Breviario de falsedades

Breviario de falsedades (4)

Diez nuevos microrrelatos de José Manuel Vilabella.

Breviario de falsedades (4)

/por José Manuel Vilabella/

[CELOS] San Joaquín, el padre de la Virgen María, no se llevaba bien con su yerno, con San José. Siempre le había parecido aquel carpintero algo manazas y aire bobalicón pero tranquilo, confiado y amable, un pésimo partido para su hija. A San José las mesas le salían cojas, las cómodas torcidas, los armarios destartalados. Jesús, en la carpintería, tenía que hacer verdaderos milagros para que la clientela se llevase satisfecha la mercancía. «Pero, papá, caramba, pon atención, que esta banqueta es una mierda», le reprochaba con dulzura. Cuando San Joaquín se quedaba a solas con Jesús, le preguntaba muy interesado: «Maestro, dime: ¿a quién quieres más a papá o al abuelito?».

[BROMA] Cuando el teniente gritó: «¡Fuego!» y los soldados apretaron los gatillos, Raimundo Garcibáñez y Menéndez Bocanegra, el fusilado, que hasta un momento antes de morir creía que todo aquello era una broma pesada de sus amigos argentinos, vio cómo se acercaban bailando las diez balas doradas y, deprisa, corriendo y de mala manera, como lo había hecho todo en la vida, encomendó su alma a Dios un momento antes de que las danzarinas le rompiesen el corazón en mil pedazos.

[JARDINERO] El anciano jardinero de conciencia escrupulosa se acercó al ayuntamiento para pedir públicamente disculpas por la llegada repentina del otoño, por las desdichadas consecuencias de aquel ventoso octubre. «Yo, señor alcalde, soy el responsable de que se marchiten las rosas y de que se ajen las margaritas, porque no he sabido conservar la primavera». El señor alcalde le escuchó con suma atención, reflexionó un instante, le pidió que se retirase y mandó a uno de sus concejales que pusiese a aquel incompetente en la calle, que le diesen inmediatamente el finiquito.

[DESMONTAJE] Dios sabe que tarde o temprano tendrá que perdonar a Luzbel, desmontar la cúpula del cielo, apagar las estrellas, empaquetar los planetas para que no se rompa ninguno en el traslado, e irse a otros universos, porque el destino del circo es estar hoy aquí y mañana allí.

[PROTESTA] Se dejó bigote —un bigote canoso y enorme— para protestar contra el control de la natalidad y la planificación familiar. Él y su mujer se manifestaban diariamente delante de la casa de su única hija, casada con un conocido pedicuro, con una pancarta que decía: «Queremos un nieto tuyo, Casimira».

[TERROR] Cuando Clemente VII resucitó entre los Médicis y notó que sus acólitos le estaban amortajando porque era un pontífice difunto, se dijo a sí mismo que había llegado el momento de saber qué se ocultaba al otro lado de la puerta del más allá y, con ferocidad y malos modos, le gritó a las sombras que le envolvían: «¿Hay alguien ahí? ¡Contestad, contestad, malditas!». Y cuando oyó una voz que decía: «Voy ahora mismo, santidad» y el cardenal le trajo el desayuno, un humeante plato de caldo de gallina, respiró aliviado porque todo había sido un mal sueño.

[TAUROMAQUIA] El horror se adueñó de la plaza y un ¡Oh!, desgarrador y brutal salió de todas las gargantas cuando el respetable adivinó que aquel objeto blanco y redondo que volaba por los aires, y que el toro miraba con curiosidad maligna, era la calavera monda y lironda del torero, que el astado había deshuesado con habilidad de carnicero, con pericia de cirujano.

[CONFESIÓN] Subió corriendo, y casi sin respirar, las escaleras del piso de Matilde porque estaba dispuesto a poner las cartas sobre la mesa. Pulsó el timbre y a pesar de que las piernas le temblaban cuando la sirvienta le interrogó con la mirada, dijo con voz firme: «Deseo hablar con el señor de un asunto urgente». Ella le vio tan decidido, tan seguro de sí mismo, que le hizo pasar a la biblioteca y le invitó a sentarse en una butaca carmesí. A los pocos minutos un alarmado caballero entró en la habitación con la inquietud pintada en el rostro; era evidente que acababa de levantarse pues, aunque se había peinado someramente, tenía los pelos de la nuca alborotados; estaba en pijama —no en vano eran las cinco de la mañana— pero se cubría con un elegante batín de raso. Le dijo: «Usted dirá, caballero», y esperó que el visitante dijese lo que era evidente quería decir. Lorenzo carraspeó y empezó su parlamento. Dijo cómo la había seducido y las veces que habían hecho el amor en el discreto hotelito de la playa, la pasión que ambos sentían, lo compenetrados que estaban, sus orgasmos múltiples, la vida que pensaban llevar en el futuro y que toda la culpa y responsabilidad eran suyas y terminó rotundo y firme a la vez: «Espero de su bonhomía, de su honradez, que no se oponga a la felicidad de Matilde aunque sea su esposa y le conceda la libertad y el divorcio». Y entonces el elegante caballero, que había asistido al monólogo muy interesado, contestó con una voz muy dulce: «Yo no me opongo a que ustedes sean felices e, incluso, se lo deseo con todo entusiasmo, aunque le advierto, señor mío, que doña Matilde, la esposa del registrado, vive en el piso de abajo y que un servidor es soltero y sin compromiso».

