El Goya cotidiano
/por Francisco Abad Alegría/
Tras la brillante presentación del libro del Dr. Carlos Foradada, que recoge su magistral tesis sobre las pinturas negras de Goya, editado por Trea, y su reposada lectura posterior, reparé en mi pretérita lectura del epistolario de Goya a su amigo Martín Zapater (Francisco de Goya: Cartas a Martín Zapater [edición magistralmente revisada y anotada sobre la previa de 1982 por M. Águeda y X. de Salas], Madrid: Istmo, 2003), disfrutado con motivo de la búsqueda de datos sobre alimentación en la Zaragoza del tiempo de los dos desgraciados Sitios en la Guerra de la Independencia (F. Abad Alegría: Comida y comida en tiempo de los Sitios de Zaragoza, en M. L. Torres [coord.]: Los sitios de Zaragoza: alimentación, enfermedad, salud y propaganda, Zaragoza: Institución Fernando el Católico, 2009, pp. 375-390). Al releer el epistolario goyesco advierto detalles de la más sencilla humanidad de nuestro gran pintor, que podrían interesar a quienes se han detenido básicamente en su obra y devenir vital complejo, y que al menos a mí me inspiran ternura: la de saber que Francisco de Goya no era únicamente un coloso del arte sino también otro español modelado del mismo barro que quienes le admiramos y orgullosamente compartimos su nacionalidad.
Dos protagonistas; uno en la sombra
Porque las cartas no se escriben sin objeto de comunicar algo a alguien, incluidas las que se abandonan en el mar dentro de una botella: tienen un destinatario, aunque sea desconocido y con ignorada fecha de entrega. Goya escribe con un estilo literario que podríamos calificar como muy mejorable, por no decir habitualmente asintáctico, empleando una ortografía que aun en una época gramaticalmente no del todo consolidada resulta chocante e impropia de alguien bien instruido por los escolapios del colegio de Santo Tomás de Zaragoza. Las haches, bes y uves bailan alegremente en el texto, mereciendo un suspenso a gritos. Además, las epístolas son a veces notas de urgencia, ocasionalmente desahogos afectivos, encargos comerciales o recomendaciones de amigos o incluso reconvenciones y excusas por prolongados silencios, sin estructura formal prácticamente siempre.
Francisco Goya Lucientes nació en Fuendetodos (Zaragoza) en 1746 porque su familia tuvo que abandonar temporalmente la casa de Zaragoza, donde el padre ejercía como dorador, para acometer necesarias reparaciones en el hogar; pero antes de cumplir los dos años ya había vuelto con su familia a la capital aragonesa, aunque manteniendo fluida relación con su parentela materna, Lucientes. Es decir, que nunca fue un arrapiezo de pequeño pueblo, sino un chico normal de la capital aragonesa; cierto que de ingenio y capacidades artísticas destacadas, pero más afín a la vivencia callejera y probablemente la caza con tirachinas allende el Arrabal, al otro lado del Puente de Piedra. Por eso llama la atención la estrecha amistad con el noble Martín Zapater Clavería, sólo un año mayor, condiscípulo en Escolapios, rico, noble, educado socio fundador de la Real Sociedad de Amigos del País de Aragón e impulsor de la Academia de Bellas Artes de San Luis, del Jardín Botánico y del Teatro Principal. Un ilustrado activísimo en la vida cultural y además negociante y prestamista de éxito (lo que explicaría las abundantes consultas y comandas económicas que recibe de su amigo Goya) y también regidor de la ciudad de Zaragoza en 1778.

La relación entre nuestros personajes, según se desprende del epistolario a que me remito, era de enorme afecto, llaneza y espontaneidad, totalmente ajenas a una ligazón de connotaciones homófilas, como algunos osados aventuraron a raíz del reciente hallazgo de otra carta goyesca. Zapater era más bien un rico solterón, muy amigo de Goya, que no rehuía el ayuntamiento femenino sino que lo disfrutaba ad libitum, sin ligazón matrimonial alguna, como plásticamente describe Goya: «Querido del alma…El no casarte y ser tan picaron (reforzado con tinta densa en el original) tampoco y el que te aya de querer tanto, tampoco…» (p. 288, carta sin fecha remitida entre enero y abril de 1789). Y entre Goya y Zapater, expresiones vulgares, chocarreras y hasta gravemente ofensivas si se sacan del contexto informal y chirigotero no son más que indicios claros de fraternal confianza entre dos protagonistas de la cultura real del momento, cada uno en su propio terreno.
