Mirar al retrovisor
Elogio de la diversidad
/por Joan Santacana Mestre/
¿Por qué razón hay que proteger la diversidad? ¿Hay que educar en ella, o bien hay que educar en la igualdad? Estas son preguntas relevantes en un mundo en que se comienza a criminalizar la diferencia: al emigrante, a las culturas distintas de la nuestra, la diversidad en suma. Mucha gente piensa hoy que todos los habitantes de su país deberían ser iguales, hablar la misma lengua, tener el mismo color de piel. Aborrecen la diferencia de cualquier tipo: la diferencia étnica, la religiosa, la cultural, la lingüística o la ideológica; y son partidarios de fortificar y alambrar fronteras, crear muros para defenderse de los forasteros y criminalizarlos para que sean aborrecidos y rechazados. Países de nuestro entorno, que tienen un saldo migratorio negativo, eligen representantes políticos que prometen eliminar la diversidad, dificultar la entrada de emigrantes y expulsar a aquéllos que son distintos. Frente a ellos, hay quienes defienden el valor de la diversidad. Yo me cuento entre estos últimos.
Fue Charles Darwin quien planteó, quizás por primera vez, el valor de la diversidad. Es útil recordar las frases con las que concluye su obra On the origin of species:
Es interesante contemplar un enmarañado ribazo cubierto por muchas plantas de varias clases, con aves que cantan en los matorrales, con diferentes insectos que revolotean y con gusanos que se arrastran entre la tierra húmeda, y reflexionar que estas formas, primorosamente construidas, tan diferentes entre sí, y que dependen mutuamente de modos tan complejos, han sido producidas por leyes que obran a nuestro alrededor. […] Hay grandeza en esta concepción de que la vida, con sus diferentes fuerzas, ha sido alentada por el Creador en un corto número de formas o en una sola, y que, mientras este planeta ha ido girando según la constante ley de la gravitación, se han desarrollado y se están desarrollando, a partir de un principio tan sencillo, infinidad de formas las más bellas y portentosas.
De esta forma glosaba Darwin el valor de la diversidad en el mundo natural; y a pesar de las evidencias que la biología presenta cada día del valor de la diversidad de la vida, en el campo de la cultura hay muchas personas que, lejos de considerarla un valor, la tienen por un problema. Si no se fomentara la diversidad, argumentan, todos hablaríamos igual. Siguiendo el razonamiento, todos obraríamos igual, y luego, todos pensaríamos igual. El ideal de estas personas sería una sociedad igualitaria; una humanidad de iguales que vistieran igual, tuvieran el mismo peinado, el mismo rostro y el mismo pensamiento. Este futuro utópico no es por supuesto deseable. Quizás sea el universo de las hormigas, pero incluso entre ellas hay diferencias.
La realidad de hoy —y de siempre— desmiente semejante elucubración. Nuestras grandes ciudades actuales se caracterizan por su heterogeneidad; son el resultado de procesos sociales basados en la pluralidad de individuos, de formas de pensar y de formas de vivir. Es esta heterogeneidad la que nos permite utilizar un coche diseñado en Alemania, pero construido en Barcelona; tomar un metro que fue construido en Suiza, pero pensado en Londres, desayunar un yogur cuyo origen se pierde en la meseta irania; vestir un algodón que quizás fue tejido en la India, calzar unos zapatos fabricados en China, beber un vino que se elaboró cerca del Duero, leer libros escritos en Oxford, creer en un dios que fue judío, ver una película que produjeron en Hollywood y por la noche noticias de todo el mundo en un televisor construido en Taiwán. Nuestro mundo hoy es éste y estas ciudades cosmopolitas, heterogéneas, con gente diversa, en donde las culturas conviven y se mezclan, no solo son posibles, sino necesarias e inevitables. Ello es así porque la complejidad de nuestra sociedad requiere especialización y diversidad cultural.
