Giulino di Mezzegra

La cojera del caballo cuatralbo: expresiones musicales de la debilidad de la izquierda

A modo de segunda parte (y en preparación de una tercera) de su artículo «"Y no pido perdón": el rearme simbólico del nacionalismo español, de Marta Sánchez a Blas de Lezo», Pablo Batalla diserta aquí sobre las debilidades de la izquierda española ejemplificándolas a través de las de sus canciones fetiche.

La cojera del caballo cuatralbo: expresiones musicales de la debilidad de la izquierda

/por Pablo Batalla Cueto/

«De pie marchar, que el pueblo va a triunfar: avanzan ya banderas de unidad». Íñigo Errejón, Pablo Bustinduy, Pablo Iglesias, Carolina Bescansa, Tania Sánchez y Luis Alegre entre otros, cuadrados —puño en alto Iglesias y Montero, la uve de la victoria Errejón y Bustinduy: el futuro cismático agazapado en la banalidad de un gesto distinto—, cantan. «Y tú vendrás marchando junto a mí y así verás tu canto y tu bandera florecer: la luz de un rojo amanecer anuncia ya la vida que vendrá». Es diciembre de 2015 y acaban de celebrarse unas elecciones generales que han dado a Podemos 69 escaños; y es una vasta euforia la que atraviesa la plaza del Reina Sofía, en Madrid. «Será mejor la vida que vendrá a conquistar nuestra felicidad». Es una canción vieja la que se canta, compuesta varios años antes de que todos los líderes podemistas, y la aparente mayoría de los asistentes al mitin, nacieran: El pueblo unido jamás será vencido, de la banda chilena Quilapayún. Su compositor, Sergio Ortega Alvarado, solía contar que la había compuesto inspirándose en un joven que había gritado la frase que le dio título mientras se dirigía caminando a su casa, en Santiago de Chile, en junio de 1973. «Y en un clamor, mil voces de combate se alzarán, dirán, canción de libertad: con decisión, la patria vencerá». Hizo rápida fortuna: gobernaba Chile por entonces la Unidad Popular de Salvador Allende, de cuyos partidarios se convirtió en himno. «Y ahora el pueblo que se alza en la lucha, con voz de gigante, gritando “¡adelante!”: el pueblo unido jamás será vencido». Pero no gobernó por mucho tiempo más el doctor Allende. Cuatro meses desde la grabación de la canción, ahogaba en sangre la pacífica revolución chilena una conjura de los peores belcebúes del país y del mundo; los robacobriboludos y atiranaorrores a los que Rafael Alberti se referirá así en un poema furioso y desesperado, no encontrando palabras castellanas verdaderas que expresen adecuadamente la ignominia. La patria no venció y El pueblo unido jamás será vencido se convertiría de tal modo en el himno de una derrota; casi en un sarcasmo cruel. Circulará, sin embargo, por Europa, y en particular por España, en elepés y casetes con un puño pintado con la bandera de Chile como reclamo, haciéndose parte de la banda sonora de una generación de rojos.

Es extraño, con todo, que Podemos la escoja para su celebración electoral en el Reina Sofía. La formación, fundada un año antes, cimenta su éxito en un discurso sobre la necesidad de drenar las enfangadas aguas de la izquierda española; de abrir puertas y ventanas al viento de lo joven y de lo nuevo. Se desprecia por entonces a Izquierda Unida, raído y destartalado paraguas de los babores hispánicos. Pablo Iglesias ha descrito así y esto le ha dicho en una entrevista, en junio del mismo año, al militante tipo de la organización:

El típico izquierdista tristón, aburrido, amargado… la lucidez del pesimismo. No se puede cambiar nada, aquí la gente es imbécil y va a votar a Ciudadanos, pero yo prefiero estar con mi cinco por ciento, mi bandera roja y mi no sé qué. Me parece súper respetable, pero a mí dejadme en paz. […] Cuécete en tu salsa llena de estrellas rojas y de cosas, pero no te acerques, porque sois precisamente vosotros los responsables de que en este país no cambie nada. Sois unos cenizos. No quiero que cenizos políticos, que en veinticinco años han sido incapaces de hacer nada, no quiero que dirigentes políticos de Izquierda Unida, y yo trabajé para ellos, que son incapaces de leer la situación política del país, se acerquen a nosotros.

