Ahora que ya está a punto de acabar el primer trimestre del curso y que se han aparcado, de momento hasta el año que viene, las querellas por la competencia entre los libros de texto analógicos y las tablets, entre los libros nuevos y el reaprovechamiento de los viejos manuales a través de programas como Releo, entre la escuela abierta sin textos y la enseñanza tradicional, recuperamos (a instancias de Álvaro Díaz Huici, a quien va dedicado) un breve testimonio: Un mundo y blanco y negro, publicado en 1997 dentro del catálogo Recuerdos de un olvido: los libros en que aprendimos, compendio de la magna exposición de libro didáctico y escolar del fondo bibliográfico de Javier Cabornero Domingo organizada bajo los auspicios de la Junta de Castilla y León y de la que pudo disfrutarse en la primavera del año de la fecha. Se ha recogido el texto tal como se editó originalmente y se acompaña de fotografías, realizadas por el autor, pertenecientes a todo el catálogo y no solo al artículo original.
Añadamos que Recuerdos de un olvido: los libros en que aprendimos no habría existido sin la pasión por este tipo de materiales del poeta Javier Cabornero Domingo. A lo largo de toda su vida, Javier ha ido coleccionando los más variopintos objetos relacionados con la enseñanza y atesorando (la palabra está escogida a propósito) la más importante colección privada de este género en nuestro país. En 1997 organizó, en la biblioteca del IES Delicias de Valladolid, donde impartía clases de Lengua y Literatura y de vida, una modesta muestra que fue muy valorada por la prensa local y por las autoridades escolares. Las conversaciones posteriores fructificaron en una exposición cuyo comisario general fue el propio Javier Cabornero Domingo. De la dirección técnica y la imagen se ocuparon Juan Martínez Escudero (autor del cartel, la portada del catálogo y los folletos didácticos) y Arturo Caballero Bastardo, quien realizó las fotografías. De la orientación pedagógica Pilar Pérez Melendro, Pedro de Paz Luengo y Javier de la Rosa, que fueron auxiliados por sus compañeros de centro. Fue inaugurada, abril de 1997, en el Monasterio de Prado, sede de la Consejería de Educación de la Junta de Castilla y León, y luego sería trasladada al edificio de usos múltiples de León. Se editó un cuidadísimo catálogo del que se ocupó exquisitamente por todos y cada uno de sus mínimos detalles Javier Cabornero (185 páginas, gran número de ilustraciones, textos del propio Javier Cabornero: «Tres siglos de libro escolar y pedagógico», Javier Martín: «La educación en el siglo de las luces», Pedro de Paz: «Antigua y nueva pedagogía» y Arturo Caballero: «Un mundo en blanco y negro») recogía las fichas de los libros expuestos y organizaba los contenidos en cuatro grandes apartados: «Rudimentos del saber», «Saberes reglados y por materias», «Otras formas de saber» y «Monográficos», subdivididos, a su vez, en diferentes apartados. El éxito de la exposición, tanto en Valladolid como en León, fue notable (en las dos primeras semanas de apertura se contabilizaron más de 8000 visitantes) entre los mayores y los jóvenes que realizaron visitas guiadas a los más de 4000 libros y objetos expuestos. Recibió la atención de la televisión, de la prensa local, de la nacional (merece releerse el artículo de Gustavo Martín Garzo en Abc) y de la especializada (Comunicación Pedagógica).
Un mundo en blanco y negro
/por Arturo Caballero/
La más útil de las ciencias será aquella cuyo fruto sea más comunicable, y, al contrario, será la menos útil la menos comunicable. La pintura tiene un fin comunicable a todas las generaciones del universo, pues este fin resulta de la facultad visual y el paso al sentido común […] No requiere, como requieren la letras, traducción a idiomas diferentes; satisface, de buenas a primeras, como las cosas reales al espejo humano, y no solamente a los hombres, sino también a algunos animales…
Leonardo
No hace tanto tiempo de ella, pero la época de la que hablamos parece tan ajena a nosotros como la guerra de Cuba. No eran los años del hambre; ni siquiera eran los del queso amarillo, con aquellas latas (las utilizábamos en la escuela para echar el cisco) en las que destacaban las manos agarrándose encima de la enseña del imperio; eran, tan solo, los tiempos de la leche en polvo y del vaso con el azúcar —y a veces el cacao— metido en la bolsa de cuadritos pequeños que nos hicieron aprovechando algún retal. Eran las mañanas de las montañas nevadas y las tardes del mes de las flores. Eran los días de las resecas tarimas, de la regla rasgando el aire antes de chocar brutalmente con la temerosa mano, de los brazos en cruz, de las interminables permanencias mientras veíamos por las ventanas a quienes, con más suerte y menos fortuna, nos hacían burla mientras esperaban nuestra salida.
