Breviario de falsedades (6)
/por José Manuel Vilabella/
[VENGANZA] Cuando los hijos de Abel despeñaron al tío Caín por un barranco y se quedaron con sus bienes, descubrieron el placer de la venganza y continuaron asesinando a los miembros de la familia hasta que terminaron con ella. Al único sobreviviente lo ejecutaron ayer.
[DILUVIO] Fue el loro el que dio la buena nueva, el que anunció la llegada del buen tiempo a tripulantes y pasajeros: «¡Capitán Noé, la ventolera ha terminado!», gritó el bello pájaro al percibir que el diluvio se alejaba en el horizonte.
[ARREPENTIMIENTO] Luzbel aprovecha cada fin de siglo para arrepentirse de sus pecados, y se acerca al cielo para pedirle perdón al Señor con lágrimas en los ojos y los brazos en cruz, y si Dios no le abre la puerta es porque sabe que nunca, jamás, se podrá doblegar del todo al revolucionario que el ángel caído lleva dentro.
[VACACIONES] Todos los años, cuando llegan los calores de agosto, el Espíritu Santo se viste de gaviota y se va al Limbo de vacaciones.
[AVELLANEDA] Como querían tanto al bueno de don Miguel, los cervantistas del mundo quisieron desenmascarar al pérfido Avellaneda, al canalla que quiso robarle la gloria y los dineros al autor del Quijote. ¡Decapitemos al ladrón!, gritaron las gentes cultas, exigieron los catedráticos, demandaron los poetas. La Real Academia capitaneó desde el principio el proyecto y los sesudos varones del lenguaje confeccionaron la lista de los sospechosos. ¿Quién era Avellaneda, el autor del Quijote espurio; el oscuro personaje que se había burlado de la manquedad del glorioso lisiado de Lepanto y le había querido robar su mejor personaje? Unos miraron a Lope y otros a Góngora y todos llevaron un nombre o dos ante el tribunal y les acusaron públicamente del robo; entraron a saco en la honra de los padres y los abuelos de las letras hispanas, la flor y nata del siglo de oro. Se desenterraron cuchillos viejos y odios añejos y entre todos prepararon el cadalso con tiempo para cortarle la cabeza al tapado que se ocultaba tras cuatrocientos años de misterio. Era una inquisición de papel pero no por eso menos cruel y avasalladora. La lista de los sospechosos estaba formada por 96 hombres de letras entre los cuales, intuían, se podría encontrar el ladrón de honras que cuatro siglos atrás había querido despojar a un viejo de todo su patrimonio: la gloria venidera. Se investigó a los sospechosos uno a uno, se repasaron sus textos, se desandaron sus escritos, se miraron sus adjetivos, se desnudaron sus prosas, la cadencia de sus versos y la imperfección de sus concordancias. Con lupa y mala intención se analizaron sonetos y madrigales, coplillas y acrósticos, discursos, sermones, ensayos y obras de teatro. Con potentes ordenadores se comparó el texto del Quijote falso con las obras completas de los sospechosos. ¿Dónde estás Avellaneda?, gritaban los especialistas. El lenguaje es como las huellas dactilares y deja un surco profundo por donde pasa; a las palabras no se las lleva el viento y todos somos lo que es nuestro lenguaje. El alma es el conjunto de vocablos que llevamos dentro y la forma en que estas palabras se echan a andar en el camino enrevesado de las conversaciones, que configuran el habla de cada cual, el esqueleto en que se asientan las razones y las pasiones y que llamamos, para entendernos, idioma, patria, memoria. Somos lo que es nuestro discurso. Todos hablamos y escribimos de forma diferente y singular; hay tantas lenguas como seres humanos, tantos idiomas como contribuyentes. Cada vez que un hombre se muere se lleva a la tumba todas sus palabras y un idioma se va, se las pira, desaparece. Aquí se entierra a cada parlante con su parla, a cada difunto con su sintaxis. Excepto si el hombre deja su alma pasada a limpio y por escrito, si le dicta a un pendolista sus temores y sus ausencias y lo hace de tal modo que las gentes adoptan sus imágenes como propias y reconocen en sus palabras las razones de todos. Cuando esto ocurre ese caballero está condenado a la inmortalidad porque los escritores, algunos escritores, no se mueren nunca. ¿Dónde estás Avellaneda?, inquirían, hasta la afonía, los sabuesos del tapado. Todos