Shangri-Lá viejo y nuevo
/por Pablo Batalla Cueto/
Un pescador apareja su bote: el día parece propicio para la práctica de la pesca. Toma dos sencillas cañas de pescar confeccionadas con vara de bambú, hilo de seda y un anzuelo hecho con una aguja doblada, así como un cuenco de arroz cocido, que utilizará como cebo. Sale entonces al río cercano y comienza a remontarlo con calma, deteniéndose en aquellos veneros de los que sabe que suelen rendir buenas capturas. Hoy, sin embargo, no le asiste la suerte. Los peces se resisten a picar y la mañana transcurre sin ningún éxito. El pescador decide en consecuencia seguir remando más allá del meandro donde suele dar la vuelta para regresar a su aldea. Se adentra, así, en una comarca que desconoce: nunca ha llegado tan lejos. En un momento dado, el río se adentra en un espeso bosque que le sorprende. Su belleza es sobrecogedora: todos los árboles sin excepción son melocotoneros cuajados de flores y el suelo está completamente tapizado de pétalos rosáceos. La mano del hombre no se adivina por ningún sitio; sólo el tenue y despreocupado trinar de algunos pájaros y el murmullo del río quiebran la vastedad del silencio.
El río está ahora abarrotado de carpas y salmones, pero el pescador ha olvidado ya lo que lo ha traído aquí, y sigue remando mecánicamente mientras admira el paisaje. Perdida la noción del tiempo, las horas pasan, y ya declina la tarde cuando el pescador alcanza el nacimiento del río: una oquedad abierta en una montaña de la cual mana con calma una cascada cristalina. Impelido por una fuerza inefable, el pescador amarra su bote a un árbol y entra en la gruta. Es muy angosta, pero corta, y logra atravesarla gateando. Al otro lado, se topa un valle flanqueado por altos riscos y cuyo único acceso parece ser el que acaba de utilizar. La vegetación es la misma que en el curso alto del río: una espesa fronda de durazneros floridos, con la misma alfombra de pétalos cubriéndolo todo. Aquí, sin embargo, sí hay seres humanos: un grupo de hombres y mujeres de todos los sexos y edades que sale a su encuentro con curiosidad, pero sin mostrar temor ni agresividad ni preguntarle quién es ni de dónde viene. «Ven con nosotros», se limitan a decirle esbozando una sonrisa amable y con un acento extraño, como arcaico, y él accede a seguirles. Tras una corta caminata, el pescador es conducido a una pequeña aldea arracimada en torno a una amplia plaza central y de la que no tarda en sorprenderle un detalle: todas las casas son exactamente iguales. No hay una más grande ni más lujosa que las otras. Tampoco ninguna de aspecto más mísero que el de las demás.
El pescador es invitado a quedarse allí cuanto guste, y finalmente permanece una semana a lo largo de la cual le va siendo relatada la historia del lugar. Según le explican los aldeanos, sus ancestros recalaron allí hace cinco siglos huyendo de las sangrientas guerras civiles de la aquella época y decidieron organizar la aldea recién fundada siguiendo principios de igualdad y justicia de los que sus descendientes nunca abjuraron. En el valle, la tierra y el trabajo en ella son comunales, no existen el dinero ni los impuestos y no hay señores ni siervos. Por lo demás, el aislamiento del lugar en las cinco centurias transcurridas desde la llegada de los padres fundadores ha sido total. Los lugareños jamás han salido de la aldea y nada saben de los cambios políticos que ha vivido el mundo exterior. No han oído hablar de los Han ni de las nuevas guerras que han ido sacudiendo al imperio chino. En su pequeño edén tampoco existen las guerras. El pescador, maravillado, decide quedarse a vivir en el valle, pero solicita permiso para ir a buscar a su esposa e hijos, seguramente preocupados por los diez días que dura ya su ausencia. Los aldeanos le permiten instalarse allí con su familia con una sola condición: que no cuente a nadie más la existencia del valle.