Era el cocido casi diario y la merienda del pan con tocino, eran los viajes al caño, a por agua, y las alegres matanzas. Era el musgo para el nacimiento en diciembre, la llegada de los reyes siempre con aquello que no habíamos pedido, la hora del señor en Semana Santa y las púdicas verbenas por San Isidro; comunión los primeros viernes de mes y, los domingos, el baile en el salón.
Por aquellos entonces la televisión, que según dicen existía, ni era un sueño, porque la ignorábamos. De vez en cuando, a mi pueblo llegaba, en el origen de mi memoria personal, alguna vieja película en blanco y negro que muchas veces tenían que contarnos porque, en no pocas ocasiones, el dinero apenas daba para el pan. Tengo grabada la secuencia de una infame cinta —todavía, como el productor, no sabíamos decir film— en la que cabezas sanguinolentas colgaban en las paredes de un castillo. Supongo que no sería la primera que vi aunque la recuerdo como tal; luego he sabido que se trataba de una obra de Primo Zeglio, Genoveva de Brabante, realizada en 1947. Ahora aquellos planos terroríficos pasarían por simple sonajero comparados no ya con Rambo o con Schwarzenegger sino con las noticias de la televisión. Incluso la fotografía era excepcional; nadie en mi pueblo tenía máquina de fotos y debíamos esperar a las fiestas o al paso anual del fotógrafo por las escuelas para que aquellos rostros infantiles, con su corte de pelo a cazuela y con su imagen de incluseros, quedaran inmortalizados delante del mapa de España y la mano sobre la bola del mundo como si de emperadores clásicos se tratase.
Y aunque aquellas vivencias con las imágenes mecánicas y aquella fantasmal e incomprendida aparición de la iglesia boca abajo en la pared del zaguán de la escuela fueron muy importantes, ahora quiero recordar otro tipo de ellas que persisten de mis sensaciones infantiles como un tributo a quienes, aunque olvidados sus nombres y sus rostros, me enseñaron el mi mamá (yo siempre la he llamado «madre») me mima, me obligaron en horas reiterativas a coger de forma correcta el pizarrín que todavía rechina (el de sebo era un lujo al alcance de pocos) en mis oídos, me marcaron el compás de las monótonas letanías (¡cómo no iba, después, a sentirme alumno de Machado!) de las tablas y me hicieron repetir las planas en las que algún borrón manchaba el trazo, todavía dubitativo, de las muestras caligráficas.
Después de aquellas cosas hay que reconocer que poco más es lo que se puede enseñar; el resto, y en el mejor de los casos, consiste en echar una mano a quien quiere aprender.
Y por si aquello era poco, además, me inculcaron la pasión por los libros.
No se trató de ninguna revelación ni de ningún flechazo; al contrario, creo que en este caso el amor por la letra y las ilustraciones llegó de forma lenta, gradual, impregnándome de tal manera que todas mis ilusiones profesionales han girado, desde entonces, en torno a las páginas impresas y a la comunicación visual. Compartir los recuerdos puede ser buen medio para conocer, de forma exacta, el lugar en el que se encuentra nuestra vida como colectividad. Pero el continuo recurso a la memoria puede detener nuestros proyectos de futuro, además de ser tedioso para los demás por lo que resulta imprescindible tener una disculpa para bucear en el pasado.
En este caso, esa disculpa es la incomparable colección de libros para uso escolar que ha conseguido reunir a lo largo de muchos años dedicado a escudriñar en rastros, mercadillos y chamarilerías Javier Cabornero y que ahora se ofrecen al público como documento vivo, memoria de lo pasado, aviso, si fuera posible, de lo porvenir, solaz de mayores, entretenimiento de adultos y lección para niños.