tenemos a lo largo de nuestra vida un número limitado de palabras y cada día aprendemos unas pocas y olvidamos otras. Al llegar a viejos pronunciamos palabras por última vez. Yo, por ejemplo, nunca volveré a pronunciar cagalindes; qué bella palabra, qué redondez la suya, qué fuerza tiene la condenada. La acompañé hasta el descansillo y esperé a que llegase el ascensor para decirles adiós con emoción contenida; cagalindes se echó a llorar en mis brazos mientras un servidor le acariciaba la mejilla. “Anda, anda, vete ya”, le dije. Cagalindes siempre fue uno de mis insultos preferidos, lo tuve siempre a mano para avergonzar a los cobardes. Partir es morir un poco y cagalindes se fue oscureciendo como la imagen oronda de mi primo Eduardo, el cura de Suances (Cantabria). Decimos adiós a compañeras de viaje y, si tenemos suerte renovamos nuestro vocabulario con términos nuevos que traen los jóvenes en sus macutos y que pronuncian de forma descuidada, que se sacan del magín con desfachatez, con esa libertad y alegría de los que tienen la vida por delante y que, como carecen de todo, no tienen nada que perder. El saber renovar el lenguaje es el veranillo de san Miguel para los escritores viejos; son los últimos sorbos de una juventud imaginaria trufada de gozo, sueños y amoríos. Pero también, sí, hay palabras ajenas que nunca tomaremos cuando tomemos la palabra porque son odiosas o distantes, terribles e hirientes, prohibidas, mortales de necesidad. Son las malas palabras. Las palabras de los asesinos cuando matan y de las gentes del bronce cuando se sacan de la faja la navaja de siete muelles con intención de sangrar al contrario. Hay ancianos que se vacían de palabras, que se desalman y parecen muertos vivientes porque no tienen nada que decir y nada dicen y se quedan al margen de las conversaciones, en la cuneta de las discusiones familiares, mirándose para adentro, bisbiseando insensateces que solo ellos comprenden. Hay épocas, en cambio, en que los vocabularios de las buenas gentes se amplían, las naciones se ensanchan, la risa surge en cada esquina y se va rodando, rodando, como un río que busca la mar. Son los días felices, esos que vienen sin avisar y se van sin despedirse, cuando el alma del pueblo engorda y crece por lo mucho que tiene que decir y por lo bien que lo dice o lo canta. ¿Dónde estás Avellaneda?, gritaban los siervos de la gleba y de la gloria y todos miraban a los informáticos que cribaban el lenguaje de los sospechosos y comprobaban la veracidad de sus coartadas. Las primeras noticias fueron esperanzadoras: Lope de Vega era inocente. El mejor y más íntimo enemigo de don Miguel no había querido robarle la gloria ni quitarle el pan de la boca. Al fénix de los ingenios le sobraban historias y personajes y desde el más allá enviaba una enérgica protesta. Él había tenido mujeres, quince hijos, múltiples amantes, fervorosos amigos; había conocido la gloria y su esplendor. Lo único que le había faltado era tiempo para vivir tres vidas. El Quijote, además, era una mala novela y no le interesaban sus moralejas y proclamaba que con su pan se lo coman el autor y su personaje, el caballo, el caballero y su fiel escudero. Cómo se puso don Lope, qué palabrotas soltaba el clérigo por su boca pecadora, qué maravillosa y teatral fue su furia. Y tampoco era culpable el críptico Góngora, el poeta difícil, el hombre enrevesado y burlón que se perdía en la complejidad de su propio laberinto. Demostraron su inocencia Pacheco de Narváez, Luís Vélez de Guevara, Tirso de Molina, Mateo Alemán, Salas Barbadillo. Se investigó a poetas y prosistas y cuando se terminó con la lista de sospechosos se hizo una nueva y se volvió a empezar pero esta vez con talentos de menor cuantía, con los recuelos del ingenio. Terminado el oro del siglo se continuó con la plata, el bronce, el cobre y el hierro. Se analizó a los malos poetas del siglo de plomo, a los de la prosa plúmbea y el ripio obsceno. Todo resultó inútil. ¿Dónde estás Avellaneda?, se preguntaban solo unos pocos al final. La investigación se redujo porque los presupuestos menguaron y la decepción, el fracaso y los reproches de los peritos mercantiles sonaron en los oídos