Buzón de cumbre

Alpinismo al servicio de la nación

Pablo Batalla Cueto relata tres historias ilustrativas acerca de la fértil y antigua relación existente entre alpinismo y nacionalismo.

Buzón de cumbre

Alpinismo al servicio de la nación

/por Pablo Batalla Cueto/

Cuando uno publica un ensayo, hay una cosa en extremo fastidiosa que comienza a suceder muy temprano y da en aguar un tanto la dicha del autor por el alumbramiento, y es la siguiente: descubrir demasiado tarde historias interesantes e ilustrativas que, de haberlas conocido antes, habría uno incluido en la obra. A quien esto escribe acaba de sucederle con una que magníficamente ilustra la relación simbiótica antigua y fértil existente entre montañismo y nacionalismo, uno de los temas que tratamos en nuestro recién publicado La virtud en la montaña: vindicación de un alpinismo lento, ilustrado y anticapitalista. Es esa historia cómo utilizó propagandísticamente Nueva Zelanda la conquista del Everest acometida en 1953 —en compañía del sherpa nepalí Tenzing Norgay— por el alpinista neozelandés Edmund Hillary. Peter H. Hansen alude a ello en un libro espléndido: The summits of modern man: mountaineering after the Enlightenment.

Nueva Zelanda era por entonces una nación joven y, sobre todo, una nación de límites confusos, poco claros; una de esas hijas de la matriz británica de cuya independencia puede decirse todavía hoy —cuando Nueva Zelanda sigue perteneciendo a la Commonwealth y a la monarquía británica— que con ella sucede lo que con el famoso gato de Schrödinger: es y a la vez no es. Y su épica nacional era una épica confusa ella misma; un orgullo kiwi incipiente, avivado por el sacrificio de las dos guerras mundiales, que, sin embargo, no acababa de escindirse claramente de la vieja épica común del gran imperio. El propio Hillary recordará así su primera visita a la antigua metrópoli en 1950, tres años antes de su gesta himalayista: «Como ciudadano de un país nuevo con poca historia, sentí que era aceptado de vuelta en el redil primigenio; me produjo un sentimiento asombrosamente cálido. En aquellos días, como muchos de mis conciudadanos, yo era británico en primer lugar y neozelandés en segundo; ha sido sólo en años recientes que hemos salido verdaderamente del nido familiar».

Hansen cuenta en su libro cómo la largamente ansiada conquista del Everest —que el inglés de Inglaterra George Mallory había fallecido intentando un cuarto de siglo antes— contribuyó enormemente a esa salida definitiva del nido. La gesta fue recibida con euforia en toda la Commonwealth: como dijo entonces el brigadier Anthony Head, secretario de Estado británico de la Guerra, al propio Hillary en una recepción en Londres, «toda la Commonwealth está conmovida y orgullosa de su gran logro». Pero Nueva Zelanda hizo de éste una utilización propagandística distinta, fundamentada en relacionar la hazaña con el espíritu pionero de una nación de colonos; un espíritu en que querían verse amalgamadas la rudeza, la versatilidad, el compañerismo, el carácter familiar y una modestia no reñida con la ambición; valores todos que se consideraron prístinamente manifestados en un Hillary del que el retrato escogido por los periódicos para ilustrar su hazaña testimoniaba claramente los orígenes rurales, y que poco después anunció su matrimonio con su amor de la infancia. Hillary, y también George Lowe —otro alpinista neozelandés participante en la expedición al Everest, pero que no coronó la cumbre—, fueron agasajados a su vuelta, en una recepción organizada por el Estado neozelandés a la que no se invitó a ninguna mujer (la virilidad también era parte fundamental de la épica nacional), como «dos de los más grandes neozelandeses que la nación ha producido».

Historia interesante sobre alpinismo y nacionalismo, ya digo; como también otra que hemos conocido recientemente a través de un documental sobre la vida de Jerzy Kukuczcka, el gran y malogrado alpinista polaco, que mantuvo con Reinhold Messner una carrera de época por convertirse en el primer ser humano en coronar los catorce ochomiles del Himalaya y formó parte de una generación irrepetible de grandes alpinistas procedentes de aquel país, a destacar entre ellos el aún hoy  activo Krzysztof Wielicki. Eran los años setenta y ochenta y una Polonia convulsa, sacudida por las protestas contra el régimen comunista y la tutela soviética, hizo de las proezas de aquella generación la espoleta de un orgullo patriótico que Wielicki suele explicar más o menos así (y esto no es una cita literal, sino mi recuerdo de lo dicho por él en una presentación reciente en la última Semana Internacional de Montaña de Gijón): «Queríamos demostrarle al mundo que nuestra nación, que era conocida por sus desgracias, también era capaz de hacer grandes cosas». Que la pobreza de medios y pertrechos de los montañeros polacos en comparación con las expediciones de otros países más desarrollados no impidiera a aquéllos doblar el brazo a competidores alemanes, italianos, suizos, etcétera, acrecía aún más aquel orgullo que era el orgullo de un David hondero; de un habilidoso pequeño capaz de derrotar a un grande a través de su astucia y del hacer virtud de la necesidad. Kukuczka, minero de profesión, solía decir que la brutal contaminación que se había criado respirando en la industrial Silesia lo hacía resistir mejor que otros a la falta de oxígeno en la alta montaña.

La relación entre montañismo y nacionalismo, también se la ilustró Wielicki, involuntariamente, a los asistentes a su ya aludida presentación en la Semana Internacional de Montaña de Gijón con otra historia. Contó el gran alpinista polaco que en una ocasión, al coronar determinado ochomil del Himalaya, cumplimentaron la tradición de dejar arriba un objeto que la siguiente expedición pudiera recoger y mostrar a su regreso, de tal manera que quedara probado por un tercero que se había estado en la cumbre. Dejaron concretamente un rosario y bajaron a su vez de la cumbre —y aquí sí cito textualmente a Wielicki— «una bandera extraña que había dejado una expedición española». La enorme pantalla del Teatro Jovellanos de Gijón proyectó seguidamente una fotografía de aquella enseña que desató inmediatamente entre el público un zurriburri de murmullos asombrados e incómodos. Un cándido Wielicki desconocía genuinamente su significado: sabía sólo que era español su origen, que no era la bandera oficial del país y que, «misteriosamente para nosotros» —dijo— los alpinistas que la habían dejado habían declinado, varios años después, que les fuera devuelta.

Era una ikurriña con el logo de ETA.


Pablo Batalla Cueto (Gijón, 1987) es licenciado en historia y máster en gestión del patrimonio histórico-artístico por la Universidad de Salamanca, pero ha venido desempeñándose como periodista y corrector de estilo. Ha sido o es colaborador de los periódicos y revistas Asturias24La Voz de AsturiasAtlántica XXIINevilleCrítica.cl y La Soga; dirige desde 2013 A Quemarropa, periódico oficial de la Semana Negra de Gijón, y desde 2018 es coordinador de EL CUADERNO. En 2017 publicó su primer libro, Si cantara el gallo rojo: biografía social de Jesús Montes Estrada, ‘Churruca’, y en 2019 el segundo: La virtud en la montaña: vindicación de un alpinismo lento, ilustrado y anticapitalista.

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