Del antedicho epistolario se harán en adelante las oportunas referencias remitiendo a la página y si es posible fecha de redacción. No sufra una alferecía lingüística el amable lector al observar abundantes incorrecciones sintácticas, paroxísticas liberalidades ortográficas y ausencia de tildes por doquier, que reflejan fielmente el texto tan cuidadosamente recogido, transcrito y anotado por los meticulosos editores del epistolario.
Lo cotidiano de lo cotidiano
Don Francisco no se reprime al hacer algunas observaciones, despectivas aunque muy mesuradas o a guisa de insinuación, sobre las cualidades personales de los poderosos con los que tenía que tratar como pintor de Corte y retratista de la buena sociedad, obligado profesionalmente. Pero en su hogar es de sencillez espartana, que cultiva no con ascético rigor sino con la llaneza que surge de su esencia popular, suficientemente apuntalada en cuanto a la autoestima por envidiable y triunfante actividad artística. En una carta a su amigo Zapater, describe así sus escasas exigencias vitales: «…para mi casa no necesito de muchos muebles, pues me parece, que con una estampa de Nª Sª del Pilar, una mesa, cinco sillas (a la medida de su familia, obviamente) una sartén, una bota, un tiple [equivalente a timple o guitarrico, para acompañar jotas y tonadillas a las que era aficionado como se ve en alusiones a intercambios de partituras] y asador y candil, todo lo de mas es superfluo» (p. 81, carta de julio de 1780, sin día).
A pesar de algunas confianzudas expresiones de sal gruesa, insultos o groserías sensu stricto si se descontextualizan, Goya es un devoto del trato afectuoso y llano con quien considera realmente amigo. Así se recoge en un par de cartas de primavera y otoño respectivamente del año 1780:
«Querido Martin, no te puedo explicar el gozo que tengo de que Dios nos deje vernos, ay, con aquella gran satisfacción que mi boluntad se propone y aquellos raticos de nuestras conbersaciones que me chupo los dedos de pensarlo solo» (p. 80, carta de 24.5.1780);
«Celebraré que te dibiertas y refresques con los pollos (de perdiz) y perdiganas (perdices grandes), yo ya no sosiego que no nos veamos» (p. 92, carta 13.9.1780).
Al margen de su sencillez, don Francisco tenía un modo bastante franco y directo de relación con el prójimo, es decir, un tanto áspero, como se colige por los retratos que de él conocemos, de pincel propio o ajeno, y con el tiempo, aparte su sordera progresiva, tendía a una suerte de agria vivencia depresiva, que evolucionaba no en brotes periódicos, sino de modo caprichoso. Él mismo describe el fenómeno: «Yo estoy lo mismo [bastante sordo], en cuanto a mi salud, unos ratos rabiando con un humor que yo mismo no me puedo aguantar, otros mas templado como este que he tomado la pluma para escrivirte» (p. 334, carta 23.4.1794). A menudo se ha interpretado la evolución de la sordera del pintor, así como los brotes de mal humor o incluso un extraño episodio cuya asistencia agradeció el paciente con un cuadro a su médico, el Dr. Arrieta, a una intoxicación crónica acumulativa de plomo, componente fundamental del albayalde, necesario para obtener el color blanco luminoso, pero también habrá que tener en cuenta que hace algo más de dos décadas, en la revisión de algunos libros de ingresos del Hospital de Nuestra Señora de Gracia de Zaragoza, se hallaron anotaciones de ingreso en zona de enfermos mentales de dos mujeres de apellido Lucientes, verosímilmente parientes maternas del artista (comunicación verbal e informal del Dr. A. Seva, sin referencia escrita, con motivo de la elaboración de tesis doctoral de A. Fernández).

