De rerum natura
Los dioses del asfalto
/por Pedro Luis Menéndez/
Toda civilización ha creado, sostenido y mantenido sus propias mitologías. Cada mitología posee su necesario panteón de dioses, aquellos a quienes presentamos nuestras ofrendas, con quienes celebramos nuestras liturgias y a quienes ofrecemos nuestros sacrificios. Entre las mitologías que hemos heredado del siglo XX destaca por su abanico amplísimo de deidades la de rodar con distintos tipos de vehículos por caminos asfaltados de todo tipo. Carretera y libertad. Carretera y viaje. Carretera y ¿destino?
El género cinematográfico de las películas de carretera refleja a la perfección el culto a estos dioses que configuran una parte importante de nuestras vidas. Por supuesto que los relatos de caminos o la propia idea de viaje acompañan desde siempre a los seres humanos en este dar vueltas al planeta como elemento esencial de lo que hemos dado en llamar civilizaciones, pero en ese camino o en ese viaje los peligros, las dificultades, la desorientación formaban parte del imaginario colectivo asociado al miedo; que se lo digan a Ulises o a don Quijote.
Sin embargo, las carreteras unen en su propio imaginario dos ideas casi contrapuestas en esencia: libertad y seguridad. No hay nada que apasione más, al menos a los occidentales contemporáneos, que la aventura controlada, el trapecio con red. Cuando se rompe esa seguridad, aparece el pánico. La carretera señalizada transmite esa apariencia de seguridad que se conjuga con la aventura: podemos llegar a lugares desconocidos a través del mapa que el propio asfalto nos señala.
Esto no significa que la convivencia en el asfalto resulte fácil para los distintos subgrupos que componen sus creyentes: camiones, automóviles, motos (que forman una casta aparte), bicicletas. Porque esa apariencia de seguridad que transmiten las carreteras es muy diversa según el grupo a que cada cual pertenezca en distintas circunstancias, desde la seguridad extrema de una cabina de camión hasta la casi desnudez del ciclista, tal vez el punto más débil, aquel para quien en principio no fueron concebidas estas cintas de asfalto, puesto que es el único que no lleva motor. Carretera y motor son también dos puntos de conexión imprescindibles.
Como todos los dioses, también los del asfalto tienen sus liturgias, sus templos y sus sacrificios. Desde la liturgia más sencilla de dedicar unas cuantas horas de ocio personal al lavado y cuidado del automóvil hasta el extremo de los coches tuneados en quienes sus dueños invierten sumas muy importantes de dinero para que resplandezcan en el día a día, o bien en las concentraciones de todo tipo que reúnen a los acólitos de cada uno de los grupos: de motos, de coches históricos, de lujo, populares; todas ellas desarrolladas para que los poseedores de equis vehículo se sientan arropados por otros poseedores como ellos, hermanados ante su dios.
Así, los templos del motor pueden ser los circuitos de carreras, como las grandes catedrales, pero también iglesias y ermitas pequeñas, visitadas por clubes locales o regionales, condicionados por el tipo de vehículo o por la marca, el modelo, el año de fabricación y hasta el tipo de motor. Entre los fieles circulan historias más o menos sagradas de sus aventuras, de sus viajes, de sus orígenes, y como en toda sociedad que se precie del mismo modo aparecen las leyendas: la chica de la curva, el autoestopista desaparecido y muchas más similares.
Pero los dioses del asfalto también tienen, como ya señalamos antes, sus sacrificios, especialmente cruentos porque se trata de vidas humanas, muchas vidas humanas, demasiadas vidas humanas. Las cifras asustan pero a nadie le importan si no le tocan de cerca: familia, seres queridos, amigos, al menos conocidos. A los demás nos traen sin cuidado, sencillamente no pensamos en ello, más que en lo que nos pueda afectar a nosotros mismos cuando alguna campaña bienintencionada de tráfico nos sitúa ante imágenes desgarradoras. Con la matización que luego señalaré, no hay protestas, no hay movimientos sociales, nada que se oponga a estos dioses, no existen anticlericales o ateos del asfalto, o existen en tan pequeña cantidad que resulta insignificante cuanto puedan decir.
Aceptamos como buenos creyentes el sacrificio autoimpuesto y no cuestionamos la voracidad de nuestros dioses. Si alguien piensa que estoy exagerando un poco, no tiene más que pararse unos segundos en las cifras: sólo en el año 2018 fallecieron en España 1806 personas en accidentes de tráfico. En 2019, a día de hoy (cuando usted lea esto, la cifra habrá aumentado) van 612 fallecidos, sólo en el mes de julio 120, siendo además la principal causa de defunción entre jóvenes, especialmente en los meses de verano.
¿Se imagina usted la magnitud de los movimientos sociales (con toda la razón) si estas cifras correspondieran a mujeres o menores asesinadas por violencia de género, o en general por cualquier tipo de homicidio o de asesinato? La conmoción social que produce cualquier suceso en que la violencia hacia otra persona produce daños a veces irreparables se replica una y otra vez en los medios de comunicación y en las tantas veces fatídicas redes como un mantra, con sus propios lemas, en un proceso lento pero casi siempre necesario de toma de conciencia, o de protesta, o de exigencia social de transformación.
Pero con los dioses del asfalto nadie se atreve. Sólo las campañas reiteradas que no conducen ni siquiera a una mínima toma de conciencia, porque este sacrificio humano lo asumimos como propio de nuestra sociedad, y en la práctica diaria ni se cuestiona. A veces elevamos una voz de súplica cuando las cifras nos sorprenden y luego callamos. Ante el dios de la carretera, la única oración que pronunciamos es aquella en que pedimos que no nos toque a nosotros, que nosotros nos salvemos, para acudir a adorarlo otra vez al día siguiente, o en el fin de semana, o en las vacaciones, con nuestras mejores galas, con nuestros vehículos vestidos de domingo, relucientes, brillantes, poderosos. Con el poder ridículo por su debilidad de la hoja de lata en la que a veces, como el atún, terminamos nuestra vida.
Pedro Luis Menéndez (Gijón [Asturias], 1958) es licenciado en filología hispánica y profesor. Ha publicado los poemarios Horas sobre el río (1978), Escritura del sacrificio (1983), «Pasión del laberinto» en Libro del bosque (1984), «Navegación indemne» en Poesía en Asturias 2 (1984), Canto de los sacerdotes de Noega (1985), «La conciencia del fuego» en TetrAgonía (1986), Cuatro Cantos (2016) y la novela Más allá hay dragones (2016). Recientemente acaba de publicar en una edición no venal Postales desde el balcón (2018).
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