Flavio
/un relato de Fernando Prado Eirin/
Simular vivir con normalidad: ésas eran las palabras que repetía Flavio como un mantra cuando se cruzó con ella nada más bajar del autobús. Se quedó allí de pie en medio de la acera, viendo cómo desaparecía engullida por la multitud. No pudo quitársela de la cabeza durante el resto del día; la visión de su larga cabellera de destellos cobrizos ondeando en el sucio viento de la ciudad, el sonido de sus pasos ligeros absorbidos por el murmullo constante del tráfico, su perfil afilado, sus ojos de glaciar, su figura armoniosa y ágil, su piel casi transparente manchada de un tono rosáceo por el sol del Mediterráneo.
Eran las cinco y diecisiete minutos de una tarde calurosa, el mundo se derretía. El día dejó de tener esa apariencia de uniformidad. Flavio sabía que se trataba de un espejismo, un espejismo que él mismo producía con la única intención de sobrevivir un día más, pero aún así le irritó que esa imagen que proyectaba se esfumara como si nada solo por cruzarse con aquella chica. No entendía por qué de repente todo se le había venido encima. Lo cierto es que después de la fascinación vino la tristeza y esa irremediable sensación de ahogo. Sentía que le faltaba el aire, que se mareaba, que le flaqueaban las fuerzas. Era algo completamente irracional. Sin embargo necesitaba abandonarse, colapsarse, sucumbir. Y eso fue precisamente lo que hizo.
El abandono consistía en la pérdida del apetito, el aumento de la dosis diaria de cafeína y una más que notable falta de concentración. Cuando Flavio se sumía en ese estado de desgracia descuidaba su higiene personal, a menudo olvidaba ducharse y la barba crecía día tras día oscureciendo su pálido rostro. Procuraba pasar la mayor parte del tiempo en la calle, paseaba sin rumbo, se sentaba en cualquier lugar a descansar y observaba a los transeúntes preguntándose si iban o venían. Durante los episodios más graves de abandono se ausentaba del trabajo o se iba a media jornada alegando indisposición o migraña; incluso en una ocasión consiguió que su médico le diera la baja por ansiedad, baja que se prolongó durante treinta y siete días y sus noches.
Tras una interminable noche de insomnio, se las arregló para ir a la cocina y prepararse un café bien cargado. Fue al baño a lavarse la cara. Se asustó al ver su rostro reflejado en el espejo lleno de salpicaduras: estaba demacrado, y sus ojos hundidos. Regresó a la cocina y se sirvió el café, que parecía tinta, en la taza de siempre. Había dedicado años de esfuerzo a construir esa apariencia de normalidad detrás de la cual sobrevivía a duras penas. A pesar de todo, vivir así le resultaba cómodo o al menos le facilitaba las cosas; pensaba que si conseguía convertirse en un maestro del mimetismo acabaría formando parte de aquello a lo que quería parecerse, es decir, si actuaba como la masa ésta lo consideraría uno más y eso lo ayudaría a sentirse aceptado, integrado y vivo. Pero su soledad era atroz.
Después de tomarse el café se vistió de prisa, se colgó la vieja mochila del hombro derecho y bajó a pie las cinco plantas que lo separaban de la calle. Los escalones eran pequeños para sus pies largos y robustos, pero después de varios años subiendo y bajando las escaleras varias veces al día, se había acostumbrado. Aún así, sabía que en cualquier momento podría tropezarse o resbalarse en uno de los noventa escalones y caer rodando escaleras abajo.
Flavio se enamoraba al menos una vez al día. Era consciente de que su capacidad para enamorarse suponía un problema para su salud mental y eso le provocaba constantes cambios de humor y altibajos anímicos, pero no podía evitarlo. Estaba convencido de que esta vez era diferente —siempre lo era—, aunque en el fondo no albergaba la más mínima esperanza de volver a cruzarse con esa chica. En cualquier caso, sería incapaz de hablarle o de hacer un gesto que provocara un intercambio de palabras. Era un individuo reservado, tímido y un completo inútil a la hora de relacionarse con los demás.
