Entrevistas

Entrevista a Elizabeth Duval

Escritora y activista, de raíces madrileñas e infancia extremeña, afincada en París, donde estudia Filosofía y Literatura, Duval es «marxista heterodoxa, feminista, Virgo y eleática», según reza su divisa de Twitter. Jónatham F. Moriche conversa con ella al hilo pero también a contratiempo de la apremiante actualidad, sobre política, ideas, estados de ánimo, feminismo, filosofía y chalecos amarillos, entre otros asuntos.

Elizabeth Duval: «Si ya no creemos en nada, habrá que fundar algo nuevo»

/una entrevista de Jónatham F. Moriche/

Elizabeth Duval, escritora y activista, de raíces madrileñas e infancia extremeña, luego de nuevo en Madrid y ahora en París, donde estudia Filosofía y Literatura, ha participado en la creación de la intervención escénica Y el cuerpo se hace nombre, dirigida por Consuelo Trujillo (2018-2019) y es una de las autoras del volumen colectivo Cuadernos de Medusa (Ed. Amor de Madre, 2018). Es «marxista heterodoxa, feminista, Virgo y eleática», según reza su divisa de Twitter. Conversamos aquí, al hilo pero también a contratiempo de la apremiante actualidad, sobre política, ideas, estados de ánimo, feminismo, filosofía y chalecos amarillos, entre otros asuntos.

Elizabeth Duval (foto de Álex de la Torre).

Vives en París, la ciudad de la Bastilla, la Comuna, el mayo del 68 y, desde hace seis meses, los chalecos amarillos (gilets jaunes). Las imágenes de las protestas y su represión han circulado con profusión en España como en el resto del mundo, pero no tanto los análisis de fondo, más allá de algunas referencias, similares a las esgrimidas con anterioridad para explicar el Brexit o la elección de Donald Trump, al conflicto entre mundo rural y mundo urbano o entre ganadores y perdedores de la globalización. ¿Cuál ha sido, en tu opinión, el caldo de cultivo material y cultural de estas movilizaciones, cómo han sido percibidas en la sociedad francesa y en qué medida y orientación la han transformado desde su aparición?

Hay un mapa bastante conocido que realizó el geógrafo francés Hervé le Bras y que ponía en relación la cantidad de gilets jaunes con la población general de cada departamento de Francia. Se ha intentando comparar ese mapa, sobre todo, con el de los votos a Marine Le Pen en las últimas elecciones presidenciales. Yo prefiero ―quizá porque Houellebecq encarna una cierta Francia extraña, variablemente reaccionaria y que se resiste a desaparecer― la comparación, en buena parte inspirada por Sérotonine, con dos otros mapas: primero, el de las zonas industriales en declive, las de industrialización escasa; segundo, el mapa del referéndum sobre la Constitución Europea.

No sé si París es el mejor lugar desde el cual analizar el movimiento de los chalecos amarillos, por históricas que hayan sido las revueltas en la capital: bromeo a veces con mis amigos de aquí sobre cómo, para muchos parisinos, París es Francia y el resto de Francia es sólo campo. Hasta capitales regionales son campo. Imagina Madrid, pero mirándose quince veces más al ombligo: es posible. Esta dicotomía es fundamental: los chalecos amarillos surgen como una explosión frente a las políticas neoliberales que sufre, desde hace tiempo, la fracción más deprimida de la sociedad francesa. Si el consentimiento entre el pueblo y sus dirigentes es necesario para que el orden del poder establecido se mantenga, este consentimiento se ha vuelto mucho más líquido, se ha desvanecido en el aire después, antes y durante los últimos ciclos electorales: aquellos que votaron a Macron contra Le Pen en la segunda vuelta lo hicieron con el mismo espíritu que cuando se votó a Chirac contra Le Pen padre. No pasas de ocho millones de votos a veinte millones porque te hayas ganado a todos esos electores: consigues esos votos por quién es tu antagonista. Chirac tuvo un 80% de votos contra Le Pen: Macron tuvo un 65%. Todo esto surge en medio de una división y descomposición tremenda en la izquierda: el reagrupamiento bajo el Frente de Izquierda allá por 2010 ha quedado superado, La Francia Insumisa se presenta independientemente del Partido Comunista Francés y los socialistas no superan ni la herida de muerte del quinquennat de Hollande ni los malos resultados ―y su posterior escisión― de Hamon. Bajo el yugo de las políticas neoliberales, con un gobierno al cual no sienten haber consentido activamente y que apenas lleva unos años de mandato, sin una izquierda que dé signos de vida, con un Frente Nacional que ejerce una tremenda fuerza de atracción en la derecha: esto es parte, que no todo, del caldo de cultivo de los gilets jaunes, a los cuales se añade un deseo de democracia directa que otros movimientos no han sabido vehicular, un cierto euroescepticismo…

