L epístolas a un perro et IV derrotas

De manías y extravagancias está el mundo lleno

José Manuel Sariego se estrena (¿o no?) como colaborador de EL CUADERNO con una sección protagonizada por un perro llamado Bilbo, de la que publicamos hoy un 'Introito' y la primera entrega.

L epístolas a un perro et IV derrotas

Introito

/por José Manuel Sariego/

Bilbo es un puto perro. Lo tenemos a dieta. Se nos puso en treinta y nueve kilos cuando, según la clínica veterinaria, debe pesar treinta y dos a lo más. Todo el sobrepeso lo cogió en un año, el tiempo justo en que vieron la luz las cincuenta epístolas y las dos primeras derrotas, entre el 19 de marzo de 2017 y el 18 de marzo de 2018. Bien pudiera colegirse que con cada entrega engordó ciento cuarenta gramos, gramo arriba, gramo abajo. Bien podría aventurarse, al peso, que fue el único animal que sacó pecho y provecho de la serie epistolar publicada inicialmente por La Nueva España —ahora, año 2019, en las gentiles pantallas de El Cuaderno— domingo a domingo durante un año enterito. Ya lo dice el Antiguo Testamento: «el séptimo engordó». Vale, vale. Un momento. En el Libro del Génesis aparece el término «descansó», es cierto, pero también lo es que echarse a la bartola engorda. Y Bilbo es un puto perro que dormita más que una marmota, más que las mantas de Palencia, sobremanera los domingos y fiestas de guardar.

Que las cartas se publicaran el séptimo día de la semana fue cosa de los bemoles de Francisco García, el director de La Nueva España de Gijón. En puridad, me transmitió cuatro consideraciones escuetas en los preliminares del paripé negociador de su emisión, después de anticiparle un completo muestrario. A saber: «me gusta el serial»; «valora el público destinatario que te interesa conquistar»; «la casa no tiene un duro»; «en compensación, te lo saco los domingos». Como a cualquier escribidor que se precie, lo del domingo me obnubiló: me colocaba en el séptimo cielo de la difusión periodística, bien que con los bolsillos vacíos. Como cualquier autor envanecido, piqué el anzuelo, lo tragué hasta el gargüelu, digo más, hasta la mismísima tráquea.

Encapricharse de un puto perro no es nada meritorio, mantenerlo, cuidarlo, aguantarlo es lo complicado. Si encima te pones a escribirle cartas a la vetusta costumbre, entonces uno alcanza el colmo de las ocurrencias excéntricas en medio del imperante yugo imperial del enjuto Twitter. Prefiero ahorrar pleonasmos y que se me entienda a través de palabras radicales, contundentes, demoledoras. Como estas que Louis-Ferdinand Céline pone en boca del protagonista (de nombre Ferdinand también, qué casualidad) de su novela Viaje al fin de la noche: «Enamorarse no es nada, permanecer juntos es lo difícil. La basura, en cambio, no pretende durar ni crecer. En ese sentido, somos mucho más desgraciados que la mierda, ese empeño de perseverar en nuestro estado constituye la increíble tortura». El Ferdinand ese no se anda con chiquitas, es una bestia parda. Ahí va que te preste otra de las lapidarias frases de la misma obra que se las trae: «Cuando no se tiene dinero para ofrecer a los pobres más vale callarse. Cuando se les habla de otra cosa, y no de dinero, se los engaña, se miente, casi siempre». Acercarse a Céline significa adentrarse en un tenebroso mar de dudas: ¿se puede ser lúcido y pronazi a la vez?; ¿puede alguien enternecerse, emocionarse siquiera ante un desfile de legionarios cantores con cabra o sin ella, con Cristo yacente o sin él?; ¿se puede prometer a los pobres un paraíso —terrenal o celeste, inmediato o en diferido— sin incurrir en engañifa?; ¿es normal encariñarse con un puto perro?