El cazador
Goya era un cazador apasionado. Tantas alusiones a la caza en su epistolario resultan rebosantes en un texto necesariamente poco extenso, pero permítanme que me detenga un poco en el asunto. Y es que yo no he entendido nunca al cazador (es mi problema, con permiso del muy repasado y admirado don Miguel Delibes) que cobra sus piezas para matar, sin ansiar el trofeo cornúpeta o dentario o para comer, generalmente en amigable compañía, la pieza cobrada. Aunque si retroceden un poco en el texto, verán que Goya menciona el asador, de modo que su caza se consumía. No obstante, el placer bíblico de dominar toda la tierra parece que prevalece en don Francisco por lo que se desprende de su epistolario.
Goya tenía tierras en propiedad, aparte la Finca del Sordo y aledaños, que obviamente no trabajaba personalmente por aquello de que el día tiene veinticuatro horas y no se puede arar y desfornecinar al tiempo que se pinta, de modo que algunos aparceros se ocupaban de sus no muy cuantiosas propiedades. Parece que los ganapanes no eran muy cumplidores y el pintor tenía que ir con frecuencia a supervisar el trabajo hecho y, sobre todo, el no hecho. Pero su queja se centra no tanto en la falta de explotación del cultivo cuanto en el tiempo que la supervisión le quitaba para la caza: los aparceros son incumplidores, y por eso suspira por tiempo «…para poder siempre conmigo salir todos los días a cazar» (p. 113, carta 20.10.1781). Anda Goya todo el tiempo a vueltas con asuntos de perros y escopetas y da mucha guerra para remediar algún arma que, quizá por su débil acero, había perdido el tino en el disparo y comenta cosas de los perros de caza:
«Dos perros tenía jobencicos se me an muerto y los había comprado y no baratos por ser muy alajas» (p. 169, carta marzo 1784);
«Querido Martín. No me puedo consolar que te ayas tu privado de un perro tan bueno por enbiarmelo a mí y si ahora estuviera por hacer no lo consentiría por ningún caso pues me durara mucho el sentimiento y igualmente te lo aprecio. Quedo enterado de lo de la escopeta y en bendiendola me diras como quieres el cañon, y aun que no se benda te lo mandaré hacer cuando quieras…» (p. 201, carta 20.4.1785);
«Querido Martín. No sé si recivirías huna mía en que te decía sobre la escopeta, que era lastima cortar el cañon, y que aquí ya se abían desengañado mucho y no usaban los retacos sino para ciertas cazas de tenazon» (caza a bulto, sin apuntar con precisión) (p. 246, carta 31.3.1787).
En cuanto a la pasión venatoria de Goya, hay excesivos testimonios en el epistolario, pero recojo solo cuatro testimonios que de sobra aseveran la lícita pasión de don Francisco:
«…no ay mayor diversión en todo el mundo [la caza], no mas he salido una bez aquí, pero nadie ace mas que lo que yo hize, pues en 19 tiros 18 piezas, que fueron: 2 liebres, un conejo, 2 perdigones, 1 perdiz vieja y 10 codornices, esto fue en un dia, el tiro que erré fue a una codorniz» (p. 108, carta 6.10.1781);
«…he muerto allí muchisma perdiz [en Arenas de San Pedro] pues me dio permiso para ello [el infante Luis]… Siento que no te ayas divertido en la ocasión de tanta perdiz» (p. 176, carta 13.10.1784);
«Querido Martín. No tengo mas tiempo que para decirte que me he divertido mucho y que he muerto 38 piezas entre perdices, conejos y gazapillos y 17 codornices, una liebre y una anade muy grande. El perro à echo muchas cosas buenas aunque en el traer à estado un poco remolon…» (p. 207, carta 17.5.1785);
«… he salido dos bezes a cazar [convaleciente de una fractura de tobillo por caída de un inestable birlocho de caballos], la una fue con la de Peñafiel [marquesa de] y la otra con otros aficionados, en las dos cacerías he sido el sobresaliente en matar piezas con todo de mi mala pata y he cobrado fama que a la verdad poco mas acen los mas diestros…» (pág. 235, carta 23.8.1786).
Vamos, el rey del mambo.
Pequeños placeres de la comida y los dulces
Goya sabía bien de qué hablaba al reclamar aceite aragonés: hasta el Vaticano requería óleo del Bajo Aragón cada año, desde los Borgia (Borja), para consumo interno y para la consagración crismal de Jueves Santo, sin desdoro de otros magníficos aceites españoles y mucho más en la actualidad. Refiriéndose a un pellejo de aceite aragonés, acusa Goya recibo diciendo que «el aceite muy rico y muy gracias de bero» (p. 169, carta de marzo de 1784 sin fecha).