Los chalecos amarillos pillaron por sorpresa a mucha gente y, desde la izquierda, no se supo muy bien ni qué hacer con ellos ni cómo reaccionar. Un movimiento tan amplio y transversal conlleva estos problemas: yo he estado con militantes de izquierdas que, en un primer momento, no concebían manifestarse al lado de un facha, o de un homófobo, de un racista, cualquier cosa. Digamos que los chalecos amarillos representan muy bien lo que se ha hecho de la sociedad francesa, con todas sus luces y sus sombras, y que esta va mucho más allá de los núcleos de población urbana y sus burbujas. El Frente Nacional intentó apropiárselo, La Francia Insumisa a través de Mélenchon y François Ruffin también; buena parte de la izquierda insurreccionalista, representada por ejemplo en lundimatin, está completa y absolutamente enamorada de los chalecos amarillos. Sí, amor es la mejor palabra para describirlo. Hay artículos ahí cada lunes, algunos de ellos muy buenos, sobre la evolución semanal del movimiento; la mayoría no han sido traducidos; por llamarlos de alguna manera, las críticas desde la posizquierda insurreccionalista me parecen de los mejores análisis que he leído. Recubre un espectro más amplio lundimatin, claro, y no es todo cosas al estilo del Comité Invisible, de La insurrección que viene: hay un artículo reciente muy bueno, «Class struggle is a splendored-thing (Roulez, jaunesse!)» de Alain Brossat, que es profesor de filosofía en la universidad Paris VIII y padre del candidato del Partido Comunista Francés a las europeas, sobre cómo los chalecos amarillos son capaces de vehicular un hilo histórico de lucha de clases mucho más complejo que el que normalmente se concibe desde el análisis marxista. En fin, todo el mundo ha querido su trozo de tarta: entre los que veían un posible rédito electoral para la ultraderecha, los que querían aprovechar para catapultarse políticamente con su programa de izquierdas y más democracia directa, y los que directamente veían ―y hasta ven― cada sábado el concepto de La Gran Noche y la destrucción del sistema capitalista materializarse en disturbios en los Campos Elíseos. Ahora parece que, tras unos cuantos meses, y si bien el movimiento no se ha agotado, sí que se ha estancado; en parte por las escandalosas reformas legales que ha llevado a cabo el gobierno francés, limitando el derecho a la manifestación pública, aumentando las multas e imposibilitando toda manifestación en los lugares que habían sido semana tras semana más conflictivos. Es muy difícil prever si habrá algún tipo de impacto en las elecciones europeas, por ejemplo, porque nadie ha conseguido quedarse con el movimiento. Como si fuera otra demostración histórica de la tremenda capacidad del capitalismo para adaptarse, Macron parece incluso haber salido reforzado de la tormenta, más aún después del incendio de Notre-Dame.

