Cuentinos tristes
La hermana guapa de Acilina y la pepona
/por Juana Mari San Millán/
La pepona alemana llegó de la mano de Mercedes. Debajo del brazo no pudo traerla por la grandura y lo aparatosa que era. Mi hermana Mercedes pronunciaba cada dos por tres, viniera o no al caso, tanquesé, tanquesé, tanquesé… Lo repetía continuamente para embobarnos y remover el babeo de mi madre:
—Qué hija más guapa y lista tengo, qué hija más guapa y lista tengo —decía ella también a cada paso, medio a lo sonso.
La pepona era casi como yo de alta, por eso digo que no sé cómo pudo acarretarla desde Alemania. Debajo del brazo, imposible, porque repito que era tan alta como yo. Por eso comento que no sé cómo se las compuso, cómo se las amañó con aquella muñecona de dimensiones de maniquí de escaparate, con miembros y semblante de muñeca fidedigna. Lo que me llamaba, más que su tamaño gigantesco, era un clac que sonaba al inclinarla: clac; y al enderezarla. clac. Un clac que le salía de adentro, de las tripas, o de la tráquea, o de los calcaños. Un clac, clac que me ponía de los nervios. Ahora abre los ojos: clac; ahora los cierra: clac. Un clac, clac que, además de trabarme los nervios, disolvía los júbilos generados por el retorno de mi hermana Mercedes, emigrada a Alemania. Un clac que, a mi sentir, martillaba los corazones. Un clac que, a mi sentir, auguraba nuevas distancias, repetidas separaciones. Un clac, clac, clac de pena, penita, pena.
Mi hermana Mercedes se volvió a Alemania sin la pepona, que se estableció entre nosotros y aprendió a llorar. Cuando se averió aquel mecanismo oculto, aquel artilugio diabólico que cerraba sus ojos al inclinarla: clac y los abría al enderezarla: clac, de sus párpados desconectados, anquilosados gotearon unas lágrimas negras igualitas a las que tenía pintadas en la cara la estatua de la virgen Dolorosa de la iglesia de Santibáñez.
Mercedes, mi hermana la pequeña, era una quejica: por la mañana, jaqueca, a las tardes, dolores de estómago, y decía que no podía con las piernas por la noche. Cualquier quejumbre le valía para andar recostada, tumbada a la bartola, y no hacer nada. Mi madre le tenía una especial predilección, estaba claro, y yo, la mula de carga. No entendía cómo podía apañárselas en Alemania con tanta postración y tanto abatimiento, aunque se rumoreaba que un medio novio extranjero la traía en palmitas, le contemplaba todos los caprichos, como mi madre.
Una pena la descompostura permanente de mi hermana la pequeña, porque cuando estallaba en risas se volvía guapa de verdad, irresistible: ojos como platos soperos, como lunas enteras, como los de una bebetona sorprendida o espantada, como los de un maniquí con rictus de asombro; ojos de oveja lucera, de vaca que ríe, de lechuza sabionda, de pez a secas. Esos ojos y un inevitable y transparente fular de color crema sin estampados que se deslizaba por la llamativa canal de sus pechos. Eso: un dispendio de mujer.
Estaba claro que era la preferida de mi madre. No hay más que ver que el día que la Mercedes retornó a Alemania, la Esperanza, mi madre, se enfoscó, enfocicóse toda de tal manera que nos vociferó a los niños y a mí que no quería ver delante a la pepona nunca más, que la quemáramos, que si se tropezaba con ella la descuartizaba, la enterraba viva. Mis hijos, desprevenidos y atemorizados por tan brusca reacción, escondieron a la pepona, raudos, donde la abuela furiosa no pudiera encontrarla. Creo recordar que la subieron al pajar de la cuadra adosada a nuestra casa del Barrio de Abajo envuelta en una colcha vieja. Y a mí me entristeció una barbaridad la congoja de mi madre.
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