El pescador jura no revelar el secreto, sale del valle por la cueva-manantial y desciende río abajo hasta su aldea, pero cuando llega al pueblo no puede resistirse a romper su promesa contándole a todo el mundo su descubrimiento. Sus convecinos, los unos maravillados por aquella historia, los otros no teniéndolas todas consigo y deseando comprobar con sus propios ojos lo que cuenta el pescador, resuelven marchar también con él al enigmático valle. Todos se suben a sus botes y remontan el río como una pequeña armada, con el pescador encabezando la expedición.
Los aldeanos reman a toda velocidad, ansiosos por conocer ese paraje que el pescador no deja de describirles, pero pasan las horas y nada de lo relatado hace aparición. No hay rastro alguno del bosque de melocotoneros que el pescador asegura haber atravesado, ni tampoco de la cueva-manantial. Cuando llega el crepúsculo, el río sigue siendo el de siempre: bonito, pero no hermoso; agradable, pero no edénico; tranquilo, pero no a salvo de la depredación de los señores feudales. Frustrados y furiosos, los aldeanos insultan y llaman mentiroso al pescador y regresan airados al pueblo. El pescador dedicará cada día que le quede de vida a tratar de encontrar la entrada al valle, pero ya nunca lo logrará…
Han pasado los años, los lustros y los decenios; algún siglo ya. Shangri-Lá es hoy el gran reclamo turístico del país en el que se encuentra, que centra en el lugar las campañas turísticas que lanza en Occidente para atraer visitantes. «Vive tu propia utopía en Shangri-Lá» es su eslogan, y el anuncio televisivo es una sucesión de imágenes cautivadoras de selvas frondosas, cataratas de ensueño, riscos nevados y danzas autóctonas. La autopista A7, recién construida, conecta las grandes capitales del país con el paraje, aunque a quien quiera acceder a pie y a través del manantial se le ofrece un pack turístico llamado Shangri-Trail que consiste en una ruta de cuatro días por la selva, con guías y sherpas que cargan las tiendas de campaña y las montan y transportan también la comida.
Una vez en Shangri-Lá, las actividades ofrecidas al turista son numerosísimas. Hay un mercado de artesanía con toda clase de abalorios y tallas de madera de los que se asegura que son artesanales, fabricados por los habitantes del pueblo (aunque hay quien juraría haberse encontrado exactamente los mismos abalorios y tallas de madera en otros mercados artesanales de otras ciudades del mismo país…). Decenas de turoperadores ofertan a su vez toda clase de recorridos y excursiones de distinto tipo y grados de dificultad: a un santuario de elefantes, a visitar las formaciones rocosas más singulares, a bañarse en un lago hipersalado y hacerse fotos flotando en él y leyendo el periódico… Las montañas que rodean Shangri-Lá, algunas de ellas muy altas, atraen también a escaladores expertos que las acometen en solitario o en grupos organizados. Cuando se corona la montaña más alta, una oficina especial del Ayuntamiento expide un diploma exclusivo, y si se bate el récord de velocidad en ascenderla y bajarla, una medalla de oro. Hay quien en el pueblo y fuera de él se queja de que el desafío está masificando las montañas y de que algunos puntos de la cordillera se han convertido en auténticos vertederos de botellas vacías de oxígeno, envases de comida y botellas de agua vacíos, etcétera. En algunos de ellos, situados más allá del umbral de nieves perpetuas, las heces de los excursionistas se congelan y acumulan y los ecologistas claman que aquello puede acabar redundando en una avalancha literal de mierda y contaminando las fuentes de dos ríos, generando una crisis sanitaria, y que debería organizarse un cuerpo de guardabosques que cacheara a los excursionistas a su vuelta para asegurarse de que bajan con sus heces guardadas en una bolsa en la mochila, so pena de una multa. Pero en el Ayuntamiento de Shangri-Lá se encogen de hombros: el turismo da mucho dinero, el cuerpo de guardabosques lo costaría y al pueblo no le sobran los recursos, sobre todo desde que la reconversión industrial cerró la factoría siderúrgica que vertebraba económicamente la comarca. El turismo es un maná al que no se pueden poner obstáculos.