A finales de 2018 estábamos todos muy contentos. Te manifestabas dentro del movimiento estudiantil por las calles y la gente alzaba el puño, gritaba contigo: señores mayores, obreros, conductores de ambulancias, cualquiera por las calles. El clima a finales de año, cuando todo surgía a la vez, era extraordinario. Ahora hay más desilusión, estamos un poco más désabusés. Es difícil que tantísima gente siga saliendo, sábado tras sábado, cuando nada o apenas nada cambia. Las medidas que piden los chalecos amarillos constituyen un programa político muy heterogéneo, sí, pero es que chaleco amarillo puede ser desde un excomunista que ahora vota al FN, como un señor de clase media-alta que vive en el campo que rodea París, como un autonomista libertario de la banlieue de la capital. La llama nunca va a prender a favor de todos, pero no sé yo si hay mecha infinita. Ya veremos. Hay que constatar, de todos modos, que el Frente Nacional se apartó bastante del movimiento, como es natural, cuando derivó en disturbios generalizados, que fue poco antes de que Macron impusiera nuevas restricciones a la hora de manifestarse. Aunque vieran ahí un claro rédito electoral, la clase es la clase. No obstante, sigue sin poderse concebir como un movimiento de izquierdas. Como dice el artículo de Alain Brossat, o implica, es una suerte de alianza entre clases populares y clases medias empobrecidas contra quienes conciben como sus explotadores o enemigos, en fin, Macron como representante de, si nos ponemos clásicos, la burguesía. Todo esto es relativo, obvio, porque el poder adquisitivo francés no es en absoluto el español; dentro de estas alianzas, es más o menos exitosa, y habrá que ver en qué deriva se verá a largo plazo. En un futuro posible entre tantos habrá gente que vea un hilo entre los chalecos amarillos y una victoria de Le Pen en las presidenciales de 2022. No creo que los chalecos amarillos sean La Gran Noche de la revolución libertaria, pero soy algo más optimista y tampoco concibo como probable el futuro lepenista a corto plazo.

Antes de las de los chalecos amarillos, hubo en Francia dos oleadas de protesta: en 2016 la urbana de la Noche en Pie («Nuit Debout») y en 2018 la rural de las Zonas a Defender («Zone À Défendre», o ZAD), y aunque las dos exhibieron prácticas y mensajes muy potentes, su impacto fuera de las esferas militantes fue muchísimo menor. Tampoco el movimiento feminista parece haber alcanzado la masa crítica que sí ha conseguido en distintos momentos en España, Estados Unidos o Argentina. En conjunto, parece un escenario muy distinto al de las décadas de 1990 y 2000, cuando movimientos de matriz francesa e intelectuales franceses eran en buena medida hegemónicos en el movimiento altermundista europeo y mundial. En términos generales, ¿cuál es hoy el papel de los movimientos sociales, y de la producción intelectual vinculada a ellos, en la esfera pública y la estructura política francesa? ¿Cuál es su relación con la izquierda sindical y partidaria, y en general con la población de orientación progresista?