Supongo que somos tantos los implicados en estas vivencias que podríamos establecer un amplio club lleno de complicidades semejantes. Pero tampoco se trata de recrearse en la nostalgia, sino de actuar con el espíritu sereno de quienes han vivido tiempos peores y esperan que los futuros sean todavía esplendorosos aunque, según los agoreros, el libro no estará entonces para poder reflejarlos puesto que su muerte se les antoja inminente. ¡Qué bien vendrían aquí aquellos versos: los muertos que vos matáis, gozan de buena salud!
Y no es que haya sido un apasionado de los libros por sí mismos, sino por lo que en ellos se encerraba. No obstante, disculpo a quien pierde sus posaderas por una primera edición o por una rareza bibliográfica.
Pero el mundo de los libros es un campo que mejor labran otras plumas y dado que no pretendo que las líneas siguientes sean sino un homenaje y una explicación, deseo que mostréis vuestra indulgencia para quienes hemos aprendido y han sido subyugados por el encanto tanto de la letra como de la imagen impresa. Y es que, a pesar de que el uso indiscriminado de las nuevas tecnologías en el aula, por ejemplo el vídeo, pueda ser tan criticable, quiero reivindicar aquí y ahora —por si acaso hiciera falta, que no creo— el papel de la imagen como auxiliar, como desencadenante e incluso como sustituto de la letra en el camino que conduce al conocimiento.
Desconozco el mecanismo mental que lleva a la gente hasta la idea de que los libros antiguos no tenían ilustraciones. Supongo que se trata de un juicio al que se llega después de abrir cualquiera de los manuales de nuestros hijos y recordar, comparando, nuestras enciclopedias infantiles. Sin embargo, también ellas estaban ilustradas. Seguro que las palabras de Leonardo, con las que se abren estas líneas, son exageradas y que la imagen, por muy importante que haya resultado, en ningún momento pudo desplazar al conocimiento que se obtenía de la repetición de los conceptos articulados por medio de palabras. A pesar de todo ello, la imagen siempre ha jugado un papel básico en los libros escolares. Quizá no poseía una importancia tan grande como ahora, aunque posiblemente se adaptaba mejor, casi siempre en negro sobre blanco, a la forma y al espíritu de la letra impresa.
Desde el punto de vista técnico, los libros en los que aprendimos dejaban bastante que desear. Escasa calidad del papel, poca importancia de la fotografía, casi nula presencia del color que hacía tan apetecibles, por el contrario, los libros de lectura. Además, hay otro factor importante a tener en cuenta: la ilustración de los libros, como resulta lógico, se ve influida por la evolución de los estilos artísticos y no fueron para España los años cincuenta unos momentos de esplendor. El tono medio ramplón, sin volúmenes ni sombras, y el rechazo de lo ornamental se transmitieron a los dibujos que poblaban nuestras enciclopedias y proporcionaban un desahogo visual en la marejada de la letra impresa.
Todo lo que uno siente, y más en sus primeros años, resulta íntimamente ligado a las circunstancias de su nacimiento. Para quien ha visto la luz a comienzos de los cincuenta en un pueblo de Campos separado del resto del mundo, que no unido, por una infame y polvorienta carretera macadán, resultaban muy escasas las posibilidades de imaginar cómo era el exterior. Por aquellos años el viaje a la capital lo hacían los mayores, de ciento en viento, y los niños, cuando casi estaban en peligro de muerte o tenían que comprarse el traje de primera comunión. En estas circunstancias, el libro actuaba como cordón umbilical que nos unía a una realidad que intuíamos más rica y compleja.
