Cuentinos tristes
Acilina dice habitar en el limbo
/por Juana Mari San Millán/
Sabed que deambulo por un distrito que no es precisamente celestial, tampoco infernal; ya anuncio que no existen los reinos del bien y del mal, ni el purgatorio, otro enredo, otra tramoya, un embuste más; que me desenvuelvo (aquí os espero comiendo un huevo… cómelo tú, que yo no lo quiero) en un páramo ignorado, descuajado, virgen, exclusivamente mío y de quien conmigo va, en un postrer, supongo, reino que no se parece al cielo o al infierno o a los purgatorios que cuentan los catecismos, no, el seno que me alberga se erige en un limbo particular donde la vida, tal como se la conoce, no palpita, ni la muerte campa por sus respetos, la felicidad representa una entelequia, la desgracia pertenece a ámbitos irreales, el hambre y la tristeza se han disipado, las pasiones, desvanecido, no se sienten el frío —excepto el que se desprende de la cara helada de la luna— o el calor, nadie tiene sed, por lo que se desprecia el agua, el fuego ni quema, el sueño y la vigilia carecen de límites divisorios, como la virtud y el pecado adoptan perfiles indistintos, la carne previa, agitada, tremulante, se ha transformado en espíritu o algo parecido a la volatilidad, a un vapor sutilísimo de seres incorpóreos, inmateriales que conviven como y con quien les peta, porque se han difuminado las fronteras entre el bien y el mal, entre el día y la noche, entre la luz y la tiniebla, entre el cuerpo y el alma; aunque hay días —una forma de hablar como otra cualquiera— que no me apetece ver a nadie y otros busco a Corsino, quien me sigue amando con locura, le identifico por los tiznes gaseosos de carbón que salpican su rostro espectral, puesto que no hay caras, ni huesos, ni pieles, somos zombis, apenas distingo a Lola Flores y a Rocío Jurado por sus voces maravillosas, o los ecos de sus trinos y gorjeos, dado que tampoco suenan músicas ni incomodan los silencios, lo único molesto es un chivo lampiño, si en este inframundo esterilizado, aséptico, sin chicha ni limoná, para entendernos, cupieran esqueletos y encarnaduras, un cabrón de tez nívea, si la piel se evidenciara, que me persigue, me acosa, me atosiga, pretende a toda costa palparme las tetas, como si dispusiera de dedos o manos o muñones, que se me olvidaba comentar que aquí no se echa de menos el placer carnal por la sencilla razón de que no se manifiestan deseos de goce, pero el Claudio no para, y yo no me dejo, le rehúyo, sé que es él por el aliento podrido que suelta y barrunto, aunque el olfato, como el resto de los sentidos, haya desaparecido también, y conjeturo a mi lado el pulular sibilino, sombrío de mi madre y tengo miedo de que me riña por contar estas cosas, por nada, como tantas veces, mientras en algunas ocasiones vislumbro el cadáver fusilado de mi padre y le beso, le beso para compensar los besos que no le pude dar de pequeña y cuando me acerco a él acabo pisoteando el fantasma de Franco, lo sé porque se me clavan las puntas de las estrellas de generalísimo que no se quita nunca, aunque no le sirvan para nada, aquí no manda él ni nadie, somos libres; mas intuyo que no acierto a describirlo con precisión: habito ahora un abismo neutro, vivo, imagino —lo mismo da una cosa que la otra— una especie de letargo tranquilo, un clima de adormecimiento quieto, plácido (iba a decir placentero); ocupo la estancia regia de mi propio limbo abisal, fantasmagórico, un nimbo subterráneo de auras y halos, una nube soterrada de algodón incoloro, inodoro e insípido, ya digo.
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