A la Luna
/por Pablo González/
Pepe ca Miranda era un tipo singular, excepcional a su manera, como todos los que desafinan en este mundo que obliga a ir a tiempo y tono. Su empeño en guardar una única y exclusiva fidelidad, circunscrita a su persona, lo excomulgaba irremediablemente del resto de religiones, adhesiones y pasiones. Pepe, qué duda cabe, andaba a su aire. Y, sin embargo, con todo y con ello, era también nota un tanto familiar en la aldea asturiana, espécimen más o menos conocido, porque cualquiera de nuestros pueblos tiene su particular muestra de personajes peculiares, genuinos, sin par. Vivía en la casa más pobre de un pueblo de casas pobres, o al menos muy lejos de ser ricas, suelo de tierra, paredes de humo, antojana escasa. Se deslomaba de sol a sol, y a luna, en terruños casi verticales, con rocín flaco, como el del caballero andante, amarrado a un carro del país cien veces remendado. Tres vacas roxas, medianamente alimentadas y, con suerte, alguna descendencia, media docena de gallinas subsidiadas por bardu y cunetas y un cerdo de engorde, rey por un año, completaban su humilde ganadería. Hambre, lo que se dice hambre, no se pasaba, y ya le valía al hombre, que bien recordaba tiempos peores, cuando se comía poco y sólo de vez en cuando. Su mujer, de mente misteriosa, insondable, también para él desde hacía ya tanto, soñaba despierta todos los días, viajaba quién sabe dónde, hablaba con a saber quién. Pepe la prefería durmiendo, plácida y sosegada: así al menos parecía en este mundo. Jamás vi su boca sin un cigarro, negros como el mineral, a veces incluso sin lumbre, apagada por el vaivén incesante, a derecha e izquierda, en su boca sin dientes. Tenía, que yo hubiese visto, un único par de pantalones, tan sucios, tan mugrientos, que un vecino del pueblo, chistoso y algo charlatán, aseguraba que aguantarían sujetos, en pie, sin nadie vistiéndolos. Bebía cuando podía y cuanto le permitían las cuatro perras que juntaba esporádicamente, sin hacerle ascos a cualquier vino, sidra o espirituoso lo suficientemente barato como para permitirle el lujo de repetir hasta, también, ser capaz de soñar despierto. Solía decir que, después de todo, no estaba mal regar este valle de lágrimas con algún líquido más. Pepe tenía un hijo, muerto hacía tiempo. Nunca supe bien del suceso, tampoco pregunté demasiado, porque escarbar en el dolor ajeno es también hurgar un poco en el tuyo. ¿Para qué más? El chico se fue y Pepe tuvo que dejarlo ir. Alguna vez, cuando estaba al licor, lo mentaba, lo lloraba, acaso lo recordase siempre y solo entonces se le escapaba en voz alta.
En el empezar del milenio era yo, además de vecino de Pepe ca Miranda, como alguno habrá adivinado, un bachiller con ínfulas de hombre de ciencia, de técnica, de física y química, creyendo a la sazón que una ecuación era tan pura, tan bella en su perfección milimétrica, como la más hermosa de las catedrales. Deambulaba un anochecer, como tantos otros, por camino conocido cuando me lo topé en la pasera del prau Freisnu, guiada en mano, llindiando las vacas de vuelta a la cuadra en aquel paraje invernal, frío y despejado. Arriba colgaba la Luna, llena, repleta, como una gota de leche al contacto súbito con el negro café. Me hice un poco el trovador y compartí con él algo de lo extraordinario de que unos pocos elegidos, hombres al fin y al cabo, hubieran caminado sobre aquella maravilla que se nos dibujaba en el cielo. Se volvió displicente y me espetó:
—Esu ya mintira, outra más que tragáis. Yo non.
Conocidas sus suspicacias ante lo que no fuesen los asuntos del comer, contantes y sonantes, recogí el guante y presenté, lo mejor que supe, la carrera espacial, el Sputnik, el programa Apolo, los Gagarin, Armstrong y compañía… y hasta me acordé de Laika, a la que evidentemente Pepe rechistó. No cejé en mi empeño, y esforzándome de verás por demostrar lecturas desembrollé los misterios de la ley de la gravedad, las rotaciones y traslaciones, las comunicaciones por satélite, el GPS, el Meteosat y demás prodigios. Nada, Pepe seguía muy lejos de dejarse impresionar por aquellos saberes oficiales, reclamados y premiados por profesores y académicos. Tal vez para una vida áspera, sufrida, de sangre y sudor, la erudición pretendida era cosa de tahúres, embaucadores y vendedores de enciclopedias. Nadie había subido allá arriba, el tema no tenía discusión. Me respondió, por cierto, con una de esas gnosis que no recogen las enciclopedias:
—Si nun somos a gobernanos nesti mundu, llenu de guerras, fame ya llacerias, ¿quién va tar tan allouriáu comu pa querer dir gobernar outru?
Aquella fue, quizás, la última vez que lo vi.
Pablo González (Grau [Asturias], 1985) escribe sobre tecnología, sociedad y política y ha colaborado en diversos medios digitales. Entusiasta defensor del software libre, ha asesorado al Ayuntamiento de Grau en materia de nuevas tecnologías. Fue cocreador de Moshtown, una app buscadora de conciertos para dispositivos móviles. Ingeniero técnico de telecomunicaciones por la Universidad de Oviedo y máster en Dirección y Administración de Empresas por la Universidad Europea Miguel de Cervantes, actualmente trabaja como consultor de sistemas y seguridad en el sector tecnológico. Además, es aprendiz de músico y gaitero y toca el bajo en la mundialmente desconocida banda de punk The New Ones.
muy bueno y lunático a la vez, me gustó