Poéticas

Hijo de hombre

José María Castrillón reseña 'Mi padre', de Eduardo Moga, un poemario que fundamenta el artesonado humilde pero eficaz de un discurso desafiante en la crudeza del contraste y la sutileza de algunos pliegues cronológicos y gramaticales y que se inscribe en cierta corriente literaria de temática filial con origen en Kafka y que hoy continúan Manuel Vilas, Jesús Aguado o María Baranda, entre otros.

Hijo de hombre

/por José María Castrillón/

Comenta Eduardo Moga (Barcelona, 1962) en un apunte de su blog Corónicas de Españia que Mi padre se incorporaría a una corriente literaria de temática filial, de la que destaca el poeta barcelonés la carta de Kafka a su padre y las obras recientes de Manuel Vilas (Ordesa), Jesús Aguado (Carta al padre) y María Baranda (Teoría de las niñas). Ciertamente así es, y aún podrían sumarse a la nómina Entre ellos de Richard Ford o el espectáculo teatral Tebas Land de Sergio Blanco.

La literatura en torno a la figura del padre cobra en los lectores un sentido inmediato como expresión de un vínculo sentimental, anímico, que suele graduar su tono entre la admiración del homenaje y los discursos del rechazo, cuando no del ajuste de cuentas. Aparte pulsiones psíquicas de toda condición, la figura del padre cobra asimismo relevancia en la medida en que sirve de figura omnipresente de un álbum de imágenes recuperadas de otro tiempo, con sus tensiones y ansiedades históricas, que sumergen al lector en un relato al fin y al cabo de ficción histórica pero sostenido por un trasunto real: el de un personaje que habita el folio de algún registro civil, la página de un álbum de familia o un instante de la memoria personal.

De igual modo, el lector de Mi padre se encontrará frente a la pulsión del rechazo, la incomprensión del hijo hacia el comportamiento del padre y la caspa de un tiempo, si no sórdido, sí grosero y trivial.

Sin embargo, la inquietud que genera la aspereza de Mi padre no proviene exclusivamente de estos elementos. El desafío poético de Moga pertenece igualmente a otra desolación y, tal vez, más dura y literariamente más osada: la de la imposibilidad del relato heroico, ni siquiera como drama, tal vez siquiera como relato. Se recuerda desde la escasez, desde la abrasión de la memoria, desde el detalle nimio. Se enseñorea del relato el olvido selectivo, el letargo de imágenes a la par significativas e insulsas. No se formula un objetivo magno, meritorio, sino que se registra la erosión del tiempo, la dureza de la edad, la pequeñez de una relación, y eso puede resultarle más incómodo si cabe al lector. Dicho de otra forma, la crudeza de estos recuerdos no brota únicamente de un proceso denigratorio de la persona (o personaje) recordado; se halla asimismo en la grisura del recuerdo, en la plenitud no tanto de lo recordado como de lo olvidado (conscientemente o no). El autor ha jugado con valentía infrecuente una baza exigua, pues ni son muchos los recuerdos, ni heroicos, ni extraordinarios, ni colectivamente trágicos. Pero es justamente esta mano pobre de cartas la que hace de Mi padre un envite arriesgado. La escasez y en bastantes momentos la trivialidad de la materia se vuelven signo que revela ausencias y carencias no ya en lo que se menciona, sino principalmente por lo que no se recupera, tal vez porque nunca existió o sencillamente no enraizó en los descendientes. El soliloquio enfrenta al lector a un panorama de omisiones, de olvidos, de intrascendencia que nos coloca en la situación más incómoda e hiriente: la de nuestra naturaleza efímera, la del relato apagado (quizá voluntariamente apagado) no de nuestras vidas, sino de nuestra memoria entre los vivos. No hay un maestre Manrique al que celebrar, ni un héroe anónimo ni un tirano tan brutal como fascinante. Nuestras vivencias no han de idealizarse necesariamente, ni pervivir en su mayoría, ni obtener el lustre de lo desaparecido, ni tan siquiera reavivar los temores de quien, un día, fue sometido. Todos estos procesos de magnificación (incluso en su negatividad) saltan por los aires en la apuesta de este libro desmitificador y, precisamente por ello, incómodo. No hay más cera que la que arde, y arde con una llama inquietante en su delgadez, pero ¿cómo iluminar, cómo provocar la quemadura con una llama exigua?

