Creación

La niña Ester

Un nuevo 'cuentín triste' de Juana Mari San Millán.

Cuentinos tristes

La niña Ester

/por Juana Mari San Millán/

El problema de la niña Ester no era la tisis, que también. El problema principal de la niña Ester era que era pobre. Tan niña no era la niña Ester. Pronto iba a cumplir los catorce. El bacilo de Koch enredado en sus pulmones la aniñaba a la fuerza; le impedía pegar el estirón propio de la edad. Tosía y tosía, le dolía el pecho, se fatigaba a menudo, carecía de apetito, sentía escalofríos durante el día, sudores durante la noche. La niña Ester, flaca, tísica, raquítica, pobre y todo, era una preciosidad.

—Una muñeca de porcelana —repetía Tasio a quien se interesara por ella.

Lo sabía de sobra porque la vigilaba todos los días a la hora del ángelus, el único rato en que Ester se asomaba a la calle sentada en el escaño de madera pegado a la fachada con humedades y desconchones de la casa donde vivía en el alto de la calle, frente a la iglesia del pueblo, justo en la línea divisoria entre el Barrio de Arriba y el Barrio de Abajo.

Tasio tenía todo el tiempo del mundo para observar a su preciosa muñeca de porcelana. Había cumplido ya los quince y abandonado, por tanto, la escuela. Ester tampoco iba a la escuela, en su caso por culpa de una tuberculosis multirresistente. En la hora del ángelus, Ester se sabía vigilada por Tasio, pero disimulaba de lo lindo la muy cuca. Tasio no ocultaba su prendamiento de Ester, babeaba por sus huesos enfermizos, aunque no podía acercarse a ella ni a la hora del ángelus ni a ninguna.

—Una preciosa muñeca de porcelana envuelta en una burbuja —se decía para sus adentros.

En realidad, nadie, excepto la madre (el padre se resumía en un eco confuso, una ausencia encarnada en sospechas) y el médico, se aproximaba a Ester por miedo al contagio. Tasio entendía los límites agobiantes de la pobreza —los mismos grillos que lo aherrojaban a él—, pero no comprendía la condena al aislamiento que padecía Ester ni el manto de pasividad y resignación que la enmarañaba.

No lo pensó más: la secuestraría. Robaría la cartera y la moto de su hermano mayor, le pondría su único abrigo, su propio gorro de lana y sus guantes nuevos de cuero, la cogería en brazos, la ataría a su espalda y se la llevaría en la moto al balneario de Corconte. Ya se buscaría la vida; ya se las apañaría para que fuera atendida como una reina de porcelana y encontrara la sanación.

A las doce en punto del planeado día D del secuestro, recostó la moto sobre una de las columnas del portalillo de la iglesia de San Juan Bautista, patrón de Santibáñez de la Peña, el pueblo que habitaban ambos tortolitos desde que nacieron. Al quitarse el casco con la flema de un delincuente profesional o la chulería de un Marlon Brando mozo, escuchó con extrañeza campanadas que no convocaban a la oración del ángelus como de costumbre, sino que doblaban a muerto. Corrió a trancos hasta la puerta de la casa desaliñada de la niña Ester. El poyo de madera, adosado a la destartalada pared frontal, se mostraba vacío, desierto, desolado.

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