Y como cazador-consumidor, el pintor no olvida los tordos, devoradores de olivas justo en el óptimo momento de recolección, que guardan bajo su piel un perfumado amargor, delicioso para quienes disfrutamos ocasionalmente de tan sutil bocado. Y se lamenta de que un encargo pictórico le impida volver a su tierra para cazar unos cuantos ejemplares: «…y ahora no me puedo quitar de la cabeza que viene el tiempo de los tordos que si no fuera por el quadro de San Francisco no abía de reparar dichos ni michos ni respetos umanos…» (p. 113, carta 20.10.1782). Y, a falta de los dichosos pájaros recién cazados, reprocha a su amigo Zapater que le haya olvidado en tan doloroso trance: «…no has sido para enviarme [turrones] ni los pasteles [empanadas] de tordellunas [tordos gordos y bien engrasados]» (p. 131, carta de diciembre de 1782 sin fecha).
Reconoce don Francisco que le priva el chocolate, y aunque asume que en la Villa y Corte hay buena materia, prefiere provincianamente el de su tierra: «También me has de acer acer una tarea de chocolate que este no se puede fumar y me aficionaste tanto que no puedo dejarlo» (p. 102, carta de agosto 1781 sin fecha).
Con los turrones y los chorizos se trae don Francisco un curioso trapicheo, digno de chalán de feria. Parece que los chorizos castellanos (incluidos los que el aldeano tío Rico ofreció a su indigna majestad Carlos IV (de demostrada indignidad) eran (y son) muy buenos y mejores que los aragoneses convencionales, de modo que el pintor organiza un auténtico trueque por turrones aragoneses:
«…que te estimo las 12 barras de turron que me sobraba con seis para probarlas, y con el mismo arriero te embiare doce docenas de chorizos» (p. 239, carta 16.12.1786);
«No te pude escribir cuando te enbie los chorizos, es regular que te entregara las doce docenas que se contaran delante de el y le pague el porte» (p. 241, carta 10.1.1787).
Y al llegar la Navidad, la cosa se pone seria, porque sin turrón la fiesta no es completa. Se queja, con razón, del retraso de Zapater en enviarle turrones zaragozanos, con una peculiar fórmula neosintáctica que podría traducirse como una soez interjección, al valorar la reiteración modificada: «…y déjate estar de cuentos que aunque no has sido para enviarme unas turronas ni turrones…» (p. 131, carta 16.12.1782). Aunque en otras ocasiones sabe agradecer el dulce obsequio, reconociendo al tiempo la querencia del terruño: «Te estimé mucho los turrones pues si no son de Zaragoza, le parece a uno que no son tan buenos como los que se venden aquí, aunque aquí sean mejores» (p. 241, carta 10.1.1787). Y es que lo de casa sabe a hogar.
Exabruptos y expresiones no muy finas
No haré inventario, que sería extenso. Pero sí muestrario, para que se vea cómo se expresaba el maestro en confianza. Siéntense cómodamente, por favor.
«Pues ciruelo; a que vienen esas plantas, si yo no quiero mas fama que el dar gusto a mis amigos…» (p. 325, carta de febrero-marzo de 1792, sin fecha). No puedo asegurar que las plantas sean vegetales o afrancesamiento de plaintes, quejas (algún término francés e italiano se rastrea en el epistolario), pero les aseguro que ciruelo se traduciría en el actual Aragón como ababol, amapola, soso, insensato, aunque también tenga la acepción de uno de los rasgos anatómicos del varón, el ciruelo o pene, que evolucionó del tonto del haba (glande) a tonto del ciruelo (tontolaba). Vale, que ya se entiende.
El apéndice nasal de Martín Zapater es patente en los retratos que de él se poseen y Goya no lo disimula en su anunciado retrato personal (tampoco disimulaba la cara de mala pécora de la reina en los retratos familiares reales, pero parece que eso le daba marcha a la mala madre de Fernando VII). De modo que el retratado no se inmutaría cuando leyese, por enésima vez lo de «…con que no hagas burla, narigón de mierda, que voy a hacer que me preparen el lienzo para tu quadro, que ya no viviré asta que te lo aga…» (p. 368, carta septiembre de 1790 sin fecha).