Digresiones al margen, anticipo que el Bilbo recaló por sorpresa en nuestra casa allá por las navidades del 2014. Un paquete inesperado. Un regalo de Reyes envenenado del guaje (en la epístola segunda se cuenta sin ambages que indeseado). Se pegó a nosotros como una bomba lapa cuyos cascotes de mirífica metralla nos fueron atravesando día a día desde el primer instante de su recalada. Apareció en un tiempo especialmente tribulado. Desplegó un arsenal de carantoñas en derredor de un par de vidas coráceas. Minoró los agobios derivados de existencias apretadas. Mitigó la acrimonia de dos soledades crecientes. Instauró —su mérito principal— un régimen desconocido de rutinas salvíficas. Un perro corrientucho, un tuso insignificante, un chucho vulgar a ojos ajenos, cabrón y adorable a los nuestros: inquieto, impulsivo, ansioso, desobediente, miedoso a más no poder; también juguetón, zalamero, dormilón, cariñoso a su manera. De todo eso y más se habla en el epistolario. Y puesto que allí bien se cuenta, no procede estirar estos prolegómenos hasta el ite, missa est con otras añadiduras que pretendan explicar la primera mitad del título: L epístolas a un perro. Si el lector reclamara más declaraciones explicativas al escribidor de las cincuenta epístolas, malo. Develaría torpezas narrativas. Me negaría en redondo. Motu propio, nunca procede explicación alguna por lo que de sobra se sabe: excusatio non petita, accusatio manifesta. En cambio, sí merece aclaraciones, creo, la segunda parte titular que parece incrustada, embutida a la fuerza en el rótulo cabecero merced a la peregrina mediación de una conjunción latina: et IV derrotas. Lo de la querencia a los latines se entenderá a la perfección si digo que me viene de antiguo, de una edad del pavo de seminarista, que transité hasta la adolescencia tardía, arrastrando sotana en préstamo por la calle Mayor de Palencia —calle Mayor arriba, calle Mayor abajo—, comiendo pipas a tutiplén y mirando con recato y disimulo a las mocinas que por allí circulaban —calle Mayor abajo, calle Mayor arriba—. Eso, por un lado. Por otro, esa manía de aventar latinajos me viene de perillas a la hora de ajustar concordancias entre la numeración romana de título y capítulos y justificar, por ende, la presencia de la conjunción copulativa et como engarce entre los dos segmentos que componen la denominación caratular de este serial: L epístolas a un perro et IV derrotas. De paso, me doy el gustazo de pegar un guantazo (habemus pareado de rima consonante) a la remanguillé al signo extranjero &, que abunda más que el plumero de la Pampa.

Estas IV derrotas no desentonan en mi opinión. No tienen por qué disonar insertas en o adheridas a los pentagramas epistolares. Los textos aluden a fracasos sin paliativos, auténticos: unos sufridos en las carnes laceradas de un conmilitón, de un militante partidario; otros experimentados en la entraña de un ciudadano perforada de improviso, a traición, por la irrupción de las muertes de mitos aquí o acullá avecindados, como quien dice a la vuelta de la esquina. Todas las derrotas, al igual que las cincuenta cartas dirigidas expresamente al perro, destilan desazón, pesadumbre. Unas y otras despiden un tufillo ríspido y tierno a la vez. Rezuman candor y desengaño, ingenuidad y desesperanza. O eso me parece a mí al cabo de lecturas y relecturas. A más abundancia argumentativa, las IV derrotas incluidas se ajustan mal que bien al formato epistolar. Y es que la elección del género literario no constituye una decisión inocua, sino que responde a un acto de melancólica rebeldía frente a la ausencia en los tiempos que corren de correspondencias, de correos postales, o sea, de comunicación física, corpórea, palpable. El cartero ya no llama dos veces, con una al mes de promedio, como mucho, le basta, va que chuta. En los buzones se cuelan solamente cartas de bancos, de compañías eléctricas y de Hacienda. O sea, de nadie. Y a nadie contestamos. A fuer de sincero, que es como constatar que la burra por lo que vale, los perros tampoco contestan nunca. ¿O sí?

Mientras Bilbo mantiene la dieta a rajatabla comiendo un cuenco de pienso saciante al día aderezado con virutas de jamón de York o carnitas de cordero, ternera o canguro enlatadas, me convenzo, como escribe el profesor Harari, de que la mayoría de los cristianos no imitan a Jesucristo, la mayoría de los budistas no siguen las enseñanzas de Buda y la mayoría de los confucionistas provocan a Confucio sus buenos berrinches. Concluye el afamado docente que «la historia de la ética es un triste relato de ideales maravillosos que nadie cumple». En cambio —añade—,

la mayoría de la gente vive hoy siendo capaz de cumplir con éxito el ideal capitalista-consumista. La nueva ética promete el paraíso a condición de que los ricos sigan siendo avariciosos y pasen su tiempo haciendo más dinero, y que las masas den rienda suelta a sus anhelos y pasiones y compren cada vez más. Esta es la primera religión en la historia cuyos seguidores hacen realmente lo que se les pide que hagan. ¿Y cómo sabemos que realmente obtendremos el paraíso a cambio? Porque lo hemos visto por la televisión.

