Los cuadernos pálidos (3)
/por Tomás Sánchez Santiago; fotografías de Encarna Mozas/
En plena calle, pide limosna un mendigo. Desgreñado, muy mal vestido, sin apenas dientes. Se esfuerza en rasguear una guitarra y lo hace muy mal, se ve enseguida. Cuando cruzo ante él, dice mi nombre y me sonríe. Entonces me detengo. Y lo miro. Es un viejo conocido de la ciudad, un poeta con el que intercambié en ocasiones versos y conversaciones sobre poesía; aún conservo algún cuaderno que me envió con apuntes y poemas. Me cuesta ahora reconocerlo así, después de tanto tiempo sin vernos. Le sonrío, le pregunto, no sé qué hacer. Y me despido y sigo mi camino, embotado por algo parecido a la desolación o la vergüenza., una vergüenza muy violenta. A la vuelta, no regreso por el mismo lugar para no encontrármelo de nuevo. Así sucedió todo.
Plaza de las Palomas. Una terraza. En el velador contiguo, un hombre bebe solo. Pasará de los cincuenta pero se conserva bien: pelo entrecano muy rizado y barba de espino, de afeitado de medido descuido: un intelectual despreocupado. Tiene junto a sí una mochila ligera. Podría ser un profesor solitario que visita la ciudad. Entonces llega ella. ¿La esperaba? Se besan con cortesía neutra nada más. Él le hace un ademán, retira la mochila, la invita a que se siente y empiezan a charlar. No ha pasado apenas tiempo cuando él se levanta bruscamente, con mucha intemperancia, tras oír algo que ella le ha dicho. Y se va. Se va con ruido y precipitación, haciendo traquetear la mesa al levantarse. Ella permanece de momento sentada pero al fin se va también. Lentamente. Mira un par de veces hacia donde el hombre se ha escurrido. Pierdo ya el interés por la escena. Poco tiempo después la misma mujer cruza de nuevo la plaza, ahora dejándose abrazar golosamente por un hombre mayor que va sonriendo y la conduce decidido a alguna parte.
La encarnizada gimnasia de las encinas siempre me ha recordado a Caravaggio. Cruzo una extensión amarilla llena de ellas y me amedrenta esa secuencia de tronos musculosos, su violenta distorsión que parece expresar el perezoso despertar de algunos animales antiguos. ¿Qué quieren proclamar las encinas? Un torturado desacomodo a la tierra. Eso es. Me miro en ellas. Me reconozco. También yo he estado siempre del lado de lo que no cabe en sí mismo: de los insomnios que se derraman hacia lo oscuro, de esos rostros con los gestos abismados, de los cuadros de Bacon y de Egon Schiele, del sonido esponjoso y oscuro que exhalan los oboes, de la orografía angustiada de las nueces. Pienso en el compás del mundo y me asaltan estas imágenes mientras sigo mirando la danza atroz de las encinas castellanas.
Se penaliza al otro por ser el otro. La Europa del bienestar, temerosa de perder su ensimismamiento, no deja bajar de un barco a quienes buscan a toda costa refugiarse de cualquier modo de la muerte. En otra latitud, Donald Trump prohíbe a los inmigrantes más pobres acceder a un socorro social básico. Se va pareciendo el mundo a un club privado y excluyente con sus normas estrictas («Reservado el derecho de admisión») y su servicio de seguridad a la entrada. Lo distinto solo se acepta si coincide con lo exótico. Los náufragos siguen hacinados desesperadamente en la cubierta del barco. Llevan así más de una semana. Las reacciones no pasan de una galería de gesticulaciones, de una conmoción superficial: un actor famoso visita el barco y da de comer a los refugiados. Otro hace comunicados de calculada exasperación. Hay voluntarios para atenderlos. Lo vamos fiando todo al turismo moral.
Busco el champú que me acompañe hasta el final del verano. Elijo por fin uno compuesto a base de grosella dorada y menta. Presenta el color resplandeciente de los licores cálidos. Más que ponerlo en el pelo dan ganas de prepararlo en un vaso con hielo picado y una rueda de limón, y ofrecerlo a alguna visita. Y tal vez lo haga.
«Cuando los camareros y las putas te saluden en la calle, es el momento justo de abandonar la ciudad». Así me lo dice un viejo amigo. A él también se lo dijeron en su día para prevenirle sobre lo de quedarse a vivir por aquí. La recomendación va rodando, no exenta de vigencia, y vuelven a encenderse en la memoria aquellos versos de Ullán: «Virtud de no estar nunca/ lo suficiente/ en cualquier parte».