Al alcalde, de todas formas, sí que lo tienen un poco harto ciertos excursionistas que, obsesionados con el desafío, se aventuran a la montaña con los mínimos pertrechos posible a fin de correr más ligeros: pantalones cortos, zapatillas deportivas y así. El equipo de rescate ya ha tenido que acudir varias veces a salvar a algún corredor al que, pobremente equipado, un cambio brusco del tiempo le impidió descender; y de hecho ha habido ya dos muertos: dos turistas occidentales que como no llevaban ni crampones resbalaron en el hielo y se cayeron por una grieta. Al cadáver de uno ellos, los rescatadores le vieron un tatuaje que ponía: «I don’t know where’s the limit, but I know where is not». «Ya hay que ser imbécil», piensa el alcalde, pero el coste de los rescates sigue siendo sustancialmente menor que el volumen de dinero que esa afluencia de turistas vierte sobre el pueblo, así que de momento no va a tocar nada. Al contrario, está tentado de aceptar la propuesta que le hace la hidroeléctrica que gestiona la energía local: una ultramaratón de 120 kilómetros que recorra las selvas y las montañas de Shangri-Lá. Otro paraje no muy lejano organiza una de 80 y les ha ido muy bien: acude gente de todo el mundo y que además suele ser gente adinerada; ricos ociosos con ansias de aventura. El problema es que la hidroeléctrica le propone un recorrido que atraviesa dos santuarios de elefantes, y el reglamento prohíbe expresamente organizar eventos deportivos en ellos a fin de no perturbar la vida de los animales, que se hallan en peligro de extinción y cuya reproducción depende en buena medida de su tranquilidad. Pero la oferta es tan jugosa…
Bastaría con modificar el reglamento para poder aceptarla, y no es difícil. Sí, seguramente la acepte. La hidroeléctrica le propone el siguiente nombre: ShangriMan Challenge. «Los ultrarunners van a venir como polillas a un farol», fantasea el regidor, pero a la vez no puede evitar entregarse a una cierta melancolía. En el fondo extraña el Shangri-Lá que conoció en su niñez: un lugar tranquilo, apacible; la vida más sencilla. Venían visitantes foráneos, pero eran viajeros solitarios muy ocasionales o, si acaso, clubes excursionistas que, aunque podían ser numerosos, venían a con actitud respetuosa, genuinamente atraídos por el mito de Shangri-Lá. A esta otra gente —se dice— les importa un cuerno Shangri-Lá. Vienen a hacerse fotos, a comprar baratijas y a buscar estúpidas apoteosis individualistas de las que presumir en sus lugares de origen. «Pero qué voy a hacer, ¿echarlos? ¿Poner un muro?», le dice el alcalde al propio alcalde. «Me debo a la gente del pueblo —piensa—. Y antes aquí había sólo una tasca languideciente y hoy hay veintisiete restaurantes; y a mi primo, que estuvo a punto de suicidarse porque no soportaba estar en el paro, ahora le va estupendamente bien con su tienda de souvenirs. No se puede ir contra el progreso por más que en el progreso no sea todo de color de rosa», se dice el alcalde justo antes de estampar la firma.
Pablo Batalla Cueto (Gijón, Asturias, 1987) es licenciado en historia y máster en gestión del patrimonio histórico-artístico por la Universidad de Salamanca, pero ha venido desempeñándose como periodista y corrector de estilo. Ha sido o es colaborador de los periódicos y revistas Asturias24, La Voz de Asturias, Atlántica XXII, Neville, Crítica.cly La Soga; dirige desde 2013 A Quemarropa, periódico oficial de la Semana Negra de Gijón, y desde 2018 es coordinador de EL CUADERNO. En 2017 publicó su primer libro: Si cantara el gallo rojo: biografía social de Jesús Montes Estrada, ‘Churruca’.
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