Estaba siendo un verano especialmente caluroso. Las sucesivas olas de calor habían causado varios muertos, sobre todo ancianos y gente que trabajaba en la calle a pleno sol. Era difícil hacer vida normal debido a las altas temperaturas y las noches se habían convertido en un auténtico suplicio. Conciliar el sueño era algo casi imposible; un lujo sólo al alcance de aquéllos que tenían aire acondicionado. Flavio había colocado dos ventiladores en la habitación de manera estratégica para que crearan una corriente de aire capaz de favorecer la refrigeración de un cuerpo adulto hasta alcanzar la temperatura óptima para dormir, pero el calor era tal que todos sus cálculos se quedaron cortos. Aún así, cada noche revisaba que los ventiladores estuvieran en la posición correcta (había hecho unas marcas en el suelo con cinta adhesiva) y que funcionaran a la perfección.
A medida que pasaban las semanas, Flavio se veía cada vez más deteriorado. Sus compañeros de trabajo en la tienda de souvenirs comenzaban a preocuparse por su pérdida de peso y su aspecto desaliñado. En más de una ocasión le preguntaron si se encontraba bien, si estaba enfermo o si tenía problemas. Él lo negaba de manera esquiva y les daba la espalda rápidamente, yéndose al otro lado del mostrador o apoyándose en el marco de la puerta del local para observar el hipnótico fluir de la gente. Llevaba trece meses trabajando en la tienda. Se entendía a través de gestos con la mayoría de los turistas que entraban en busca de una camiseta, un imán para la nevera, un cenicero, una postal o cualquier baratija en la que aparecieran los símbolos de la ciudad. Trabajaba de lunes a sábado, de 10:00 a 14:00 y de 17:00 a 21:00, por un sueldo irrisorio con el que apenas conseguía llegar a fin de mes siempre y cuando aplicara un estricto régimen de privaciones. Estudiar arqueología solo le permitió llevar una vida desenfrenada y salvaje durante los años de universidad. Acabar la carrera marcó un punto de inflexión en su vida, convirtiéndose de pronto en un demandante de empleo más en una sociedad fracturada por el paro, la precarización y la sensación de que ya no existía un futuro más allá de la bruma de los días que se suceden sin esperanzas.
Un viernes salió de la tienda a las dos y trece minutos. Caminó los escasos doscientos setenta y siete metros que lo separaban del subterráneo y se adentró en las profundidades de la ciudad. Cruzó el torniquete y bajó al andén, donde tomó un tren que atravesaría las entrañas de la metrópolis palpitante. Se dejó caer en uno de los asientos libres. Colocó las manos sobre las rodillas, echó la cabeza hacia atrás y se quedó mirando el techo iluminado del vagón. Se sentía cansado, abatido, derrotado. Cerró los ojos. Cuando escuchó su parada anunciada por una voz robótica se levantó lentamente y caminó hacia las puertas arrastrando los pies. Salió del vagón con dificultad tropezándose con un grupo de jóvenes que emanaban testosterona y alcohol. Mientras subía por las escaleras mecánicas con la mano derecha apoyada en la cinta y la mirada fija en la luz que entraba de la superficie, una chica pelirroja pasó a su lado subiendo de prisa. Era ella. Llevaba el pelo recogido en un moño e iba vestida con un pantalón corto de color rojo, una camiseta de tirantes blanca y unas sandalias negras. No pudo evitar seguirla. Apuró el paso hasta acompasarlo con el de la chica manteniendo la distancia que consideró prudente. Ella se detuvo en un paso de cebra; mientras esperaba a que el semáforo se pusiera en verde para los peatones él permaneció a unos metros de distancia. Reanudaron la marcha, ella con un destino, él con un objetivo.
Al otro lado de la calle dos chicas se abrazaron cariñosamente y se besaron como si no hubiera mañana. Flavio continuó caminando tratando de disimular, pero su perturbación era tal que tropezó y desapareció por un agujero en la acera. A pesar de las señales y las vallas acabó varios metros bajo tierra, donde un operario de la compañía telefónica se lo encontró de pronto, tratando de levantarse a pesar del dolor.
En la superficie, las chicas continuaron besándose sin inmutarse.
Fernando Prado Eirin, nacido en Caracas (Venezuela) pero afincado en Barcelona, es escritor, músico e ilustrador. Colabora con la web de ilustración Boreal y ha participado en varios experimentos musicales.
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