoral de Atresmedia.

Y aquí me veo yo escribiendo sobre este asunto, después de debatir con una amiga a propósito de que a las candidatas políticas se les cuestiona su aspecto y se comenta su atractivo físico, mientras que a los candidatos no. Resulta obvio que no estoy de acuerdo. En esta sociedad de las apariencias y de la imagen también se habla, y mucho, del aspecto de los candidatos y de su atractivo físico (según parroquias, por supuesto).

Y en cuanto a las marcas, ya ven ustedes. Es el mercado, amigos. Nadie está fuera.

PD- Es posible que en alguno de los trasteros de algunos de los que fueron mis domicilios duerma un sueño feliz mi chaqueta de pana. No llevaba marca. No era necesario.


Pedro Luis Menéndez (Gijón [Asturias], 1958) es licenciado en filología hispánica y profesor. Ha publicado los poemarios Horas sobre el río (1978), Escritura del sacrificio (1983), «Pasión del laberinto» en Libro del bosque (1984), «Navegación indemne» en Poesía en Asturias 2 (1984), Canto de los sacerdotes de Noega (1985), «La conciencia del fuego» en TetrAgonía (1986), Cuatro Cantos (2016) y la novela Más allá hay dragones (2016). Recientemente acaba de publicar en una edición no venal Postales desde el balcón (2018).

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