La producción intelectual y los movimientos sociales son dos esferas que están totalmente separadas. Van por libre y cada una tiene sus recorridos. Es esto que dices: es un escenario absolutamente distinto a aquel de las décadas de 1990 y de los 2000… También te digo que yo no viví esas décadas, así que a lo mejor estoy en una especie de nostalgia de lo desconocido que me hace creer que fueron mucho más bellas para la figura de la producción intelectual que el presente. El intelectual, o al menos el intelectual implicado, es una cosa muy francesa, pero también muy histórica: ocupa una fuerza y ejerce una fuerza cultural tremenda, yo diría que con un pico en el 68 del cual después no se recupera del todo. No estoy convencida de que sea porque ahora haya menos nivel que antes, que quizá sí, sino más bien por necesidades vinculadas al Zeitgeist o, por ser más exacta y más hegeliana, al Sittlichkeit, a la lógica moral y a la lógica cultural de nuestro tiempo. Creo que la intelectualidad de derechas y su producción cultural ejercen mucha más influencia en la derecha política que lo que sucede en la izquierda: véase, por ejemplo, el caso de Marion Maréchal-Le Pen, que ahora tiene una cosa que se llama Instituto de Ciencias Sociales, Económicas y Políticas, y que yo creo se postulará en un futuro como relevo, en cierto sentido más inteligente y peligroso, de su tía Marine. O los intentos, por bien o mal que salgan, de Bannon y The Movement, de Breitbart, de la Ilustración Oscura. La izquierda va rezagada. Los partidos, como el Nuevo Partido Anticapitalista de Poutou, tienen sus revistas, sus producciones culturales, claro, pero son de un consumo en su mayoría muy interno. Quizás el de estos últimos, Révolutión Permanente, cuyo enlace directo en España es Izquierda Diario, tenga algo más de influencia, pero se queda en una cosa residual. Los debates académicos marxistas son debates académicos. En los ambientes universitarios sí que hay más discusión, más influencia, pero esto es natural y no podría ser de otra manera… y, aun así, muchas veces ni siquiera es una influencia directamente francesa, sino del autonomismo italiano de los setenta, del trotskismo, de otras corrientes. Igual que La Francia Insumisa se inspiró de Podemos, por ejemplo. El semanal lundimatin, que ya mencioné antes, no creo que tenga demasiada influencia o relación con los chalecos amarillos, de los cuales habla edición sí edición también, pero sí en algunos de los sectores universitarios politizados que los apoyan. La separación es muy fuerte y a mí me cuesta no vincular la susodicha con la debilidad generalizada de la izquierda francesa, pero quizás esto es sesgo mío por universitaria y lectora de lundimatin.

En lo que muchos consideran un hito de la historia contemporánea francesa y europea, el ultraderechista Jean-Marie Le Pen consiguió en 2002 llegar a la segunda vuelta de las elecciones presidenciales, en la consiguió reunir 5,5 millones de votos frente a los 25,5 millones de su contrincante, el conservador Jacques Chirac. Quince años después, su hija Marine Le Pen consiguió también llegar a la segunda vuelta, en la que obtuvo 10,6 millones de votos, frente a los 20,3 millones del liberal Emmanuel Macron. El sistema de doble vuelta hace difícil imaginar una victoria presidencial de Le Pen, y el modelo francés de circunscripciones reduce a una mínima expresión su presencia en el legislativo, pero, ¿cómo se expresa, y qué influencia ejerce, esta potente ultraderecha política en la cotidianidad política y cultural del país?

Uno de los grandes éxitos de la ultraderecha, ya no a nivel francés sino en general, está en cómo ha logrado modular el discurso y sus marcos imponiendo su relato al resto de partidos. El sistema francés, con sus particularidades, sí que ejerce una especie de cordón sanitario endémico hacia expresiones puras de la ultraderecha, pero su discurso ha calado en la derecha tradicional de la misma manera en que Vox, por ejemplo, ha conseguido con no tantos votos marcar en España la agenda de la derecha en general: Laurent Wauquiez, que es el líder de Los Republicanos desde 2017, es representante de un ala más derechista de su partido que aquella de Alain Juppé o incluso de Sarkozy, y el concepto de unión de las derechas ―bien conocido en Francia―, si bien no se da de forma electoral, sí que existe de forma simbólica y cultural. La derecha marca buena parte del paso cultural del país, como también dejan ver movimientos reaccionarios y de influencia católica tales como la Manif pour Tous que se levantó contra Hollande por el matrimonio igualitario. Podría compararse con la influencia que ha ejercido indirectamente la Tea Party americana, por ejemplo. Será que la historia de Francia lleva a pensar el país como una unidad mucho más revolucionaria y mucho más de izquierdas de lo que realmente es en la actualidad. Muchas de las políticas del gobierno de Édouard Philippe bajo la presidencia de Macron, por ejemplo, en materia de seguridad, de control de manifestaciones y de inmigración no tienen nada que envidiar a lo que propondría un gobierno del Frente Nacional. Me parece muy paradigmático en esto cómo Castaner, ministro de Interior, declaró que oenegés como Open Arms «han sido cómplices de contrabandistas», discurso, por más que él lo haya negado, muy parecido al de Salvini y que además ha sido apoyado por grupúsculos como Generación Identitaria, que hasta bromeaban con hacer de Castaner un miembro de honor. Es también famoso el caso de Manuel Valls y su expulsión de miles de personas de etnia gitana. Hay problemas de racismo y clasismo en Francia, que son también los que se evidenciaron en los disturbios de 2005, que dan cuenta de una sociedad bastante más conservadora de lo que se pueda pensar. La izquierda no marca el tempo ni está cerca de hacerlo, en absoluto. Sobre lo que hablábamos antes de movimientos como la Noche en Pie o las Zonas a Defender… no sorprende tanto lo rápido que se consumen, una vez todo tomado en su contexto. BFM, que es un canal bastante amarillista y que ha estado siempre en la órbita de Macron y Sarkozy, es la cadena de noticias más vista del país. Y es que, por muchos tintes revolucionarios que tenga la historia francesa, o su vieja intelectualidad, yo situaría al país en general ideológicamente a la derecha de España, y dudo sobre si hacerlo es o no un atrevimiento.