Al puto perro este no le preocupan, por lo visto, las infinitas decepciones generadas por el Homo sapiens a lo largo de sus etapas evolutivas ni los pronósticos reservados que amenazan los tiempos venideros. Se agarra al vaticinio del paisano de El Bierzo que regenta los quehaceres y destinos de la sidrería La Falcata en la que paro las sidrílicas noches de los viernes, cuando vislumbra una tormenta perfecta: «Antes le falta el diablo a su madre que la lluvia al aire». La misma pachorra existencial la del berciano que la del Bilbo.

Uno, en verdad, en verdad os digo, no sabe si alegrarse o deprimirse, si subirse por las paredes de puro contento o suicidarse en primavera al descubrir que la felicidad es producto de la exacta y ramplona bioquímica. Uno alucina cuando, después de tanto remar a lo tonto por complicados y tormentosos charcos de esencias espirituales, se despanzurra, se da de bruces frente el hallazgo de que la felicidad duradera proviene solo de la graciosa confluencia de tres frescas y orondas hormonas: la serotonina, la dopamina y la oxitocina.

Gijón, diciembre de 2019


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De manías y extravagancias está el mundo lleno

/por José Manuel Sariego/

Cualquiera que descubra esta propensión ilusa, esta inclinación reciente a teclearte misivas a través de Microsoft Office Word 2007 me tildará de chiflado. Bastante peor, me tachará de puta regadera, ya oigo los runrunes de adversos y malquerientes, que tenerlos, tendrelos.

A decir verdad, me importan un rábano, a estas alturas del partido, las opiniones ajenas, los rebotes de ecos rumorosos o chirriantes; solo hablo y canto y escribo a quien conmigo va. Al igual que el marinero respondón invocado en el Romance del conde Arnaldos. O, visto desde otra dócil perspectiva, al gusto del solitario y más puro estilo machadiano.

Y justo desde las Navidades del 14 eres tú, Bilbo, quien camina a mi lado, tú y pocos más. Lo de caminar a la vera es una forma hueca de hablar porque tiras que te las pelas, a degüello, como un percherón poseso, cacho bicho, que tengo la espalda descoyuntada, los hombros descuajaringados, los brazos agujetados por aguantar tus constantes tirones, que no hay manera de contenerte a pesar de los variados arneses que portes, a cual más aparatoso, más sofisticado. Será que no sabemos educarte o que no alcanzaste aún la adultez o vete tú a saber, que acumulo instrucciones y pareceres acomodados a cualquier arbitrio o antojo respecto al adiestramiento de perros.

Eso de escribir cartas a animales como tú no supone ninguna originalidad, no vayas a creerte especial. Qué va. Sin ir más lejos, un tal Antonio Gala hizo famoso a su perro Troylo a base de airear charletas, de publicar correspondencias semanales en periódicos y revistas. Y aquel poeta que ignoraba deliberadamente la letra ge porque sí, porque se le ponía en la punta de la perilla, carteaba a Platero, un burro. Como lo oyes. El susodicho vate que repudiaba la letra ge se llamaba Juan Ramón Jiménez (todo con jotas, por supuesto).

Te lo cuento para que sepas, desde el punto de inicio, que de manías y extravagancias está el mundo lleno. Lo que no significa que tú y yo caigamos en rarezas a lo largo y ancho de este carteo. Por el contrario, conjeturo, más bien, el asentamiento en estas pláticas semaneras, hebdomadarias de historietas insustanciales, de relatos anodinos, de comidillas rutinarias, salvo sorpresas.

Tan es así —bonita y estimulante manera de empezar, podría apostillar ese criticón cualquiera al acecho— que nada de interés se me ocurre referirte en estas primeras letras, excepto proclamar a los cuatro vientos que estamos vivos. Y tú, además, coleando.

Gijón, marzo de 2017


José Manuel Sariego Martínez (Santibáñez de la Peña, Palencia, 1954), más conocido por su dedicación a las tareas políticas como concejal, diputado regional y dirigente del partido socialista gijonés, ha publicado dos libros en los que se entremezclan reflexiones y comentarios derivados de aquella actividad junto a textos más intimistas: La ciudad y la memoria que se me escurren entre los pliegues de la rutina (La Productora, 2004) y Desusado estuche de mi memoria (Trea, 2013). En 2015 publicó en Trea su primera, decidida, neta incursión en los inabarcables territorios de la república literaria: Los reinos tristes de Acilina.

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