En Carrascal. Temprano. Un paraje lleno de ferocidad geológica donde el Duero se ha abierto en dos lenguas y el escenario comienza a arriscarse, insinuando ya la silueta de Los Arribes. Todo de una elementalidad que lo hace parecer recién creado. Por un momento, la fuerza de la antigüedad de la tierra parece poseerlo todo. Ocurra lo que ocurra en el mundo, nada va a impedir que esto permanezca así por siempre. Eso creo porque ¿qué puede dañar a estos nombres inocentes —agua, pizarra, cardo, granito, pájaro— que aquí nunca han llegado a ser alcanzados por la actualidad sin escrúpulos?
Oh, este tráfico quisquilloso de olvidos y pérdidas que va invadiendo ya la casa. Las cosas no nos siguen: unos pendientes, un cinturón, una bolsa de aseo… Se van las cosas por su cuenta, sin el concurso de las manos, y entra esa sensación de que —a pesar de todos los cuidados— la ciudadela está desguarnecida; alguien sabe entrar de noche a ella para llevarse cuanto desea. No hay otra explicación para estas desapariciones bajo sospecha.
Visión fugaz: cruzan ante mí una calle dos mormones que siguen ejerciendo el increíble apostolado americano aquí, en este lugar donde las convicciones religiosas son tan difíciles de desenclavar. Van uniformados como de costumbre: camisas blancas de manga corta, llamativas corbatas asalmonadas y sendas mochilas a la espalda. La novedad es que ambos van en patinete eléctrico. Visto y no visto. Parecen dos funámbulos. Atraviesan la calle y embocan otra lateral. Dos hombres, dos uniformes, dos monturas. Me viene de inmediato la analogía de otra imagen de mi infancia: la pareja de la Guardia Civil, embozados en capotes verdes y a caballo. Los tiempos cambian; los modelos persisten.
Tengo ocasión de contar a un amigo cinéfilo cómo llegué yo al cine por primera vez. Fue así: mi tío José Pascual estaba empeñado en inocularme como fuese la afición por los toros; en una ocasión —no tendría yo más de ocho o nueve años— me invitó a ver una película que pasaban en el cine Principal, en un programa doble. Creo que se titulaba El arte de Cúchares, una especie de crónica documental que exaltaba los valores de ciertas figuras del toreo. Resistí como pude. A mí aquello no me decía nada. Cuando terminó el pase, mi tío me dijo que él debía irse a su carnicería pero que yo podía quedarme. Acepté sin saber. La otra película era Winchester 73. Aquello era distinto. La música, la épica, esa primera escena… Entré de lleno en la película. Me quedé estupefacto con el relato de las vicisitudes de un rifle. Cuando salí del cine, me dirigí a casa con una sensación epifánica desconocida para mí: ¡entonces, la vida podía alargarse, podía corregirse, podía vivirse encarnada en otros si la nuestra no bastaba! Ahí empezó todo.
Fervor del espantapájaros: la constancia con que nos muestra su inanidad; los gestos desfondados; el alma inocente de trapos muertos… ¡Ven, espantapájaros, ponte a hacer lo tuyo cerca de mí! Ahí, en ese lugar en brasa viva donde se recuecen sin ruido mis obsesiones.
Haikus de lo que nunca se fue del todo:
I
¡Nombre aún en llamas,
sal ya de la memoria!
Olvido y agua
II
Arden tus sílabas.
Hace daño tu dulce
caligrafía.
Un forcejeo de nubes en el cielo, que toma otras vestimentas que se van superponiendo azarosamente. Es como si se estuviera probando las primeras indumentarias para asistir, más adelante, a la fiesta amarillenta del otoño. Finales de agosto.
Tomás Sánchez Santiago nació en Zamora en 1957. Sus últimos libros de poesía son El que desordena (2006) y Pérdida del ahí (2016). En prosa es autor de las novelas Calle Feria (2006) y Años de mayor cuantía (2018). En 2019 ha aparecido su escritura de diarios y anotaciones reunida en El murmullo del mundo. Es coautor, junto a la fotógrafa Encarna Mozas, de Interior Acuario (2016), y miembro del Seminario Permanente Claudio Rodríguez, con sede en Zamora.
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