Las constantes innovaciones en tecnologías y formatos de comunicación interpersonal y de masas, las guerras culturales, las fake news y la fake history, los youtubers y la memética, los escándalos protagonizados por grandes corporaciones como Google o Facebook o por sujetos político-culturales anómalos como Wikileaks o Cambridge Analitytica, aceleran hoy el pulso político de buena parte del planeta. ¿Cómo está viviendo Francia estas transformaciones en el régimen de opinión pública, en torno a qué temas se están señalando sus clivajes y cómo se están alineando respecto a ellos las fuerzas de la cultura, los intelectuales individuales y colectivos, la prensa convencional o las instituciones educativas del país?

El cuestionamiento de las estructuras tradicionales de la democracia representativa que se dio en España con el 15-M, y que yo creo que está en buena parte vinculado, como el resto de movimientos de ese tipo, a las cuestiones que planteas, es uno de los temas más importantes dentro de la revuelta de los chalecos amarillos; es precisamente desde la izquierda, o al menos desde la izquierda en el ruedo parlamentario, una de las cosas que se han señalado con más fuerza. La cuestión es que a gran parte de la población joven estas cuestiones les dan absolutamente igual, porque ya las asumen como propias desde siempre y nada les pilla por sorpresa… bueno, nos pilla por sorpresa… y a la parte militante, la implicada en el movimiento estudiantil, más allá de utilizarlos como medios para seguir actuando de maneras bastante poco novedosas, tampoco parece importarnos tanto. Los medios tradicionales están muy poco adaptados. Una enorme mayoría de medios franceses siguen dándole gran importancia a su edición en papel, y las ediciones digitales tienen casi sistemáticamente un muro de pago.

En esto la izquierda a lo mejor sí que ha sabido sacar más partido de estas nuevas posibilidades, con cosas como Le Média, Mediapart, uno de los miembros más conocidos de La Francia Insumisa que se hizo famoso con Fakir, revistas sobre todo en línea de reflexión marxista como Période y Contretemps; lundimatin también, que ya mencioné antes. Por posmoderno que sea el país, la verdad es que no es muy posmo en las formas de comunicación, todo hay que decirlo. Igual que en España, por ejemplo, el fenómeno de los youtubers es en su mayoría una cuestión tremendamente desideologizada y sin tomar en absoluto partido… incluso más que en el caso de España. Supongo que la izquierda partisana en Francia sigue queriendo hacer la revolución con barricadas y revueltas, por más que ahora hablemos por Discord y Signal. Lo más paradigmático de la incapacidad para adaptarse de los grandes movimientos sociales está en el origen de los chalecos amarillos: un movimiento brutal surgido a partir de unas herramientas tan absurdas y poco seguras como los grupos, páginas y eventos de Facebook, empleadas en su mayoría por gente que ni siquiera son nativos digitales, sino más bien aquellos que recoge la noción de inmigrantes digitales, generaciones que se han adaptado como han podido a las nuevas tecnologías pero no han nacido con ellas.

