Buzón de cumbre

La monogamia montañera

Pablo Batalla Cueto inicia con este excurso sobre ciertas curiosas monogamias que algunos montañeros traban con sierras y macizos concretos una serie de pequeñas crónicas y reflexiones sobre la afición a la montaña.

Buzón de cumbre

La monogamia montañera

/por Pablo Batalla Cueto/

Durante mucho tiempo, fui incapaz de comprender su negativa rotunda a desplegar su afición sobrehumana a la montaña fuera de una frontera que nada más abarcaba que Asturias, León y Cantabria y cuyo non plus ultra era la Sanabria zamorana. Salía de monte cada día que tenía libre: todos los sábados, domingos y fiestas de guardar; cada día de cada puente y cada uno de los treinta de sus vacaciones sin excepción. Pero nunca se aventuraba más allá de ese limes autoimpuesto. Había hollado varias veces todas las cumbres de aquel segmento de la cordillera cantábrica, recorrido todos sus caminos, pisado todas sus praderías, sumergido los pies en todas sus nieves, bebido en todas sus fuentes. Llamaba por su nombre de pila a todos sus pastores y sabía nombrar cada pico y cada peña y cada torre y cada aguja y cada canal de no importaba cuál de sus panorámicas. Pero jamás había puesto el pie en, por ejemplo, los Pirineos; ni —pese a que percibía un buen sueldo— había mostrado la menor intención de organizar, por ejemplo, unas vacaciones en los Alpes. Para mi desconcierto, declaraba no albergar al respecto la menor curiosidad. Si se le demandaban motivos —y llegaban a demandársele con cierta peculiar indignación—, se encogía de hombros.

Ello es que llegué a conocer monogamias montañeras más angostas aún, y mi pasmo dio en redondearse cuando me topé en la sierra de Peñamayor a un hombre de El Condao que jamás salía de ella; que nunca había estado no ya en los Pirineos, sino en los Picos de Europa o las Ubiñas. Yo, a mi vez, quería visitarlo todo; y por supuesto cada rincón de mi tierra, pero también la Patagonia, el Himalaya, el Atlas, Nueva Zelanda, los Cárpatos, los Alpes centroeuropeos, los escandinavos, las gélidas serranías antárticas si posible fuera. Quería ver glaciares y fiordos —y alguno vi—, encaramarme a alturas más altas que los cúlmenes de mi patria —y a alguna me encaramé—, acopiar todos los paisajes y morirme cantando, como Johnny Cash, «I’ve been everywhere».

Pasó, sin embargo, el tiempo, y algunas repeticiones y revisitas propias; algunas montañadas efectuadas en invierno tiempo después de haberlas acometido en verano, alguna expedición otoñal que años atrás había realizado en primavera, algunas peñas acometidas por vertientes distintas a aquéllas por las que había alcanzado sus cimas las vez primera, fueron deshaciendo aquella extrañeza hasta disolverla. Comprendí lo muy diferente que puede llegar a ser un lugar con respecto a sí mismo; el universo completo en que una sola comarca puede constituirse; lo mucho más sutil, y al tiempo más intenso, del gozo del rastreo del cambio tenue en lo conocido con respecto a la sensación provista por la contemplación de lo totalmente nuevo. Entendí, asimismo, que no hay menor deleite en salir al encuentro de lo idéntico; lo balsámico del también hallar permanencias en un paisaje ya visto. Más aún, llegó a advenirme chocantemente la comprensión profunda del placer —un placer del orden de los alivios, las treguas y los respiros— del conformarse, del bastarnos, del sernos suficiente. Y con ella, creo, la del auténtico amor.


Pablo Batalla Cueto (Gijón, 1987) es licenciado en historia y máster en gestión del patrimonio histórico-artístico por la Universidad de Salamanca, pero ha venido desempeñándose como periodista y corrector de estilo. Ha sido o es colaborador de los periódicos y revistas Asturias24La Voz de AsturiasAtlántica XXIINevilleCrítica.cl y La Soga; dirige desde 2013 A Quemarropa, periódico oficial de la Semana Negra de Gijón, y desde 2018 es coordinador de EL CUADERNO. En 2017 publicó su primer libro: Si cantara el gallo rojo: biografía social de Jesús Montes Estrada, ‘Churruca’.

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