El escritor postulado
/un relato de Miguel Antón Moreno/
«Sólo el tiempo ha sido verdadero testigo de sus días. Un tiempo que se mide en el número de páginas gastadas, y extraviadas después por su memoria. Con todo, se ve en la obligación (nadie se lo exige) de asumir su propio mandato. Se ha propuesto la inasible y fatigosa tarea de grabar con palabras la vida que con sus veintiún años ya ha diseñado de manera ideal. Lo que hoy es mentira puede ser augurio del porvenir, así que no debe retrasar más la labor de convertir su nombre en ficción».
Así comienza la obra de mi vida, o mi vida misma. Ya de niño me preocupaba en exceso por el futuro. La obsesión que desarrollé por saber qué sería de mí llegó hasta lo enfermizo. Desatendía los deberes del colegio, rehuía de los demás niños y me escabullía entre los árboles del bosque para poder sumergirme plenamente en mi mundo de fantasía. Pasaba horas mirando al vacío, imaginando escenas en las que, como Julio César, emprendía largos viajes para conquistar con mi ejército a pueblos salvajes y ciudades enteras que acababan por someterse para recibirme entre vítores, gritando mi nombre. Más de un susto le di a mi pobre madre cuando alguna vez me encontró inmóvil, de pie o sentado, con los ojos como platos, sin moverme y sin decir nada, y pensaba que me había quedado bobo. Poco a poco parecía que las escenas se volvían más cabales, y aunque nunca dejé de imaginarme encumbrado ya fuese gracias a las leyes, la política o las letras (sobre todo las letras), incluso todo a la vez, lo que también me empezó a obsesionar fue el momento de mi muerte: cuándo y cómo se produciría. Si un trágico accidente acabaría conmigo de manera fulminante, negándome todas aquellas ensoñaciones, o si llegaría a viejo y moriría lentamente con dolores insufribles. No me importa reconocer que ya entonces esta última idea me horrorizaba y me provocaba sudores fríos y fuertes temblores.
Con el tiempo fueron sellándose en mí algunos libros, y empecé un coqueteo con la escritura que fue lentamente apareciendo en pequeños cuadernos que iban llenando los cajones. A la edad de veintiún años decidí finalmente ponerle orden a todo ese caos, y así comencé el sutil diseño de lo que debía ser mi vida, y de lo que debía ser mi muerte. Una severa imposición ética que debía cumplir a pesar de que no ignoraba la estricta soberanía del azar. En el capítulo tercero de la novela escribí lo siguiente:
«Descubrió que la obsesión circular que daba vueltas entre sus sienes tenía como centro un viaje. Un título inusitado del insigne jesuita Fellapido Losa, teólogo espinosista (heterodoxo) y último doctor de la iglesia, le había enseñado que las grandes obras fundacionales tenían siempre como puntos comunes la salida, el trayecto y el retorno: el viaje de Gilgamesh y Enkidu en busca de la inmortalidad, y el regreso de los infiernos; el verbo hecho carne que asciende a los cielos; la guerra de Troya, el reino y la esposa (la nave deshecha por el rayo de Zeus no le impidió arribar a Ulises); la ceguera de Edipo y su vuelta a la oscuridad al arrancarse los ojos; las sombras encadenadas de la caverna que darán muerte al que se le ocurra regresar después de haber visto la luz; el extravío del camino a la mitad de la vida en una selva oscura; la caída inicial y el tropiezo insoslayable al final de las vidas pícaras de Lázaro o Pablos; la cordura insoportable y la locura apaleada de un razonable hidalgo muriendo en su cama. Por ese motivo Gabriel decidió hacer las maletas el mismo día que recogió su diploma. Si las grandes historias, para serlo, habían necesitado un gran viaje, entonces era del todo evidente que él también tenía que hacer uno».