El año pasado publicaste («Los trampantojos de la literatura de combate», Medium, 09/09/2018) una extensa y metódica reseña y refutación de La trampa de la diversidad (Akal, 2018) de Daniel Bernabé, uno de los libros que más profusa y apasionada discusión ha generado entre la izquierda española en los últimos meses, dentro de un debate mucho más amplio, de alcance planetario, sobre las cuestiones de clase, género y raza, mayorías y minorías sociales y su relación con la izquierda, el neoliberalismo y las nuevas derechas autoritarias. ¿Cuál es tu posición en este debate, cómo evalúas su desarrollo y qué impronta crees que dejará en la construcción de los sujetos y estrategias políticas por venir?

De Bernabé criticaba, sobre todo, una ausencia de rigor en su formulación, pero también una falta absoluta de responsabilidad. No sé qué ha contribuido su libro a la izquierda. Creo que nada. No me parece tan fundamental para nuestro tiempo señalar que el capitalismo tiene una extraordinaria capacidad para absorber y fagocitar toda amenaza que surja en su seno. No sé, yo eso lo tenía por algo mucho más obvio, ¿no? Eso es lo que me apetecía resaltar del libro: cómo no contribuía nada que no se hubiera tratado más y en mejor profundidad dentro de otros debates, como el de Nancy Fraser con Judith Butler que él cita interesadamente o, en fin, dentro incluso del movimiento LGTB, con la separación entre el Orgullo tradicional y el Orgullo Crítico en varias ciudades, sobre todo metrópolis o núcleos urbanos. No te sé decir muy bien de qué habla Bernabé ahora en Twitter o si se le ha acabado el fuelle del libro. Después de decirme que leería y respondería a mi crítica nada más pudiera, dejó de seguirme a las dos semanas y, cuando le recordé que me había pedido que le avisara de su compromiso por si se le había olvidado, no tardó mucho en bloquearme. Él criticaba de muchos círculos de Twitter que la gente despotricara sobre su libro sin habérselo leído: yo, en respuesta a eso, hice toda esta refutación extensa y metódica que tú mencionas… Sin apropiármelo yo en exceso, a lo mejor necesita algún tiempo más para encontrar algo sólido con lo que contestar a lo que yo digo ahí. Algunos me han criticado que, entre tanto eruditismo, no refuto la tesis principal del libro. No sé si se me puede acusar de eruditismo a los dieciocho: ni lo pretendo ni quiero transmitirlo. Me alegro al menos de parecer más erudita que pretenciosa, ¿no? Pero es que mi intención nunca fue una enmienda a la totalidad de La trampa de la diversidad. Considero que el fenómeno que describe de fondo es, en parte, inevitable: considero que las formas y los argumentos son erróneos, pero que la cooptación por parte del capitalismo se produce, existe, está ahí. Pero también que la única manera de construir un sujeto congruente de la izquierda es aunando ampliamente esa diversidad: identificándola y vehiculándola de otras maneras que permitan librar una batalla conjunta en muchos ejes que se forjan. No quiero ponerme pedante tampoco, pero yo lo interpreto en parte a través de aquello que el posmarxismo ha empleado siempre al hablar de cadena de equivalencias y significantes vacíos. El rechazo a que esas identidades formen parte de un todo mayor me parece ingenuo y creo que la izquierda no se construye ni se construirá por ahí. Quizá sí una alternativa rojiparda, pero no estoy muy segura de que eso sea lo que Bernabé quiera. A lo mejor si escribiera ahora «Los trampantojos de la literatura de combate» no sería tan vehemente con Aufstehen, por ejemplo, ni le daría tanta importancia. Me parece que Bernabé se parece más a los comunistas folclóricos que él critica en el libro que a los rojipardos, pero en fin.