Y expresiones más castizas se incluyen en el epistolario: «Con que me dejas sin carta de Pascuas? ¿y tampoco me responderas a esta?, ni a 60 mas que te escribiere? Pues cabrón Por qué?» (p. 320, carta de diciembre de 1790 sin fecha). Sólo un desconsiderado amigo no correspondería a las cartas de Goya: «El no escribirnos tampoco…El que te toques los cojones tampoco» (p. 288, carta de enero-abril de 1789 sin fecha). Y contra la protesta por un silencio epistolar de Goya, se revuelve el aragonés: «Bete a la mierda con tanto silencio, que yo no pienso etiquetas contigo, si yo no te he escrito son dos los motivos, el aberseme muerto la Niña que tenia en el lugar, y el aber estado yo algo malo en la cama…» (p. 210, carta de mayo-julio 1785 sin fecha).
Y ya en lo ínfimo de la anatomía del tronco humano, no desprecia Goya la sucinta bofetada alusiva, para enfatizar una alegría o un reproche: «Siete bezes lo menos, me besarías en el culo, si te manifestase yo lo loco de contento que estoy de vivir y aquí» (p. 194, carta 19.2.1785); «…y si no lo quieres creer besame en el culo…» (p. 113, carta 20.10.1781). Recuerda un poco al desenfado expresivo de Marcial, salvando la temática, claro.
Despedida
Tras leer las expresiones de Goya en el género epistolar íntimo, uno siente tendencia casi irreprimible a acercarse al maestro y abrazarle, aunque la cosa tendría su peligro, porque la posibilidad de que don Francisco le mandase, literalmente, a la mierda, sería grande, no menor que la de recibir una colleja o un empujón con vocalización incluida. Pero resulta tan tiernamente humano el personaje que lamento no haberle podido saludar personalmente, al menos de forma superficial o de lejos. Desde la patente irrelevancia de quien suscribe, glosando algo de lo menos difundido de un grande de nuestra historia común, agradezco la benevolencia del lector y como no me creo autorizado a ofrecerle como signo de confianzuda complicidad, al estilo goyesco, un ósculo en la retaguardia, ni mucho menos invitarle a un viaje a escatológico destino, me limitaré a reconocer efusivamente su amable paciencia y quedar sincera y cordialmente como s. s. s., q. e .s. m., claro.
Francisco Abad Alegría (Pamplona, 1950; pero residente en Zaragoza) es especialista en neurología, neurofisiología y psiquiatría. Se doctoró en medicina por la Universidad de Navarra en 1976 y fue jefe de servicio de Neurofisiología del Hospital Clínico de Zaragoza desde 1977 hasta 2015 y profesor asociado de psicología y medicina del sueño en la Facultad de Medicina de Zaragoza desde 1977 a 2013, así como profesor colaborador del Instituto de Teología de Zaragoza entre los años 1996 y 2015. Paralelamente a su especialidad científica, con dos centenares de artículos y una decena de monografías, ha publicado, además de numerosos artículos periodísticos, los siguientes libros sobre gastronomía: Cocinar en Navarra(con R. Ruiz, 1986), Cocinando a lo silvestre (1988), Nuestras verduras (con R. Ruiz, 1990), Microondas y cocina tradicional (1994), Tradiciones en el fogón(1999), Cus-cus, recetas e historias del alcuzcuz magrebí-andalusí (2000), Migas: un clásico popular de remoto origen árabe (2005), Embutidos y curados del Valle del Ebro (2005), Pimientos, guindillas y pimentón: una sinfonía en rojo (2008), Líneas maestras de la gastronomía y culinaria españolas del siglo XX (2009), Nuevas líneas maestras de la gastronomía y culinaria españolas del siglo XX (2011), La cocina cristiana de España de la A a la Z (2014), Cocina tradicional para jóvenes (2017) y En busca de lo auténtico: raíces de nuestra cocina tradicional (2017).
El correo electrónico de Francisco Abad es <zabalegui1@gmail.com>.
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