De aquellos dos años volví con un aire distinto, «con cara de lagarto» me dijo mi madre. Yo no creo que aquel viaje le sentase tan mal a mi rostro, pero sin duda los días más calurosos de la América Latina caminando por carreteras serpenteantes esperando a que alguien quisiese llevarme, y las largas noches de polizón en los barcos de mercancías, habían medrado en mi ánimo, y me habían forzado a desarrollar la paciencia que jamás había tenido. Aquello hizo que mis gestos perdiesen la ansiedad que antes denotaban, y puede que la paciencia fuese confundida a veces con parsimonia. Por ese motivo precisamente incluí aquellos pasajes en mi novela. Por eso los cumplí después en mi viaje, porque sabía que podía moldear mi ánimo si me lo proponía, y la paciencia era una virtud que necesitaba si quería cumplir después mis siguientes propósitos.
Para el capítulo decimonoveno, ya a la vuelta de mi viaje inabarcable, había diseñado los preparativos de mi independencia económica, y con ella el inicio de mi carrera en leyes. La paciencia iba a jugar un papel clave en los meses siguientes, y de no haberla esculpido antes jamás hubiera podido aislarme del mundo de aquella manera. Me encerré en mi cuarto durante exactamente catorce meses, durmiendo seis horas diarias, y estudiando las dieciocho restantes. Recuerdo que una vez, hacia la mitad de mi retiro, estuve a punto de salir de aquel habitáculo oscuro, que se hacía cada vez más pequeño porque en las paredes y el techo ya no cabía ni una sola ley más (estaban escritas todas ellas con carboncillo sobre el fondo el blanco). El completo aislamiento fraguaba en mi nuca una especie de neurosis obsesiva que me hacía sospechar, no sin una ristra pruebas evidentes, que en el mundo estaba yo solo. Cuando me acometía una crisis, me intentaba convencer de que todas aquellas leyes que yo trataba de retener en mi memoria no eran producto de mi imaginación, sino que las personas de ahí fuera las habían creado para poder regular sus vidas. Pero este argumento se le hacía pobre y endeble a mi cabeza pertinaz, y a todas las demás pruebas que apoyaban mi extravagante teoría. Finalmente salí de allí, el mismo día del examen, y de ese modo no hizo falta cavilar más demostraciones. Del examen salí vacío, desposeído por un lapso de todo sentido, pero también victorioso, porque no había duda de que había respondido correctamente a todas las preguntas. Sabía que había superado la prueba al primer intento, como lo había calculado, y así pude empezar mi reconciliación con el mundo. Días después recibí la nota, al poco me dieron nombramiento, luego acaté la ley de leyes y finalmente tomé posesión del cargo. Había vuelto a cumplir lo que ya dejé escrito en mi novela, tres años atrás: «Con veinticuatro años se convirtió en el legislador de la notoriedad más joven de la historia de nuestro país». La razón por la que escogí aquella profesión no fue especialmente vocacional, sino que la elegí sencillamente por la extrema dificultad de su acceso. Ese mismo año ingresé también en un grupo del que no hablaré demasiado, del que solo diré que me abrió las puertas de un amplio círculo de amistades muy bien conectadas, que me procuraron a su vez los medios necesarios para escalar rápidamente. Al poco tiempo acudía a fiestas en las que compartía puros, wiskis, partidas de ajedrez, bailes y otras diligencias que no mencionaré, con personas de las que no pronunciaré el nombre, no por nada, ya a mi edad, más que por respeto y consideración a su memoria (y quizá también a la mía).