[ASTRONAUTA] El astronauta miró por la ventanilla y advirtió que, desde el exterior, una paloma blanca observaba con curiosidad los mandos de la cápsula. Como había sido entrenado para reaccionar positivamente ante las situaciones más insólitas, sonrió al Espíritu Santo y comunicó a la base de Houston que estaba siendo observado por una criatura que podía tener naturaleza celestial. A los pocos minutos un psicólogo le explicó que lo que estaba viendo era un espejismo, una ilusión óptica; le invitó a racionalizar el hecho; detalló los procesos químicos que se producían en su cerebro; le aseguró que su reacción era normal y previsible y que, si el prodigio se repetía, no le diese ninguna importancia y continuase su trabajo como si tal cosa. Bromeó, para aliviar la tensión y le contó que sus predecesores habían visto una manada de dinosaurios que pastaba feliz en una pradera azul pastel. Tal vez por esos motivos cuando pocos días más tarde Jesucristo, San José, San Isidoro, la Virgen María y el Arcángel San Gabriel se acercaron al satélite para ver de cerca el extraño chirimbolo que había creado el ser humano, lo que más les sorprendió fue la indiferencia del chofer, del astronauta, un hombrecillo de pésimos modales que se negó una y otra vez a contestar a las tímidas preguntas que le hacía lo más granado y selecto de la corte celestial.

[NOVELA] Escribió el último renglón de aquella fantástica historia y dio por terminado el libro en el que había invertido tantas horas. El sol entraba por un ventanuco e iluminaba la mesa y él se entretuvo un instante en observar las motas de polvo, las miguitas de pan y las manchas de grasa que la luz ponía al descubierto. Recogió el manuscrito, lo envolvió con todo cuidado en un trapo blanco, lo metió en un zurrón de cuero y dejó el atado en lo alto del mueble a salvo de la voracidad de los ratones. La mujer, que trajinaba en el fogón y que había asistido en silencio a la escena, habló al fin y, como siempre, irónica, desabrida: «Qué… ¿el señor terminó ya su gran obra?», preguntó y le miró desafiante, avanzó unos pasos y se quedó en el centro de la habitación con los brazos en jarras esperando una respuesta. El viejo, con la cabeza gacha, desvalido, no se atrevió a contestar porque sabía que, a continuación, saldrían por la ventana los gritos, los aspavientos, los reproches, los «ya me lo decía mi madre». Pero la mujer solo dijo, y además muy bajo, con odio: «¡Inútil!». Y después le quitó la poca dignidad que le quedaba: «¡El señor no gana, pero come y, además, exige y quiere respeto!». Avanzó hacía él con toda la ira brillándole en los ojos, levantó el brazo y a punto estuvo de golpearle el rostro, pero no lo hizo y se quedó allí, amenazadora y chula, como una estatua, con el brazo en alto. «Mujer…», bisbiseó, pidió él. «¡Cabrón, que eres un cabrón!», exclamó como respuesta a su súplica. Salió de la habitación, bajó corriendo las escaleras y cerró la puerta de la calle con un portazo atroz. Estuvo sin moverse más de diez minutos y parecía, por su quietud, un busto de sí mismo, como esos bustos de escayola que después presidirían miles de bibliotecas. Tendría que buscar un trabajo bien remunerado y ganarse el pan porque no se puede vivir sin honor, se dijo. Y tendría que dejar de escribir y librarse de aquella pasión devoradora que tan escasas satisfacciones y tan poco dinero le habían proporcionado en la vida; que la literatura es una amante fiel pero una mala consejera. La luz cenital y agónica iluminaba la mesa y el anciano dibujó una cruz en el polvo, después una media luna y por último el título del libro aquel que no tenía título: «Adiós, Dulcinea», escribió. Y después lo pensó mejor y puso debajo: El Quijote. Y borró lo escrito de un manotazo porque los títulos no tenían encanto, eran un poco simplones y cortos, sin fuerza. Tendría que pensar otros nombres más expresivos antes de darle el manuscrito al impresor, antes de dejar su obra en manos de la estampa.


José Manuel Vilabella Guardiola (Lugo, 1938) ha publicado más de 2500 artículos en prestigiosos diarios y revistas: entre otros, La Voz de AsturiasLa Nueva EspañaEl ComercioEl ProgresoDuniaEl ExtramundiGastronómikaAbcLa Voz de GaliciaHeraldo de AragónEl PeriódicoLar (Buenos Aires) o Gourmand (Santiago de Chile). Mantiene desde hace más de 23 años la columna literaria «Hasta la cocina» en la revista Sobremesa y firmó durante dos décadas «Gastrónomos y caballeros» en la revista Restauradores. Entre sus libros destacan: La cocina de los excesosDelirios gastronómicosGastromaníaCocinadeasturiasLos humoristasEl crimen de don BenitoCuerda de santos, infames y profetasTeoría del insulto en Asturias El día de matamos a Kennedy y otros relatos poco edificantes. Próximamente pubicará Memorias de un gastrónomo incompetente. Obtuvo, entre otros galardones, el Premio Juan Mari Arzak 1999 por el mejor artículo gastronómico del año; el Premio Nacional de Gastronomía 2002 por su libro La cocina extravagante o el arte de no saber comer y el Premio de Periodismo Gastronómico Álvaro Cunqueiro 2005. Pertenece a la Academia de Gastronomía de Asturias, a la Academia de Gastronomía de Aragón y al Colegio de Críticos Gastronómicos de Asturias.

Acerca de El Cuaderno

Desde El Cuaderno se atiende al más amplio abanico de propuestas culturales (literatura, géneros de no ficción, artes plásticas, fotografía, música, cine, teatro, cómic), combinado la cobertura del ámbito asturiano con la del universal, tanto hispánico como de otras culturas: un planteamiento ecléctico atento a la calidad y por encima de las tendencias estéticas.

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