de los responsables. Se cancelaron contratos de lingüistas, filólogos, gramáticos, informáticos. Se desmanteló la red de ordenadores y cuando solo quedaba, en la enorme sala casi vacía, un técnico y una máquina, la comprobación rutinaria y el pálpito del solitario investigador desvelo el misterio y apareció el culpable. Coincidían las imágenes, las metáforas, el ritmo, el vocabulario. No cabía duda, el ladrón era… El técnico, el joven ingeniero Nicasio Pérez y Pérez, natural de Alcantarilla (Murcia), no se atrevió a pronunciar en alto el nombre del miserable. El funcionario era hombre medrosillo, poco dado a saltarse el escalafón y ante la desbandada de ilustres se dijo a sí mismo: ¡Oh, cielos, me supera la responsabilidad! Ante las dudas que le asaltaban lo consultó con su prometida, la talludita y honesta maestra Margarita Gómez y Gómez, enseñante a la sazón en la localidad de Guarromán (Jaén) y ésta, con buen criterio, le sugirió que buscase, entre los ilustres escritores de la época, uno que tuviese integridad moral y bibliografía suficiente para pronunciar, con voz de gobernador civil, la buena nueva a los amantes de la literatura. Era Margarita, además de cumplidora, una mujer ardiente y antes de que Nicasio se fuese a su cruzada particular le entregó su honra, su flor más preciada, aunque, todo hay que decirlo, el joven Nicasio no dio la talla como amante. La ex doncella se quedó desconcertada y se formuló a sí misma la pregunta: ¿Eso eran las famosas relaciones carnales? ¿Los pecados que producen tanto gustirrinín? Cariacontecida, le concedió a su pareja un ‘necesita mejorar’ y se lio definitivamente con el fontanero Eladio García y García, alias ‘el calentón’, que la había requerido de amores con insistencia y que le hizo recuperar en un trimestre todo el tiempo perdido. En la actualidad tienen cuatro hijos gordos como gorrinos y viven, felizmente casados, en Villanueva del Río, antes Villafétida del Nora (Asturias). En aquellos días el relevo generacional no se había producido todavía. O sea: ni cenamos ni se muere madre. La Real Academia era un reino de taifas. Aquello era un pifostio, un descontrol, un caos. Camilo José Cela preparaba con cuidado exquisito su primer centenario y el Nobel no concedía entrevistas ni hacía prólogos. Era un clásico y como tal se comportaba. Rafael Alberti le daba la réplica y arrastraba su cabellera blanca, de casi dos metros de longitud, por las calles de Madrid. Era, sí, un marinero en tierra, un navegante del asfalto que hablaba desde el desprecio. Cela y Alberti capitaneaban dos maneras distintas de escribir y de comer: uno reivindicaba el poder del acento gallego y el pulpo a feira y el otro la gracia del gaditano y la tortilla de camarones. Cela hablaba en prosa y Alberti en verso. Uno había sido complaciente con la dictadura y el otro llevaba con galanura el oropel del exilio. Los dos genios se respetaban a distancia pero sus seguidores se odiaban, llegaban a las manos como zopencos porque ambos grupos aspiraban a quedarse en propiedad con el espíritu de don Miguel. Umbral, que no era ni de unos ni de otros, solo se seguía a sí mismo: intolerante, brillante, vallisoletano de Madriz, dandi de provincias. Paco Umbral hablaba de sus libros y, con desvergüenza, ofendía la memoria de don Miguel y se ciscaba en sus obras completas. Decía que él y solo él había superado al genio y se sentía un Cervantes exquisito sin libros malos y con libros breves, sin novelas ejemplares, pero con relatos bellos llenos de malos consejos y perversas intenciones y pontificaba, desde todos los medios disponibles, que la literatura y la moral discurren por caminos distintos. Gala era Gala, pero un Gala viejo, decrépito, con muletas. Eso sí, más Gala que nunca; se había convertido en un caballero cojo e iracundo que golpeaba al servicio con su bastón de empuñadura de oro y escribía novelas inquietantes. Un Gala al que llevaban sus monaguillos a hombros porque se negaba a utilizar su sillita de ruedas con motor incorporado y todos los extras disponibles. Un don Antonio que quería recuperar los votos, ordenarse otra vez para ser papa o antipapa y que dudaba entre insultar a Dios desde lo alto