Es de justicia que cada uno manifieste cuáles fueron los pilares en los que fundamentó, mejor o peor, su aprendizaje. Por mi parte he de señalar que, de los libros de la escuela, recuerdo las cartillas de Rayas, los tres grados de Álvarez y los libros de lectura que guardaba el maestro en la vitrina y que sacaba por las tardes para que silabeásemos el Quijote o Corazón, además de los murales entelados con los más variopintos temas y los sempiternas catecismos. En casa me hacía manejar mi padre la enciclopedia Dalmau y el atlas de Salinas; recuerdo también los libros de la editorial Juventud y los de la colección Historias, de Bruguera, los álbumes de cromos, las novelas del Coyote, los cuentos de El Capitán Trueno, El Jabato, Pantera Negra y algunas otras enciclopedias y libros escolares que se iban acumulando, en un proceso que no ha hecho sino multiplicarse hasta hoy mismo, con el paso de los cumpleaños y la llegada de las visitas familiares. No sé por qué recuerdo algunos otros libros de historia de España de Bruño y de Edelvives. Es seguro que había muchos más, pero no soy consciente de ellos; las imágenes terminan confundiéndose en el subconsciente, se mezclan de forma arbitraria, se superponen, juegan con el tiempo y sólo cuando te enfrentas a los originales eres capaz de localizar la procedencia de unas y otras.

Estábamos hartos de sacar agua del pozo, pero fue el maestro quien nos explicó lo que eran las máquinas simples con dibujos en la pizarra.
Cuando teníamos hambre, comíamos; aguzábamos el oído si salíamos a quitar fruta; éramos sensibles a un campo de trigo salpicado de amapolas; olíamos en el aire las primeras gotas de lluvia después del verano y acariciábamos el lomo de los perros. Pero el funcionamiento del gusto, el oído, la vista, el olfato y el tacto lo comprendimos en los libros.
Podíamos despanzurrar una rana o cazar para que comieran los gaviluchos; sin embargo, fue a través de los dibujos esquemáticos como entendimos lo que significaba el funcionamiento del aparato digestivo o del circulatorio.
Gozábamos y sufríamos el día y la noche, el frío y el calor, pero la forma en que se encadenaban todos estos fenómenos las aprendimos gracias a los gráficos de nuestras enciclopedias. Aquel círculo que decía ser la Tierra acompañado de todo el sistema planetario se completaba con todo un baile de esferas que cabeceaban y se separaban del Sol para producir los equinoccios y los solsticios y con ellos las estaciones. Para más de uno España siempre estuvo arriba y nunca llegó a comprender cómo los habitantes de las antípodas —¡vaya palabra!— se las apañaban para caminar boca abajo. De vez en cuando, si habías despabilado y acababas pronto las cuentas, podías dejar volar tu imaginación recorriendo —como si en un Phileas Fogg cualquiera te hubieras convertido— los mapas que colgaban de las paredes de la escuela y que mostraban unas veces su aspecto terroso y azul y las otras la brillante cara de sus colorines con las fronteras bien marcadas en trazo grueso. Ahora que los mapas eran de temer, sobre todo cuando tenías que indicar, sin ningún tipo de duda, dónde estaba el Dniéper y dónde el Dniéster, dónde Hawai y dónde Bombay y demás cabos, golfos, estrechos (¿os acordáis de Skagerrak, Kattegat y Sund?), ríos y afluentes, cordilleras, montañas, capitales de Estado, capitales de provincia, cabezas de partido. Nunca olvidaré aquel mapa de Europa en el que de forma profética aparecían separados de Rusia —sólo el nombre de Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas debía de resultar revolucionario— unos entes denominados Estonia, Letonia y Lituania como territorios irredentos. Los mapas podían inducir a error: ¿dónde se encontraban las Canarias? Un intento de aprovechar el espacio podía llevar a muchos a situarlas en Argelia. De geografía económica poco; aquellos extravagantes perfiles de las regiones españolas con las espigas de trigo, las uvas, las ovejas y aquella espada en Toledo como si de los viejos aceros patrios dependiese la supervivencia nacional.

Tampoco hay que ser reduccionistas: nuestros conocimientos geográficos se ampliaban gracias a unos pocos dibujos de vegetación y fauna, a los chinitos para las misiones colocados en la estantería que siempre amenazaba la cabeza del maestro y a las colecciones de cromos de las tabletas de chocolate.
Algunas veces, por la tarde, aparecía por clase el cura y su presencia no dejaba de ser un alivio porque era otra forma más de romper la monotonía. Lo bueno de verdad era cuando se dejaba caer por allí algún misionero despistado a contamos sus aventuras y lo malo cuando los jesuitas de Villagarcía organizaban los concursos de catecismo.