Declaraciones duras, ofensivas, pero no completamente injustas eran aquéllas, pues sus cuatro trazos caricaturizaban bien un perfil no inhabitual de militante de la izquierda española. El genial historietista murciano Pedro Vera lo hará también por aquellas fechas en una página de sus celebrados Ranciofacts, que en la revista satírica El Jueves compendian con derroche de mordacidad «expresiones desactualizadas, comportamientos revenidos, tópicos manidos, situaciones mohosas»; dedicada, en este caso, a los progres. Ridiculiza Vera, además de a los «cantautores calvos con melenas y barbas nazarenas cantando Al alba», los pañuelos palestinos o las camisetas del Che Guevara, a ese progre característico que «tiene dinero pero viste de pobre» y «gusta de llevar barbas y gafas feas», chaqueta de paño con coderas, pantalón de pana y un zurrón con fotocopias. Y lo dibuja con gesto, a la vez, amargado y altanero; misántropo y aguafiestas. El de aquel otro progre de aspecto intelectual de una famosa viñeta de la Transición de Chumy Chúmez, que decía a unos menesterosos que a veces piensa que no se merecen que se lea entero El capital.

Progres, por Pedro Vera
Una viñeta de Chumy Chúmez

A ese progre se refiere Pablo Iglesias, y sin embargo, seis meses después, lo encontramos cantando a voz en cuello, con más que periclitado puño en alto, uno de sus grandes himnos generacionales; el del pueblo que quería marchar y no marchó más que al exilio, la cárcel y los aviones asesinos de la Operación Cóndor. Más tarde sabremos que la cosa musical fue debatida con ardor en los headquarters podemistas y que se terminó por llegar a la conclusión de que los indies de izquierda —Nacho Vegas y así— componen y cantan canciones preciosas, pero no himnos; que hay un algo en ellas que sofoca su capacidad de hermanar tres mil gargantas; y que el rap tiene entusiastas numerosos, pero también demasiados detestadores; y que al final —al platu vendrás, arbeyu, diríamos en Asturias—, no hubo más remedio que recurrir a las canciones añosas de los padres, que más o menos todos conocemos pese a todo, porque se nos grabaron en la memoria en aquellos viajes de varias horas en el R5 o el Ford Fiesta de las vacaciones a Benidorm, los tupper de filetes empanados y las cintas de cassette de Serrat y de Nino Bravo. En aquel mitin en el Reina Sofía, más tarde sonará también A galopar, y también la cantarán los espadones de Podemos, abrazados y meciéndose en este caso, sólo el inefable Juan Carlos Monedero —que antes se ha arrancado a cantar a gracejosa capela Puente de los Franceses, un himno de la guerra del treinta y seis— adoptando una pose más combativa y levantando el puño. «Galopa, caballo cuatralbo, jinete del pueblo, que la tierra es tuya». Letra de Rafael Alberti y música de Paco Ibáñez. El Olympia de París se vino abajo en 1969 cuando el cantante valenciano hijo de exiliados anarquistas en Francia, musicador de lo mejor de la poesía española, cerró con él un concierto que pasaría a la memoria como una suerte de Woodstock de la progresía española. «¡A galopar, a galopar, hasta enterrarlos en el mar!». Han pasado casi cincuenta años, pero aquella sepultura marina sigue esperando huéspedes. Nunca enterró a nadie el cuatralbo antifranquista. Y el problema es que la generación de los setenta y ochenta todavía conoce A galopar, pero a las siguientes ya no les dice nada.

