Los últimos días de Plinio el Viejo, de Ignacio Cartagena
/una reseña de Carlos Alcorta/

A pesar de haber publicado con anterioridad seis libros de poesía —Los últimos días de Plinio el Viejo es el séptimo—, no había tenido la oportunidad de conocer la obra de Ignacio Cartagena (Alicante, 1977), y bien que lo lamento, porque la lectura de este libro me ha deparado excelentes momentos y muy gratas sorpresas por más que recurra a un viejo tópico —quizá no tanto como el del manuscrito— como es el de un supuesto legado, en este caso con los poemas que ha ido escribiendo a lo largo de su vida un anacrónico profesor: «A los pocos días de fallecer mi profesor de latín, a quien llamábamos Plinio el Viejo, su viuda, que también fue profesora mía, de matemáticas, me llamó para entregarme unos cuadernos llenos de versos». Pues bien, con este supuesto material Ignacio Cartagena ha organizado y publicado un libro atendiendo al requerimiento de la viuda y lo ha dividido en las siguientes secciones: «Lluvia tras los cristales», integrado por los poemas que escribió en los últimos años que ejerció como profesor; «Ensayo de paz perpetua», con poemas escritos durante la jubilación y «El bárbaro Odoacro», con los poemas últimos. Se incluyen, además, dos largos poemas sin fecha: «Desnudo para principiantes» y «La academia de la lengua» y unos «breves fragmentos arqueológicos» que Cartagena ha titulado «En la Ciudad Efímera». Lo primero que nos llama la atención es que dichos poemas parecen estar escritos por un hombre de espíritu jovial que casa mal con la idea preconcebida que tenemos de un profesor a punto de jubilarse o ya jubilado, aunque recurra a una escenografía clásica, como hizo magistralmente, y salvando las distancias, Cavafis: «Dos mil años más tarde, en esta casa,/ los gestos que acabamos desechando/ tendrán las asas rotas, y sus curvas/ serán de arcilla espesa,/ sin esmalte».
El desparpajo y la ironía frecuentan estos poemas de principio a fin. No hay afán alguno de trascendencia y sí mucha anécdota —versificada con un ritmo ascendente y métricamente ortodoxa—, hilarante en muchos casos, como en el largo poema «Desnudo para principiantes», en el que un manual de pintura pone patas arribas la convivencia familiar: «Quité el precinto/ —con una vaga idea de cruzar el Rubicón—/ y abriéndolo al azar os enseñé/ a ti, s tu madre y desde luego/ a tu hijo adolescente, esas valquirias…».
En la segunda sección, «Lluvia tras los cristales», el magisterio, visto desde diferentes ángulos, es el tema central. El contraste entre la juventud de un alumnado más preocupado por seducir y juguetear con el sexo opuesto que por aprender una lengua muerta lleva al profesor a reflexionar de esta forma: «Yo soy la decadencia de mi mundo,/ la tumba de mis propios descendientes,/ la crisis —hecha carne— de mi siglo./ … Perdón, Minerva, ya sé que me alargo». Éste es el tono general de todo el libro. Prima en él un contenido sarcasmo que se tiene a sí mismo como diana, algo que no debe resultar nada fácil a un provecto profesor (como he dicho antes, esta dislocación entre la factura de los poemas —más propia de, por ejemplo, un tesinando o de un becario— y la supuesta venerabilidad de un profesor en sus últimos días, resta credibilidad, que no intensidad y emoción, a estos poemas).
En «Ensayo de paz perpetua», la sensualidad juvenil se impone. La influencia de poetas de la línea clara, sobre todo de un Juvenal Soto o de Luis Alberto de Cuenca, parece clara, como delatan estos versos, que marcan la inflexión general de todos los poemas: «Moviendo el agua espesa del otoño,/ disuelta, diluviada tantas veces,/ filtrada por un muesli diminuto/ de conchas de cangrejos, de alquitrán,/ pasea la odalisca/ tan fresca, tan recién desayunada,/ que a medio metro escaso de mi sombra/ diríase pintad por un Rubens»).