de la Basílica de San Pedro o bendecir urbi et orbi a la cristiandad con una sonrisa cínica en el rostro. Miguel Delibes, enclaustrado en una habitación del Hotel Palace y más viudo y triste que nunca, disparaba desde la cama a las perdices de Castilla y mataba por error a las palomas de la paz de la Plaza de Neptuno. Nicasio dudaba, no sabía a qué autoridad competente dirigirse. Optó, con criterio que le honra, por el que ostentaba la presidencia de la Real Academia, el segundo marido de María del Rosario Cayetana Paloma Eugenia Fernanda Teresa Francisca de Paul Lourdes Antonia Josefa Fausta Rita Castor Dorotea Santa Esperanza Fitz-James Stuart y de Silva Falcó y Gurtubay y duquesa de Alba, dirigirse al duque consorte, el excura Jesús Aguirre. El duque escribía los mejores prólogos y los epílogos más distinguidos de las letras españolas. Con los años había perdido altura física —llegó a medir 1,20 metros— pero no había mermado su humor cáustico y sutil; su sonrisa seguía siendo luciferina, su lengua acerada, su mirada penetrante, su desdén cruel. El ejemplar funcionario, con el nombre del culpable en el bolsillo, solicitó una entrevista y, al no conseguirla, siguió el rastro del duque por las diversas residencias de la Casa de Alba; esperó en Madrid, en el enorme recibidor del Palacio de Liria, viajó a Sevilla, voló a Barcelona. Iba dejando un reguero de notas en la que aseguraba saber el nombre del maldito. Tardó tres meses en ser recibido por el anciano aristócrata. «Venga a verme a Marbella», decía en una nota escueta, y lo citaba en un club nudista. Se reunió con el director de la Academia en la orilla del mar y en pelota picada, bajo un sol de justicia, chorreando sudor. Fue una entrevista breve e inútil. Cuando le dijo quién era Avellaneda, el duque ni se inmutó y cambió su secreto por otro secreto a voces. «Todos lo intuimos desde niños, desde los primeros dictados del bachillerato; aquellos dictados que hicieron odiar las aventuras quijotescas al noble pueblo español. Todos los escritores de España sabemos que Avellaneda es Cervantes y que cuando se roba se roba a sí mismo. Lo hace para llamar la atención, para que la gente le quiera y deje de ignorarlo. Era un pobre hombre, un fracasado, casi un mendigo. Era un pésimo poeta y un horrendo comediógrafo. Él fue el autor de la trilogía. El fracaso personal, las humillaciones, la injusticia, la mala suerte engendraron, por una combinación misteriosa la más grande de las novelas que vieron los siglos. El de Avellaneda es un Quijote fallido pero un gran Quijote. Tal vez el más patético, el más cervantino, el mejor». El funcionario destruyó el dossier, quemó los listados y los análisis filológicos y el centro informático fue desmantelado. Y la gente sigue preguntando a los sabios gramáticos y preguntándose a sí misma: ¿Dónde estás y quién eres, Avellaneda?
José Manuel Vilabella Guardiola (Lugo, 1938) ha publicado más de 2500 artículos en prestigiosos diarios y revistas: entre otros, La Voz de Asturias, La Nueva España, El Comercio, El Progreso, Dunia, El Extramundi, Gastronómika, Abc, La Voz de Galicia, Heraldo de Aragón, El Periódico, Lar (Buenos Aires) o Gourmand (Santiago de Chile). Mantiene desde hace más de 23 años la columna literaria «Hasta la cocina» en la revista Sobremesa y firmó durante dos décadas «Gastrónomos y caballeros» en la revista Restauradores. Entre sus libros destacan: La cocina de los excesos, Delirios gastronómicos, Gastromanía, Cocinadeasturias, Los humoristas, El crimen de don Benito, Cuerda de santos, infames y profetas, Teoría del insulto en Asturias y El día de matamos a Kennedy y otros relatos poco edificantes. Próximamente pubicará Memorias de un gastrónomo incompetente. Obtuvo, entre otros galardones, el Premio Juan Mari Arzak 1999 por el mejor artículo gastronómico del año; el Premio Nacional de Gastronomía 2002 por su libro La cocina extravagante o el arte de no saber comer y el Premio de Periodismo Gastronómico Álvaro Cunqueiro 2005. Pertenece a la Academia de Gastronomía de Asturias, a la Academia de Gastronomía de Aragón y al Colegio de Críticos Gastronómicos de Asturias.
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