A Podemos, musicalmente, le sucede aquello que decía el entrenador brasileño de fútbol Tim: «El fútbol es una manta corta: si te tapas los pies te descubres la cabeza y si te tapas la cabeza te descubres los pies». No hay música que arrebuje a todas las generaciones de votantes de Podemos. Paco Ibáñez desguarece a los jóvenes; Los Chikos del Maíz, a los viejos; hay que escoger y se escoge a los viejos, que votan con disciplina pese a todos los insultos. ¿No hay más remedio que escoger? ¿Existe en alguna parte de este mundo que cava zanjas profundas entre generaciones música que escuchen por igual los de siete y los de setenta y siete? Pese a todo, parece que sí; que aunque no a babor, sí a estribor. En los mítines del nacionalismo español, una canción tan inenarrablemente rancia en teoría, tan en apariencia más rancia que un sofá de escay o el olor a Varón Dandy, hay niños y hay ancianos y todos cantan con desbordante jolgorio el Que viva España de Manolo Escobar, fallecido cantante de copla andaluza y canción española, musa masculina del franquismo y declarado votante del Partido Popular. «Entre flores, fandanguillos y alegrías nació mi España, la tierra del amor. Sólo Dios pudiera hacer tanta belleza, y es imposible que puedan haber dos». Belgas enamorados de España compusieron este pasodoble en idioma flamenco en 1972; un año después la grababa Escobar traducida al español; y a día de hoy va por las cuarenta millones de copias vendidas.

Las cuatro raíces de Empédocles

«En las tardes soleadas de corrida, la gente aclama al diestro con fervor. Y él saluda paseando a su cuadrilla con esa gracia de hidalgo español. La plaza con sus oles vibra ya, y empieza nuestra fiesta nacional». ¿Por obra y gracia de qué ignota alquimia fáustica ha logrado una canción que dice estas cosas el secreto de la eterna juventud? Parafraseando un poema impagable de Ángel González, ¿qué estatutos regulan el prodigio? Aventuremos una respuesta: Que viva España canta a, y celebra, la España que existe, no a la existida ni a la por existir; y una canción triunfa como himno político, no sólo ni fundamentalmente cuando celebra el pasado o anticipa el futuro, sino cuando festeja el presente; cuando transmite a su feligresía que el dreamworld que se persigue es ya real, existe ya, en algún grado y eso lo demuestra posible; cuando ve el vaso medio lleno y no vacío.

Los himnos nacionales pueden permitirse tornasoles emocionales más variopintos y de hecho los necesitan, en tanto una nación se hace posible cuando se predica a sí misma como un paraguas total, capaz de reemplazar al Dios matado por Nietzsche en su capacidad de ampararlo todo; de ser un firmamento de todas las galaxias: la nostalgia y la ilusión, la tristeza y la alegría, la comunión de los vivos y los muertos. La marsellesa es a la vez festiva («Le jour de gloire est arrivé !») y guerrera («Tremblez, tyrans et vous perfides […] Tout est soldat pour vous combattre: s’ils tombent, nos jeunes héros, la terre en produit de nouveaux, contre vous tout prêts à se battre!». Els segadors canta a una derrota, pero su «Catalunya triomfant tornarà a ser rica i plena» puede leerse de un modo y del contrario: del optimista y del melancólico. Que viva España no desprende en absoluto esta complejidad; es una canción plana, unidimensional. Aunque lo nacional lo ahúme, no es, no podría serlo, un himno nacional, porque sólo es festivo. Es un himno partidario —partidario no de un partido político, sino de un partido sociológico—, pero los himnos partidarios sí pueden, y de hecho deben, ser fundamental o exclusivamente festivos, celebratorios.

Deben no sólo unir, sino invitar a la acción; y la nostalgia une, pero no hace actuar: invita al recogimiento, al duelo. Tampoco es buena, aunque así se la crea, la ira: su descarga eléctrica nos estremece, pero nos paraliza. Pudiendo no parecerlo, es la alegría, no la ira, lo que desencadena revoluciones; la alegría por el mundo nuevo que ya llega, que está a la mano, que ha ido germinando ya, que basta estirar el brazo para agarrar. Los himnos partidarios, si su tiempo verbal no es el presente —y éste es el deseable—, sólo puede ser un futuro inmediato, no uno remoto ni el porvenir del que el ya citado Ángel González decía que se lo llamaba así porque no venía nunca. «Si tu l’estires fort per aquí, i jo l’estiro fort per allà, segur que tomba», cantaba Lluís Llach de L’estaca de su famosa canción; y no era presente su tiempo verbal, pues la estaca seguía en pie, sino futuro, pero ese futuro a mano que había una vía concreta, fácil, rápida para alcanzar. Bastaba con estirar fort per aquí y per allà. Fue precisamente por ello, en aquel tiempo, un himno exitoso; ha envejecido mucho mejor que A galopar y vive una segunda juventud en los golletes del contemporáneo independentismo catalán.