Por las mismas fechas publicaste también una nota sobre los sujetos y perspectivas transexuales y su participación en el movimiento feminista («Los flujos de lo trans», CTXT, 26/09/2018), y la transexualidad también era el tema de la intervención escénica Y el cuerpo se hace nombre, estrenada el pasado mes de junio en Madrid, de la que fuiste co-creadora e intérprete. En aquel texto hablabas de un estancamiento en las luchas trans, e identificabas una serie de variables ideológicas, institucionales, generacionales o de clase que incidían en esa situación. Esta cuestión trans fue objeto de sonora y en algún caso áspera polémica, sobre todo en las semanas previas al 8-M, a menudo mezclada con la disputa entre posiciones abolicionistas y regulacionistas frente a la prostitución, y muy marcada en su desarrollo por los hábitos comunicativos de las redes sociales. ¿Qué apostillarías, a la luz de la experiencia de estos meses y el curso de estos debates, a las tesis que sostenías en aquel artículo? ¿Cuál es ahora el momento de lo trans, como sujeto o campo en sí mismo y en el plano más amplio de la gran disputa epocal por la identidad que estamos atravesando? ¿Cuál es hoy, en síntesis, el lugar de lo trans en el mundo?

Yo acababa diciendo que el colectivo trans debía responsabilizarse y tomar partido, todo esto en medio de ese estancamiento… No sé si soy yo quien debe decirlo, pero el tiempo me ha dado la razón, y ni se ha salido de ese estancamiento ni se han movido mucho las cosas. Hay gente trans brillante y muy partisana, está Alana Portero, pero seguimos en las mismas. La cuestión, me parece a mí, es que toda formulación ya no de lo trans, sino del colectivo LGTB, que ha seguido más o menos el mismo proceso pero con variables distintas, en tanto eje vertebrado de una resistencia desde la izquierda, no tiene una razón de ser estrictamente material en el marco de una lucha únicamente contra el capitalismo: frente a pensadores como Paul B. Preciado, al que valoro muchísimo, yo opino que toda articulación del movimiento LGTB como revolucionario o liberador pasa por una especie de folclorización de lo que fue la lucha LGTB en un momento bien distinto al actual, y el rechazo a través de este folclore de los intentos de cooptación del capitalismo. Es en parte lo que vemos en la disputa entre el feminismo y el feminismo liberal de Ciudadanos, pero a una escala distinta, porque el movimiento LGTB sí que se ha visto mucho más fagocitado y neutralizado, ¿no? Y tengo mis dudas sobre el potencial estrictamente anticapitalista de estas identidades, precisamente porque me recuerdan demasiado a una lucha anclada en un momento histórico del pasado que se trata de trasladar sin éxito como si fuera posible repetirlo indefinidamente en el presente, y eso me recuerda a otras respuestas y reacciones de la izquierda que tampoco han tenido mucho éxito.

El lugar de lo trans en el mundo va a seguir siendo la asimilación dentro del sistema de la cual yo hablaba en el artículo. Creo que pronto, igual que se ha hablado de un feminismo institucional o beneficiado por las instituciones, vamos a poder hablar de un movimiento trans institucional, igual que se habla de lo institucional en lo LGTB, ya no conformado por instituciones trans en sí mismas con el liderazgo de personas trans, sino precisamente por una relación distinta con el poder. Esto es una hipótesis que sólo se mantiene bajo ciertas condiciones, claro, y aquí añadiría yo un matiz: todo el potencial de izquierdas que lo trans no tiene estrictamente dentro de lo anticapitalista sí que lo posee contra la reacción, y en tanto la ultraderecha marque discursivamente los marcos de la derecha lo trans y lo LGTB van a poder ser asumidos como bandera desde la izquierda y contribuir electoral y políticamente contra la derecha. En el marco francés, por ejemplo, esto sería imposible, porque aunque la ultraderecha haya marcado el discurso es mucho más difícil articularse contra una alternativa neoliberal que te intenta asimilar que contra una alternativa reaccionaria cuya voluntad es tu destrucción. Lo trans seguirá teniendo una posibilidad política siempre y cuando exista un enemigo así. Si deja de existir, lo trans quedará absolutamente neutralizado y será otra etiqueta más bajo el abrigo del capitalismo y las políticas neoliberales. No sé si se puede parar ese proceso, ni si es posible. Es en parte por esto por lo que lo trans me interesa más bien poco a un nivel teórico y ni siquiera tengo con ello una fuerte vinculación ya en lo personal, pese a haber sido, por ejemplo, portada de Tentaciones con un reportaje sobre el tema y cara visible del movimiento trans en la segunda mitad de la década que empezó en 2010. Las posibilidades, al menos a largo plazo, están para mí un poco agotadas, y prefiero que se aproveche todo lo que se puede sin fundamentar en ello ninguna alternativa emancipatoria, porque sé que en cualquier punto puede quedar coja, por triste ―y quizá polémico, pero tampoco me las doy de enfant terrible― que sea esto. No cambiaría muchas comas de «Los flujos de lo trans». A lo mejor sería un poco menos optimista, pero ya de por sí me parece un texto pesimista.