La imaginación de un niño es fértil y modelable y la Iglesia siempre ha manejado con habilidad la palabra y la imagen para transmitir su peculiar idea de la relación con Dios. Resulta curioso comprobar cómo toda nuestra generación y las anteriores tienen una idea cabal de la historia sagrada siendo escasísimo el número de lectores, aunque sólo sea de forma ocasional, que han acudido a la Biblia. Fue gracias a esta combinación sutil entre los sermones, las imágenes de los altares —antes de que el iconoclasta Concilio Vaticano II acabase con casi todos— y las viñetas de los libros como se nos transmitieron estos conocimientos. Gozamos con la creación, nos fascinamos con la serpiente, temblamos con la expulsión del paraíso, nos compadecimos de Abel, soñamos con la confusión de lenguas. El ojo omnisciente de Dios gobernaba nuestra vida desde el triángulo radiante (resulta, paradójicamente, que se trataba de una iconografía usada por los masones) y Él velaba porque no cayésemos desde aquel puente de sus mandamientos que tenía roto el arco marcado con el V (y no con el VI como algunos podrían suponer). Se nos amenazó con las penas del infierno, con todo aquel alboroto de gente crepitando entre las llamas atizadas por imaginativos demonios. Estos castigos nunca fueron comparables, para mí, a una representación del diluvio universal en la que, inspirada —eso lo supe después— en Miguel Ángel, el arca de Noé flotaba perdida bajo un cielo tormentoso mientras una madre con su hijo había llegado hasta el punto más alto de la Tierra con el agua, que seguía creciendo, amenazando indefectiblemente sus vidas como había hecho con el resto de los habitantes. Quizá por haberme identificado con el niño inocente (nunca llegué a preocuparme en exceso por aquello del pecado original) me rebelé siempre contra la idea de aquel Dios irracional y vengativo. Este recurso al terror indiscriminado aparecía en otras ilustraciones: el sacrificio de Isaac, José vendido por sus hermanos o la sentencia de Salomón. El nuevo testamento solía presentar imágenes más amables: la Natividad, la Adoración de los Magos, las bodas de Canaá, Jesús con los niños.
Al contrario de lo que ocurría con la historia sagrada, la universal o la de España, la literatura equivocó sus planteamientos didácticos al utilizar la imagen de una forma ramplona y tacaña. Salvo algunas escasas ilustraciones para los componentes de la oración y las fábulas (con la taimada zorra siempre intentando alcanzar las uvas verdes o la cigüeña con el pico metido en la redoma o el burro flautista), el resto de las imágenes que acompañaban en los libros de texto al proceso histórico de la literatura se reducían a retratos de los autores tomados de las más variopintas fuentes; los bustos clásicos podían resultar pasables y algunas imágenes, a partir del Renacimiento, quedaban verosímiles; medianamente fieles, sólo las modernas.
Lo más lamentable son las casi inexistentes ilustraciones de los clásicos de nuestra literatura y este fenómeno quizá esté basado en el escaso eco que estos mismos pasajes tuvieron en la pintura del siglo XIX, referencia última a la que acudían los ilustradores. Esta ausencia nos ha privado de un acercamiento a los temas argumentales de las grandes obras de todos los tiempos, circunstancia que tampoco se ha solucionado en la actualidad.
Terreno para gozar, para quien estuviese dispuesto a hacerlo con la imagen, era la historia. El recurso a los mapas parecía obligado, lo mismo que a los retratos de los personajes. Como, a diferencia de la edad media literaria en la que los autores personalizados son escasos, aquí sí sabemos de los nombres y hazañas de nuestros reyes medievales, los ilustradores asumieron con valentía la tarea de proporcionar rostro a quienes nunca lo habían tenido. La sola aparición bajo una figura barbada del nombre de Recaredo servía para bautizar la efigie; si se trataba de reflejar a Abd-al-Rahmán bastaba con recortarle la barba y ponerle un turbante; o acrecentarla dotando a la cabeza con un casco puntiagudo si era el Cid quien debía aparecer. Estas efigies imaginarias son un monumento a la osadía y una fe ciega en la historia como disciplina literaria.