Ahora, ya en mis últimos momentos, puedo decir que aunque no todo sale como se planea, es cierto que uno puede tomar el mando y aproximarse mucho a lo que se había propuesto. En ningún momento sentí poca libertad (nací viejo), porque siempre me pareció remilgada la idea de que aquella cuestión tan seria se pudiese defender con latidos. Más bien estaba convencido de que conociendo bien todas mis limitaciones podría combatirlas de algún modo. Esa fue mi tarea durante el tiempo que tardé en escribir la novela. No planifiqué una vida en base a unas ilusiones ciegas, sino que por medio de un ejercicio memorístico riguroso analicé todos los pormenores de mi pasado, llevando a cabo una hermenéutica de mi propia biografía. Así pude diseñar por la vía negativa mi tratado ético, no lanzando proposiciones ni escolios sino negándome todo lo que sabía que no podía hacer (un tratado que he cumplido con sudoroso rigor hasta el día de hoy). Bien es cierto que mi novela, como tratado ético, tiene una limitada aplicación general, porque su diseño parte del individuo concreto, en este caso yo mismo, pero es el método lo que reivindico como extensivo a todo aquel que lo quiera aplicar. La tesis podría enunciarse así: la vida virtuosa, para cada cual, tiene una única forma. Seguramente no fui el primero en diseñar una propuesta ética semejante (aunque hasta ahora en mis abundantes horas de estudio jamás encontré alguna parecida), pero puedo afirmar sin temor a faltar a la verdad que he sido la primera persona en llevarla a cabo fielmente, sin ninguna fisura. Aunque poco faltó aquella vez, en la que por poco no salgo vivo de una trifulca en la que me vi más del lado de mis antepasados que del de mi porvenir. Auguré que como profesional de leyes se me haría aséptica la manera en que me ocuparía de la justicia, y que por ello en algún momento tendría que dejar atrás la teoría y darme a la acción como protagonista. (De joven ignoré que tan práctica es la teoría como su aplicación). En un tiempo ocuparon primera plana las suplantaciones de antiguos manuscritos muy valiosos, y yo sabía perfectamente que aquello seguiría siendo en el futuro un negocio nada insólito. En la novela el episodio se había conjeturado del siguiente modo:
«Gabriel esperó frente al edificio durante una hora, mirando fijamente el portal mientras fumaba un cigarro tras otro. Repasó el plan en silencio y hasta llegó a cuestionárselo todo. Pensó en los hechos: un miembro de la Real Academia, en connivencia con otros beneficiarios, había trocado un manuscrito del siglo de Oro de la Biblioteca Nacional por una copia de calidad. Por un momento cuestionó toda su maquinación, pero logró apartar rápidamente toda duda. De repente el hombre salió, como le mandaba su rutina milimétrica. Cuando la puerta pesada volvió a abrirse Gabriel se deslizó discretamente hacia el interior. El portero al verlo aparecer lanzó una mirada hacia la maceta de la esquina y desapareció entre unas cortinas. Sin duda le había soltado una buena cifra. Escarbó ligeramente en la tierra húmeda y apareció la llave. Subió las escaleras despacio (no quería llegar). Frente a la puerta vaciló, pero terminó por introducir la llave en la cerradura y entonces el tiempo se detuvo unos instantes».
Lo que escribí a continuación deberán leerlo ustedes mismos, cuando lleguen al capítulo trigésimo primero. Mi plan era claro: entrar en su casa, arrancarle el manuscrito dejando en su lugar una nota y salir de allí lo antes posible sin que nadie me viera. Había comprado caro el silencio del único testigo, y le había dejado claro el alto precio de una posible traición. Había cavilado hasta el último detalle y si no hubiera sido por aquel fallo incomprensible en mi cabeza nada hubiera salido mal. En el momento en el que giré la llave en la cerradura y se abrió la puerta ya no recordaba nada. No sabía qué era ese lugar desconocido, ni cómo había llegado hasta allí, ni qué significaban todos esos dígitos que tenía apuntados en una servilleta. Mi memoria se desvaneció y por un instante eterno caí en la nada. De aquel estupor me arrancó una alarma que hacía sangrar los tímpanos y los bramidos de un hombre viejo con aspecto de gorila que salió de la puerta de al lado agitando en el aire un palo de golf. Me pegó tal hostia en la frente que en el acto brotó en ella un globo del tamaño de un