En los años sesenta, hubo una canción de Paco Ibáñez que parecía tener todos los ingredientes para triunfar como himno y sin embargo no lo hizo: España en marcha, que ponía música a un poema de Gabriel Celaya. Era una canción optimista, festiva, de aire casi marcial, que celebraba de un nosotros lo que había y no lo que algún día iba a haber y lo hacía con rotundidad, sin lloros, sin quieros y no puedos: «Nosotros somos quien somos, ¡basta de historia y de cuentos! ¡Allá los muertos! Que entierren como Dios manda a sus muertos. Ni vivimos del pasado, ni damos cuerda al recuerdo. Somos, turbia y fresca, un agua que atropella sus comienzos. Somos el ser que se crece. Somos un río derecho. Somos el golpe temible de un corazón no resuelto». La grabación del famoso concierto en el Olympia registra el éxtasis de aplausos y vítores de la concurrencia cuando el cantante anunció que se disponía a cantarla: «Voici, de Gabriel Celaya [aplausos moderados], España en marcha [y aquí el éxtasis]». Era una canción conocida de la que Paco Ibáñez, a diferencia de todas las otras seleccionadas para aquel concierto, no explicó nada más ni declamó traducción para la audiencia francófona. «¡A la calle, que ya es hora, de pasearnos a cuerpo, y anunciar que, pues vivimos, anunciamos algo nuevo!».

Paco Ibáñez

¿Por qué se olvidaron, después, estos versos, mucho menos conocidos hoy que A galopar o Andaluces de Jaén? La respuesta estriba tal vez en un nosotros demasiado explícito; demasiado machaconamente repetido en lugar de eliptizado. Nosotros, nosotros, nosotros. Reiterado tantas veces, el pronombre se volvió sólido y hermético; un nosotros estrecho, privado, con derecho de admisión; el nosotros intransferible de una generación o, más exactamente, de una parte concreta de esa generación: aquélla que lo cantaba, para la que estaba cosida a medida y que lo arruinó para otras. Una canción para un momento y un lugar y no para otros; una canción de uso único. Para alcanzar la longevidad de los himnos, una canción tiene que valer para un roto y un descosido; poder estirar o encoger la tela de su nosotros a voluntad para cubrir al gordo, al delgado y al mediopensionista. Así ha sucedido con L’estaca, que valió para la estaca franquista, vale ahora para la que los independentistas creen clavada en el corazón de la nación catalana y, de hecho, en los ochenta valió al Solidarność polaco, traducida a ese idioma por Jacek Kaczmarski —que había escuchado la original en un disco español y la tituló Mury, «paredes»—, para galvanizar la lucha contra el régimen comunista. Curiosamente, además, L’estaca se cumplió donde A galopar no lo hizo. No se enterró en el mar a quienes habían clavado la estaca, sino que se cargó de medallas a quienes se reconvirtieron en comisarios de la lucha antiterrorista y se respetaron las fortunas de quienes gracias a la estaca las habían amasado y las togas de quienes en su defensa las habían vestido. Pero la estaca en sí, caer, cayó.