Cuando se reflejaban los monumentos de nuestro pasado se era fiel a la verdad, aunque sólo fuera por el hecho de que, a duras penas en pie, podían protestar a la editorial los vecinos de tal o cual castillo o monasterio. Por otra parte, la arquitectura siempre se había mostrado muy cercana a las ciencias positivas y había plasmado sus ilustraciones con rigor arqueológico.
Tratándose, como se trataba, de una historia centrada en los personajes y en los acontecimientos, resultaba lógico que los ilustradores, cuando querían dibujar acontecimientos anteriores al XVIII, recurriesen a la pintura de historia, mal endémico de nuestro arte decimonónico, como fuente desde la que traducir a la línea los hechos del pasado con la pretendida fidelidad de un periodista gráfico. Voy a permitirme citar algunas de las ilustraciones comunes en los libros escolares de historia de España en los dos primeros tercios de nuestro siglo con los pintores a quienes se ha fusilado: Muerte de Viriato (José de Madrazo), Numancia (Alejo Vera), La invasión de los bárbaros (Ulpiano Checa), Conversión de Recaredo (Muñoz Degrain), Pelayo en Covadonga (Luis de Madrazo), Campana de Huesca (Casado del Alisal), Alfonso VIII en las Navas (Antonio Casanova), Guzmán el Bueno (Martínez Cubells), Enrique III (Dionisio Fierros), Jaime I (Ramón Tusquets), Roger de Flor en Constantinopla (Moreno Carbonero), Entrega de las llaves de Granada (Francisco Pradilla), Descubrimiento de América (Dióscoro Puebla), Testamento de Isabel La Católica (Eduardo Rosales), Juana la Loca (Francisco Pradilla), El Gran Capitán (Casado del Alisal), Hernán Cortes manda quemar las naves (Sans y Cabot), Los comuneros (Gisbert), Últimos momentos de Felipe II (Carlos María Esquivel). Todavía se recurre a ellos para acontecimientos posteriores como la Rendición de Bailén (Casado del Alisal) o el Fusilamiento de Torrijos (Gisbert).
A esta colección de desastres había que añadir los que procedían de la imaginación del dibujante, ya suficientemente motivada por el estudio de semejantes modelos. Además, otro tipo de ilustraciones servían para ambientar al alumno respecto a la época histórica concreta: trajes en los que se repetían los tópicos al uso (túnicas clásicas, chilabas árabes, armaduras medievales) y un amplio repertorio de armas, sin ninguna validez como documento, que igual valían para un roto que para un descosido.
Es verdad que junto a todos estos estímulos febriles, y de impagable valor como desencadenante de fantasías bélicas en las eras del pueblo, había otras publicaciones que intentaron, con criterios más ajustados respecto a las líneas posteriores de ilustración, documentar fotográficamente las diferentes etapas históricas, pero nunca llegaron a ser tan sugestivas como las primeras, porque no se pretendía con las ilustraciones de las disciplinas humanísticas proporcionar al alumno un instrumento de trabajo, un medio de reflexión sobre el hecho concreto, y se mantuvo un criterio puramente ornamental en el uso de las imágenes, así como en los propios contenidos, orientados —en el mejor de los casos— a una formación del espíritu nacional en vez de a un desarrollo de la capacidad crítica del individuo por medio del conocimiento de su entorno y de su peripecia vital.