El asunto de la vejez y sus consecuencias se instala en los poemas de «El bárbaro Odoacro», pero no se muestra como una tragedia irreparable. El sentido del humor sigue impregnado estos poemas, algunos construidos partiendo de frases comunes: «Parece que fue ayer, el otro día/ en la presentación. Tosía mucho,/ se le iba fácilmente la cabeza. // Me dijo que y ano tenía fuerzas ni palabras./ En fin, que lo dejaba». El juego de identidades se amplia ahora hasta Euegenio Montale, de quien se reproducen tres poemas apócrifos.
El libro finaliza con la sección «La Academia de la Lengua» es acaso la más heterogénea, aunque la poesía, desde la construcción del poema a la experiencia vital de al que se nutre o la relación, tan analizada, de poesía y vida predominan en ella: «Delante de los torvos catedráticos/ —preséntese y exponga sus motivos—/ les digo la verdad: “mi nombre es nadie”./ — Reuma, por favor: sin poesía.// Me observan mientras leo algunos versos. // — Son malos, la verdad. Peor, mediocres». A tenor de lo leído, los poemas del desencantado profesor de latín —de Plinio el Viejo— que Ignacio Cartagena a tenido a bien rescatar del anonimato, merecen una lectura distendida que permita indagar en todo lo que se esconde detrás de la equilibrada sátira que sirve de envoltura a los versos.
Selección de poemas
Non legitur
Anoche te me has vuelto a hacer encima
y me has dejado el pecho convertido en pergamino.
Repaso los relieves del mensaje indescifrable.
Mis manos son en sánscrito, tu cuerpo es en latín.
La labor del arqueólogo
A veces eres túmulo
y vaso ecuestre y urna cineraria.
Y a veces aguja para el pelo,
cuenco, fíbula, candil, collar, sandalia.
Y a veces eres trigo.
Y a veces, delantal de esparto.
Y siempre estás sellada, siempre dentro,
y esperas que te limpie con ayuda de un escoplo,
que extraiga intimidad de entre tus días casi iguales,
que escarbe por debajo de tu séptimo cansancio.
Copa quebrada
Guardas en tu cuerpo un diminuto anacronismo,
un método de riego que dejaron los etruscos,
la acequia que disuelve entre espirales
el bronce ecuestre de mis limoneros.
Con ese viejo ducto me administras
las aguas de tu celo, moldeadas
hasta el barro; me repartes
en ungüentos, en afeites;
y si algo cae, algo
mancha o
algo
de
mí
queda,
lo reciclas
para darle de
comer a tus migrañas.
Pro domo mea
Tu cuerpo llega a veces de visita
por el impluvio.
Descalzo, se recuesta en el triclinio,
me agradece
la cena que le ofrezco,
los licores.
Y luego, ya sin túnica ni velo
—dejando tiempo a que la servidumbre
retire, de su tacto, lo que sobre—
me pide que vaya colocándole las piezas
de un juego tristemente parecido
al ajedrez.
Yacimiento
Dos mil años más tarde, en esta casa,
los gestos que acabamos desechando
tendrán las asas rotas, y sus curvas
serán de arcilla espesa,
sin esmalte.
Por más vueltas que den, a los expertos
también les pasará lo que a nosotros:
que no tendrán idea de cómo interpretarlos.
Los últimos días de Plinio el Viejo
Ignacio Cartagena
Ars Poética, 2018
102 páginas
12€
Carlos Alcorta (Torrelavega [Cantabria], 1959) es poeta y crítico. Ha publicado, entre otros, los libros Condiciones de vida (1992), Cuestiones personales (1997), Compás de espera (2001), Trama (2003), Corriente subterránea (2003), Sutura (2007), Sol de resurrección (2009), Vistas y panoramas(2013) y la antología Ejes cardinales: poemas escogidos, 1997-2012 (2014). Ha sido galardonado con premios como el Ángel González o Hermanos Argensola, así como el accésit del premio Fray Luis de León o el del premio Ciudad de Salamanca. Ejerce la crítica literaria y artística en diferentes revistas, como Clarín, Arte y Parte, Turia, Paraíso o Vallejo&Co. Ha colaborado con textos para catálogos de artistas como Juan Manuel Puente, Marcelo Fuentes, Rafael Cidoncha o Chema Madoz. Actualmente es corresponsable de las actividades del Aula Poética José Luis Hidalgo y de las Veladas Poéticas de la Universidad Internacional Menéndez Pelayo de Santander. Mantiene un blog de traducción y crítica: carlosalcorta.wordpress.com.
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