Cantar a lo que existe, aunque sea una flor minúscula en medio de un inmenso piélago de estiércol, si es una pradera de esas flores aquello a lo que se aspira. La canción que desencadenó en la vecina Portugal la Revolución de los claveles cumplía ese mandamiento: Zeca Afonso había compuesto su maravillosa Grândola, vila morena en homenaje a la Sociedad Musical Fraternidad Operaria Grandolense, de la localidad que dio nombre a la canción, que había conocido, y donde había actuado, en 1964, quedando muy impresionado por la capacidad que aquella asociación tenía para hacer grandes cosas con muy pocos recursos, y cómo había convertido aquel pueblo en una «terra da fraternidade» donde era «o povo» quien más mandaba. Afonso —profesor «indisciplinador de alumnos», como él decía, y un poeta y músico que llevaba unos años recorriendo Portugal como cantante y agitador— recordará más tarde de aquel concierto ante un auditorio formado por campesinos, trabajadores del corcho, obreros, mujeres, líderes clandestinos del partido comunista, etcétera, que se quedó impresionado «con ese local oscuro, casi sin estructuras, con una biblioteca con claros objetivos revolucionarios, una disciplina generalizada y aceptada por todos los miembros, lo que revelaba ya una gran consciencia y madurez políticas».

José Saramago conoció también, impartiendo conferencias en ellas, aquellas colectividades del sur de Portugal, similares a las sociedades culturales que el Partido Comunista de España fundaba también en nuestro país acogiéndose, para convertirlos en «parcelas de libertad», a los intersticios de la legislación franquista. Y de aquellas conferencias, recordaba años más tarde que

En los años sesenta y setenta no se llamaban conferencias; se llamaban, muy presuntuosamente, sesiones de esclarecimiento. Eran diálogos con la gente. Si había muchos comunistas, se hablaba con total franqueza; cuando había gente que no era del partido, entrábamos en las medias tintas. No arriesgábamos mucho, aunque a veces llegaba la policía y nos dispersaba. Tengo un recuerdo entrañable de aquellos lugares. Las madres iban con los niños y les daban de mamar allí mismo… Esa gente sin cultura nos enseñaba mucho a los que teníamos algo de cultura. A ellos les faltaba todo además de cultura, pero todo les interesaba. Era un intercambio justo. En aquella época todos éramos muy buenos. La calidad humana de aquella gente era extraordinaria. Ese país no prometía el país que tenemos ahora.

Portugal era en aquel tiempo una dictadura fascista que encarcelaba, torturaba, mataba y enviaba a disparatadas carnicerías imperialistas a sus mejores hijos, pero Afonso no creía en la ascesis ceñuda y ténebre característica de cierto tipo de militante de izquierda para el que la alegría será contrarrevolucionaria mientras los nada de hoy no lo sean todo. Tampoco en ella creía ya, por entonces, el PCE español, cuya venerable Radio España Independiente (la famosa Pirenaica) adoptó por aquellos años como sintonía, abandonando el tradicional Himno de Riego (el de la Segunda República anegada en sangre; un himno alegre pero que en aquellos años no representaba más que una paralizante nostalgia), una canción compuesta por Chicho Sánchez Ferlosio en honor de la heroica sucesión de masivas huelgas merced a la cual había «una lumbre en Asturias que calienta a España entera, y es que allí se ha levantado toda la cuenca minera». Lumbre pequeña, lumbre insuficiente: no ahogaron ni podían ahogar al franquismo por sí solas las riadas del Caudal y el Nalón. Pero aquellos valles mineros que, como el rebelde camusiano, decían no —un no colectivo, orquestal— eran ya a su pequeñas escala, realizadas, reales, el mundo nuevo que inflamaba los corazones de los demócratas españoles. Demostraban que otro mundo no sólo era posible, sino seguro.