La fragmentación, contundencia y sequedad de lo evocado parecen exigir una retórica neutra, un grado cero de la escritura, imposible pero latente. De otro modo la crudeza del recuerdo exigiría una entrega en crudo. Quien haya leído la obra poética de Moga convendrá en que aquí el autor de Bajo la piel, los días aparta deliberadamente la dicción proteica, torrencial incluso, que marca buena parte de su producción. Es posible intuir el desafío: ha de tramar una especie de relato desde el simple hilván; ha de conmover desde una posición desapegada; ha de significar desde lo insignificante. De nuevo, una mano de cartas y ningún as. No queda otra: la sagacidad del juego consistirá en apoyarse en lo mínimo y lo sutil. El relato no debe parecerlo ni dejar regusto lírico alguno. Cada episodio (siempre muy breve) busca, por lo general, anular cualquier espejismo lírico («Mi padre había vendido alpargatas en una alpargatería»). Es en las relaciones menos perceptibles entre las piezas, en los huecos de lo tal vez ya fragmentado en origen, donde se podrá atisbar una suerte de retórica que el autor ha necesitado adelgazar.

Como si de una dicción pobre, infantil y perezosa se tratase, cada recuerdo arranca machaconamente con el sujeto que da título al soliloquio: «Mi padre» tenía / recordaba / me llevó… Sin embargo, cuando el autor pliega el desarrollo temporal hasta los momentos cercanos al fallecimiento, desaparece la referencia explícita al sujeto: «Aun muerto, el sofá del comedor olía a él […]», «Lo envolvieron en un sudario […]», «Su compañero de habitación contó […]»… Es entonces cuando, de manera inesperada y por la habilidad de quien sabe jugar a la contra, se ha conseguido hacer del padre una figura aún más presente, más turbadoramente real: el hueco discursivo intensifica, con sutileza, la desaparición física.

La combinación de tiempos se articula en tres planos: dos en el pasado, la convivencia con el padre y el ámbito más comprimido de su fallecimiento, y otro con detalles más cercanos al presente del autor («Mi hijo, de pequeño, también me acariciaba los pies a mí», «Ahora no encuentro con quien jugar»). La alternancia dosificada de los tiempos apunta maneras de un relato que exigiría un arranque y un cierre dignos de tal secuencia. Tanto el uno como el otro son de lo mejor que este libro nos deja, pero evitan las maneras del relato (recordemos que no debe parecerlo). Protejamos de cualquier adelanto el apunte que cierra el libro, pero observemos que el inicio marca tan sólo oblicuamente un principio temporal que se reviste de una tonalidad más íntima, más cercana a una poética de la sobriedad: «Mi padre tenía el pelo blanco. Yo también tengo el pelo blanco. El pelo encanece por oxidación». Así será este encararse con el tiempo, de hombre a hombre, es decir, de este presente a aquel presente, en la edad igualatoria de la intemperie.

Un nuevo pliegue, el del contraste, ayuda a tensar sorda y sórdidamente el discurso.  Contrastes de planos y de intensidad merecedores de un artículo aparte, y que hábilmente dispuestos en páginas contiguas revelan el claroscuro de una vida y, a la vez, evitan la depuración mitificadora del recuerdo: del hombre que se desploma en la cama de un hospital con el corazón reventado se pasa a la celebración a voz en cuello del hincha provocador que grita el gol de su equipo para escarnio de los vecinos; del dejo del habla («mi padre decía diciplencia y no displicencia») al del tabaco («Mi padre fumaba Bisonte»).

La crudeza del contraste y la sutileza de algunos pliegues cronológicos y gramaticales: éste es, en esencia, el artesonado humilde pero eficaz de un discurso desafiante. No lo tendrá fácil el lector. Es muy probable que no comparta la mirada endurecida sobre el padre ni alcance a paladear el gusto de lo poético (tan a menudo efecto de vulgares aromatizantes). Pero, desde luego, habrá que reconocerle a Mi padre el riesgo, hasta lo temerario, de un discurso que escupe, sin miramientos, las cenizas del tiempo.


Mi padre
Eduardo Moga
Trea, 2019
120 páginas
14€


José María Castrillón (Avilés, 1966) es doctor en filología hispánica por la Universidad de Oviedo. Ha publicado los textos poéticos La sonrisa de un delfín (Heracles y Nosotros, 1991), Animal de compañía (Nómadas, 1998), Aún por recorrer (Magua, 2004), La vieja munición (Idea, 2005), el círculo y la piedra (Trea, 2006) y gramos (Trea, 2010). Realizó la edición de Subir al origen: antología comentada de la poesía occidental no hispánica (1800-1944). Perteneció al consejo de redacción de la colección literaria Nómadas y de la revista Solaria. Codirigió el monográfico de la revista Ínsula dedicado a Antonio Gamoneda. Es profesor y crítico literario.

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