Y esta diversidad cultural es la responsable que en París haya taxistas del Magreb, que en Barcelona haya camareros de Europa del Este, que a mí me visite un médico sirio, que mi colega de despacho haya sido rusa, que el vendedor de fruta sea pakistaní y que el mejor amigo sea italiano y viva en Estados Unidos. Todo este complejo mundo de relaciones no sólo no empobrece nuestras ciudades, sino que las enriquece culturalmente. Todas estas personas, cuya procedencia es muy diversa como hemos visto, cuando llegan a una gran ciudad no se encuentran con un marco cultural cohesionado ni mucho menos. Por el contrario, se convierten en un elemento más de una gran mezcla. Lo importante de este fenómeno cultural es que cada persona forma parte de una cultura y es portadora de una parte importante de su patrimonio inmaterial. ¿Qué cosas sabe una mujer bereber de cómo sobrevivir en una zona árida que yo no sabré jamás? ¿Qué extrañas historias hay en la cabeza de una muchacha kirguís? ¿Qué habilidades tiene un campesino pakistaní? ¿Qué me podría contar un nigeriano de su forma de ver el mundo? Todo este conocimiento enriquece al grupo y a mí.
Cuando se combate la diversidad cultural se parte siempre de la idea de que mi cultura es la buena o, como mínimo, la mejor. Este pensamiento, excluyente con las minorías culturales, se caracteriza por la convicción de los individuos del grupo mayoritario de que los demás son poco interesantes culturalmente y pueden ser descalificados con facilidad.
Pero la exclusión cultural y el desprecio a la diversidad tiene grados. Se empieza por el desinterés por la cultura minoritaria («al fin y al cabo sois pocos miles de personas»); el segundo estadio es un cierto desprecio («no merece la pena»); el tercer estadio es el considerar al grupo minoritario como muy inferior («es una cultura muy limitada, primitiva, simple»); el cuarto estadio es la irritación, es decir, el considerar que este grupo, por el solo hecho de practicar su cultura o su lengua, me está ofendiendo a mí. («¡no les costaría tanto adaptarse a nosotros!»); el quinto estadio es la tentación de prohibirlo si no hay una asimilación («pues o se integran o que se vayan») y el sexto y último estadio es el ejercicio de la violencia física e incluso el exterminio si ello es posible. A lo largo de los siglos, un número incalculable de personas ha sido prejuzgado, estigmatizado, perseguido o castigado no por lo que había hecho, sino simplemente por lo que era. La exclusión se genera, pues, a partir del prejuicio; y el prejuicio —ni que decir tiene— no requiere ningún elemento objetivo para desarrollarse. No es necesario ningún conflicto real, ya que se trabaja simplemente con materiales imaginarios, cosas o verdades que nunca se demuestran. Se trata de presunciones injustificadas casi siempre, que se suelen justificar a posteriori con la creación de relatos inventados y mitos históricos. La creación del mito recurrente del pasado es la culminación del proceso.
Cuando ustedes tengan tentaciones igualitarias, cuando piensen que en un mundo en el que todos fuéramos iguales se viviría mejor, imaginen que en su casa todos fueran iguales; que cuando salieran a la calle y tomaran el metro o el autobús, todas las personas con las que se cruzaran fueran también iguales a nosotros; que cuando ingresaran en el trabajo hallaran a personas vestidas igual que ustedes, con los mismos tipos de peinado. Finalmente, hagan un esfuerzo, e imaginen que no solo son iguales, sino que, además, piensan todos y todas igual que nosotros. ¿Quisieran ustedes vivir en un mundo así? Yo no.
Joan Santacana Mestre (Calafell, 1948) es arqueólogo, especialista en museografía y patrimonio y una referencia fundamental en el campo de la museografía didáctica e interactiva. Fue miembro fundador del grupo Historia 13-16 de investigación sobre didáctica de la historia, y su obra científica y divulgativa comprende más de seiscientas publicaciones. Entre sus trabajos como arqueólogo destacan los llevados a cabo en el yacimiento fenicio de Aldovesta y la ciudadela ibérica y el castillo de la Santa Cruz de Calafell. En el campo de la museología, es responsable de numerosos proyectos de intervención a museos, centros de interpretación, conjuntos patrimoniales y yacimientos arqueológicos. Entre ellos destaca el proyecto museológico del Museo de Historia de Cataluña, que fue considerado un ejemplo paradigmático de museología didáctica.
Plenamente de acuerdo con lo que expones, tan solo puntualizar que a veces hay un reverso velado que precisamente hace días denunciaba en mi blog. Te dejo e lenlace por si es de tu interés.
https://filosofiadelreconocimiento.com/2019/11/26/la-falacia-de-la-diversidad-letras-poesia-literatura-independiente/
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