Sánchez Ferlosio hizo furor en aquel tiempo. Sus canciones eran tan comprometidas como sencillamente humorísticas; lo uno no mermaba lo otro sino que lo alimentaba; las dos dimensiones prosperaban en paralelo. Su elepé Canciones de la resistencia española, de 1963 y que reunía canciones compuestas por él mismo pero que tenían el aroma del repertorio popular y como pertenecientes al mismo acabó creyéndoselas, circuló por el mundo entero. Como surgida «de las trincheras de los españoles durante la guerra civil» —cuando no lo era— presentaba por ejemplo Víctor Jara, al cantarla, La hierba de los caminos, que decía cosas como: «¿Cuándo querrá Dios del cielo que la tortilla se vuelva, que los pobres coman pan, y los ricos mierda, mierda?». Ferlosio manejaba con insuperada maestría esas imágenes simples pero sintéticas y elocuentes propias de los romances ancestrales: el pan y la mierda; el gallo rojo valiente y el gallo negro grande y traicionero. Hay un secreto del éxito musical en una suerte de presocratismo consistente en apelar a un elemento simple que se transmita como un arché capaz de cambiarlo todo; y en particular, a alguna de las cuatro raíces de Empédocles (agua, tierra, fuego y aire). De todo lo que el antifranquismo quería para España, de todo su programa, nada quedaba fuera en la sencillísima Al vent de Raimon ni en el A cántaros de Pablo Guerrero, otros de los hits progresistas de aquellos años. Viento, agua: de nada más que de un vendaval o un aguacero democráticos se trataba. Y también esa sencillez presocrática se encarna en el Que viva España de Manolo Escobar, cantora de los otros dos principios del mundo, la tierra y el fuego: la «tierra del amor» en la que «entre flores, fandanguillos y alegrías nació mi España» y el fuego/sol del mar Mediterráneo, la Costa Brava y la del Sol (o sea, la España solar, sol y suelo, extractivismo turístico y burbuja de la construcción, a la que agudísimamente se refiere el gran Enric Juliana). De ella se desea simplemente —pero ello es un proyecto político—que «viva».

Paco Ignacio Taibo o la izquierda disfrutona y una Disneylandia para niños trotskistas

Necesitamos una izquierda disfrutona. No es nuestro el benemérito término, sino que se lo tomamos a Ana Fernández-Cebrián, que lo viene vindicando y desarrollando en el Twitter en que navega con el alias Vecina. Se explicaba así —y aludía para sustentar esa explicación a música, a canciones concretas— esta profesora preclara, historiadora antifascista del franquismo, fan incondicional —¿se puede no serlo?— de Pepa Flores:

En casa pensamos que la derecha tiene un sector que podríamos denominar derecha disfrutona. Se nos ocurren nombres como Julio Iglesias y su padre. Proponemos el concepto izquierda disfrutona o comunismo gozón […] No se reivindica nada el disfrute del cuerpo y de la alegría (por mucho spinozista teórico que haya, que luego son unos muermos). Para eso no hay que ser rico: hay que cultivar el salero y ser generoso con los otros.

Propone también Fernández-Cebrián algunas canciones posibles para la banda sonora de esa gozadera progresista, tales como El padre Antonio y su monaguillo Andrés, de Rubén Blades, o El costo de la vida, de Juan Luis Guerra. Y convoca para su defensa de la necesaria izquierda gozona, a modo de santos ejemplares, a algunos exponentes esclarecidos de la misma. Singularmente, a dos muertos —Roque Dalton y Camilo Cienfuegos—, y dos vivos: José María González, Kichi, alcalde podemista de Cádiz, y el intelectual, activista cultural prolífico escritor asturmexicano Paco Ignacio Taibo II. Taibo, miembro de MORENA, el partido del presidente mexicano actual, Andrés Manuel López Obrador (lo que lo convierte significativamente, como a Kichi, en representante de una izquierda victoriosa en medio de tantas derrotas), suele decir: «Somos de izquierdas porque nos gusta la gente, ¿no?». Hedonista, no será Taibo alguien que, por ejemplo, se fustigue por tomarse una Coca-Cola, cual un fraile mendicante que rompiera el ayuno preceptivo con alimentos prohibidos: de hecho, la bebe en cantidades industriales. Y algo podemos decir aquí sobre él, porque podemos decirlo con conocimiento de causa sobre su creación preferida, que no es un libro, sino el festival literario-gastronómico-festivo que impulsó en su Gijón natal en los años ochenta, y viene celebrándose verano a verano ininterrumpidamente desde 1988: la Semana Negra, de cuyo periódico oficial, A Quemarropa, decano de la prensa negra universal, es este juntaletras el director.