Desde la perspectiva que te ofrece estudiar en un centro académico de alto nivel en una metrópoli global como París, con un alumnado marcadamente transnacional y multicultural, ¿cómo es la filosofía que viene, o cómo sois las filósofas y filósofos que venís, la primera generación filosófica plenamente nativa de la recesión económica irremontable, de la percepción de inminencia del colapso climático y la proliferación del autoritarismo político y el oscurantismo cultural, sin recuerdos propios del neoliberalismo de la (aparente) estabilidad y abundancia precedente y de toda la estructura ideológica que lo acompañaba? ¿Cuál es, por así decirlo, el ángulo o los ángulos de incidencia de vuestra posición generacional sobre el curso de la tradición filosófica, y qué refracciones puede producir a partir de aquella en vuestra propia aportación teórica y también en vuestra intervención como intelectuales públicos?

Igual que la política ficción, esta pregunta me incita a hacer filosofía ficción, y eso es muy peligroso, ¿eh? Creo que estamos plenamente integrados, en esta generación que viene, en la muerte de todos los grandes marcos narrativos, es decir, dentro del posmodernismo como lógica cultural del capitalismo tardío. Hay ciertas tendencias, como el interés que se ha retomado recientemente por Marx, así, por poner un ejemplo, que yo creo que se van a mantener, pero también creo que mi generación viene a ser, al menos en lo profundo, un poco cínica. Habría que reactualizar la fórmula de Gramsci: aquello del optimismo de la voluntad y pesimismo de la inteligencia va a mutar, indudablemente. Quizás un optimismo por necesidad y un cinismo, ligado ineludiblemente al desencantamiento, por inteligencia, por reflexión. Creo que este optimismo por necesidad nos obligará, en buena parte, a intentar proponer marcos constructivos en lugar de aquellos de destrucción en tanto desmantelamiento que han caracterizado la reflexión teórica de las últimas generaciones. Si para Camus su generación sabía con certeza que no le tocaría rehacer el mundo, la nuestra sigue creyéndose, como todas las demás, destinada a ello. A lo mejor es de verdad, y en ese caso sí que creo en la posibilidad de un impacto positivo y de un cierto regreso de la figura del intelectual público, que ya no existe. No sé si se podrá devolver la vida a esa figura, pero habrá que intentarlo. No sé si se puede dentro de esa lógica endémica del capitalismo tardío. En todo caso, también creo que la consigna de relevo generacional consiste sutilmente en una aceleración de la misma, y que las figuras que ahora son figuras públicas van a quemar su recorrido a mayores velocidades de lo que jamás se ha visto. Espero que no repitamos sus mismos errores. Y ojalá tengamos una mirada más a la larga. Aquello de que vuelve la metafísica es cierto: si ya no creemos en nada, pues habrá que fundar algo nuevo. A ver qué sale de ahí. Y espero que esta respuesta no sea, o no haya sido, tan peligrosa como la pregunta.


Jónatham F. Moriche (Plasencia, 1976), activista y escritor extremeño. Ha publicado textos de análisis político y crítica cultural en medios como El Salto, La Marea, Eldiario, Rebelión o Diario Hoy.

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