Pero para conciencia nacional, la que de forma pura y dura impregnaba nuestra jornada escolar. Franco y José Antonio estaban tan integrados en nuestra visión del aula con el crucifijo que no me extraña que alguno pensase que era ésa la auténtica trinidad. Todas las mañanas, cuando entrábamos marciales en las prietas y recias filas, nos esperaba en la vieja pizarra, además de la fecha y el lema del día, un dibujo alegórico, para copiar en nuestro cuaderno, donde se mezclaban siguiendo un ritmo cíclico lo sagrado y lo profano. Siempre era el día de algo: 14 de septiembre, Exaltación de la Cruz; primero de octubre, día del Caudillo; 12 de octubre, la Hispanidad; tercer domingo de octubre, día del Domund; 29 de octubre, día de la Fe; último domingo de octubre, Cristo Rey; 1 de noviembre, Todos los Santos; 2 de noviembre, Día de los Difuntos; 4 de noviembre, día del Papa; 20 de noviembre, día del dolor; 27 de noviembre, San José de Calasanz; 29 de noviembre, día de la información; 8 de diciembre, día de la madre; 13 de diciembre, día de la higiene ocular; último domingo de enero, la santa infancia; 31 de enero, San Juan Bosco; 9 de febrero, día del estudiante caído; 7 de marzo, Santo Tomás de Aquino; 10 de marzo, mártires de la tradición; 19 de marzo, día del seminario; 1 de abril, día de la canción; 23 de abril, fiesta del libro; 2 de mayo, Día de la Independencia; 30 de mayo, día de la juventud. A ellos había que añadir la Navidad, Semana Santa, Miércoles de Ceniza, Corpus Christi, el Sagrado Corazón. Cada uno con su dibujito alegórico que reforzaba los contenidos que se pretendían inculcar. Ramos de laurel, pastores apacentando ovejas, libros a la luz de la cruz y de la vela, huchas hacia las que se dirigían filas de monedas, espadas rompiendo cadenas, rosas y luceros, activos cañones, manos unidas y España, muchos contornos de España; tantos se copiaron, que parece como si varias generaciones hayan terminado por aborrecer no sólo la forma, también el nombre de aquella entidad de destino en lo universal que se suponía una, grande y libre.
¿Qué quedó de aquel batiburrillo en blanco y negro?
Todas estas imágenes se han ido desvaneciendo poco a poco, porque le es propio a este género de comunicación la inconsistencia. Sólo las más afortunadas, aquéllas que nos causaron una impresión más vívida por razones que entiende el corazón pero que la mente no puede explicar, nos han acompañado de forma latente, como si se tratara de un papel fotográfico que ha recibido la luz a través del negativo pero que no ha sido revelado. Y de repente, sin que apenas nos demos cuenta, con el sonido de una canción, con una secuencia de película, con la portada fugaz de un libro vista en una tienda de viejo, con exposiciones como ésta, los grises van tomando cuerpo, haciéndose más nítidos, perfilando las formas hasta que aparece ante nosotros aquella agridulce realidad de un pasado que, en contra de lo dicho por el poeta, para mí, nunca fue mejor.
Arturo Caballero Bastardo (Villanueva de los Caballeros, Valladolid, 1955) es profesor, historiador y crítico de arte, facetas que ha compatibilizado con otras actividades relacionadas con la organización escolar. Autor de diversos artículos científicos (Un itinerario místico por el Cosmos, 1988), estudios sobre pueblos palentinos (especialmente Dueñas, 1987 y 1992), sobre la pintura del siglo XIX en esa provincia, organizador de exposiciones (Eugenio Oliva, 1985; Casado del Alisal y los pintores palentinos del siglo XIX, 1986; Asterio Mañanós, 1988; Ecos de un reinado. Isabel la Católica, los Acuña y la villa de Dueñas, 2004), ha publicado manuales escolares para las editoriales Edelvives y Epígono. Por encima de todo, se ha interesado por las más diversas perspectivas del arte contemporáneo: organizador de ciclos y conferenciante (Fundación Díaz Caneja de Palencia, Museo Patio Herreriano de Valladolid), cursos de formación y actualización didáctica para profesores, comisario de exposiciones de jóvenes artistas. Como culminación de toda esta actividad, en 2007 se publica profusamente ilustrado Arte contemporáneo. Castilla y León, manual que se distribuyó a todos los centros educativos de dicha comunidad y que es posible visitar en versión web en el portal educativo de la Junta de Castilla y León. En la actualidad, y en colaboración con la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Valladolid, coordina un proyecto de la misma Junta: el Bachillerato de Investigación/excelencia en Artes del IES Delicias de Valladolid. La próxima primavera la editorial Trea publicará Arte y perversión: apuntes para una poética de la sociedad satisfecha en el que realiza un análisis irónico, crítico y apasionado sobre los últimos cuarenta años del arte más actual.
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