puño que me ardía como los infiernos. Sin poder entender nada salí de allí corriendo, bajando las escaleras a trompicones mientras recibía todavía algún palazo más en la espalda por parte de ese infame enemigo del diálogo. Sin haberme restablecido de los golpes me alejé de allí aturdido mientras poco a poco volvían a reconstruirse los hechos en mi memoria. Aquel episodio inexplicable me ha acompañado siempre hasta hoy, como la sombra de una sombra, infatigable y perpetua. Ese fue el único caso que me alejó de mi proyecto. Hasta ahora no he encontrado explicación de por qué me pudo ocurrir aquello, pero sin duda me ayudó a ser cauto, más cauto aún. Todos los demás capítulos de mi existencia se han ajustado al milímetro a su referente. Por lo demás, mi novela es mi vida, una reproducción exacta y por tanto la primera biografía invertida de la historia de la literatura. Solamente me queda cumplir con el capítulo final para que así lo sea del todo. Como dije al principio, la muerte era un tema que ya desde niño me quitaba el sueño y me traía las peores pesadillas cuando lograba dormir. Cuando llegué al término de la novela pasé mucho tiempo pensando, tirando tinta y estrujando papeles hasta que di con la fórmula de mi final. Por mucho que acudiese a mis libros no daba con la manera que más me convenía de decirle adiós al mundo. Lo más espeluznante del tema era que si uno lograba eludir la muerte imprevista (ingenuo oxímoron) y llegaba a viejo, parecía que por algún motivo descabellado la propia muerte se habría colmado de venganza y ganas de humillar. Por eso es que finalmente decidí no concederle esa oportunidad y acabar yo con mi propia vida en el capítulo sexagésimo y último:
«Había cumplido ya un número generoso de años. Sus días estaban contados y repletos, sus manos de piel fina tranquilas y arrugadas. Los días pasaban lentos en un tiempo velocísimo. No había más que hacer. La ventana y la contemplación de otras vidas le aburrían desde su visión espiral. Todo estaba dispuesto: su última obra acabada y la pistola encima de la mesa. Ese día, un lúcido día de mayo, un Gabriel arcaico salió a dar un último paseo. El sol violáceo tiñó de vino el cielo despejado y claro. El regreso a casa y sus pasos de vuelta fueron un símbolo. El disparo sonó en lo alto de la madrugada».
Así, solo me queda despedirme con estas líneas antes de cumplir el final. Tengo el arma dispuesta y la vida encomendada. Contra todo pronóstico me tiembla el pulso (comprendo que la valentía es aterradora). Discúlpeme, editor, por los trazos desiguales de estas letras. Que estas últimas palabras sirvan de prólogo a la obra de mi vida, a mi vida misma.
***
Nota del editor
Este prólogo fue encontrado el 19 de junio de 2018 dentro del cajón del buró, en el despacho de Gabriel Postulado, el mismo día que murió completamente solo en su cama, a causa de un alzhéimer fulminante. En el cajón se encontró, además, lo siguiente: una pistola de chispa, cargada, que perteneció, según parece, a un insigne almirante de la marina española; el manuscrito de la novela póstuma del autor, titulada El escritor postulado; y, además, unas notas fragmentadas que aquí se le presentan al lector, y que son, como se ha demostrado, lo último que escribió Gabriel.
«Los días van pasando sin que yo pueda hacer nada. Siento cómo las fuerzas se me escapan, y hasta ahora no he sido capaz de cumplir con mi final. Cada mañana saco la novela, la nota y la pistola. La última la dejo caer sobre la madera oscura de la mesa y la miro en un desafío desigual, para después tirarla con desprecio de nuevo al cajón. Llegará un momento (no falta mucho) en el que si consiguiese ser valeroso ya no podría con el peso del arma».
«No puedo comprender por qué escribí todo esto. Si tuviera valor lo quemaría».
«He olvidado qué es todo este montón de papeles. Las formas de los símbolos se me hacen incomprensibles. He olvidado si lo he escrito (indudablemente es mi letra). Me asusta ese trozo de hierro y madera con florituras, el cañón me amenaza con calma cada vez que lo miro. Tengo la impresión de que si pudiera la pistola me arrebataría la vida».
Miguel Antón Moreno (Madrid, 1995) es estudiante del doble grado en filosofía e historia, ciencias de la música y tecnología musical en la Universidad Autónoma de Madrid, escritor y músico.
0 comments on “El escritor postulado”