Paco Ignacio Taibo II

Presentemos rápidamente el festival, que en origen se ocupaba en exclusiva de la novela negra, pero fue creciendo y haciéndose capaz de abarcar todas las expresiones de la cultura libresca. Su núcleo son tres carpas en las que se organizan, durante los diez días que dura el evento, más de doscientas presentaciones de libros y mesas redondas sobre cuestiones culturales y políticas candentes desde una óptica inequívocamente progresista; pero progresista de un progresismo ancho que cobija por igual a todas las familias de la izquierda y encarna de algún modo el socialismo fraterno que predicaba el inolvidable Antoni Domènech; confederador, sin refundirlas, de lo más excelso de cada una de las familias socialistas históricas (socialdemocracia, comunismo y anarquismo) más la republicana; posibilista, pero ambicioso; y estratega, pero no crudamente maquiavélico. Cada año, el festival regala hasta agotar existencias a quienes se congreguen en una de las carpas quinientos ejemplares un libro bella y cuidadosamente editado; libro que ha venido siendo desde una recopilación de cuentos de Cortázar hasta una antología de literatura de la Alemania del Este pasando por una biografía de Belarmino Tomás, líder de la revolución asturiana del treinta y cuatro. En la mayor de las tres carpas, la del Encuentro, hay además una larga barra de bar decorada con un mural grafitero del famoso fresco La Academia de Atenas, de Rafael; y tras la tarima de las presentaciones, llenando la enorme pared norte de la carpa, se cuelga cada año una reproducción de grandes dimensiones de un cuadro con mensaje político; cuadro que ha venido siendo en los últimos años, entre otros, La libertad guiando al pueblo de Delacroix, El cuarto estado de Pellizza da Volpedo o La carga de Ramón Casas. La gente, una grey semanera amplia y muy leal, que llena el aforo de todas las charlas, asiste a éstas mientras se toma un cachi de cerveza, una Fanta naranja o un agua, según su preferencia. Y en ellas se topa con una peculiar contextura de lo viejo y lo nuevo; de la novedad, porque en la Semana Negra siempre hay novedades sorprendentes e inesperadas; pero también de la memoria y tanto de la colectiva como de la propia, de la que treinta años dan para mucho. En la SN está constantemente recordándose el pasado —con Manolo [Vázquez Montalbán] como el pater patriae constantemente citado de esta patria efímera de carpas blancas—, pero, a la vez, descubriéndose futuros nuevos y excitantes. Todas las charlas se cierran con la misma muletilla: «Esto es la Semana Negra, y sigue».

El universo que rodea estas tres carpas es vasto y variopinto. La Semana, desde 1988 —cuando se celebró por primera vez en terrenos del puerto de El Musel—, ha venido instalándose en distintos lugares de la ciudad de Gijón; explanadas amplias escogidas por su capacidad para acoger los más de cuarenta mil metros cuadrados que ha llegado a devorar y a convertir —dice Ángel de la Calle, su actual director desde la retirada en 2012 de Taibo, hoy una especie de papa emérito del Vaticano semanero— «en los metros cuadrados del planeta con la mayor cantidad de talento narrativo durante diez días». En los últimos años, viene celebrándose en el solar abandonado de los antiguos astilleros de la ciudad; un lieu de mémoire del trabajo y la lucha no sólo locales, sino nacionales. Naval Gijón fue durante años la gran capital del descontento contra la ignominiosa reconversión industrial; no en vano decía el diario ultraderechista El Alcázar en 1983 —cuando Gijón protagonizó una asombrosa huelga general que paralizó por completo, por completo es el adverbio, la ciudad— que la ciudad asturiana era el «banco de prueba de la estrategia revolucionaria» en España.

Son varias, sí, las galaxias de este cosmos. Hay una calle con stands de librerías y editoriales seleccionadas para cubrir distintas demandas, desde el cómic hasta la novela negra pasando por el libro de viejo. Hay enormes carpas y puestos ambulantes gastronómicos que invaden deliciosamente el aire con humaredas olientes a churrasco y a pulpo; a churros y a gofres; a perritos calientes con chucrut y a tortillas grandes como ruedas de molino. Hay un amplio rastro con puestos de bisutería o camisetas o que ofrecen hacerse unas trenzas africanas. Hay un Escenario Central que cada día ofrece un concierto gratuito de toda clase y género de bandas y artistas famosos y amateurs, desde grupos heavy locales hasta Loquillo o Carlos Jean. Y hay también decenas de atracciones de feria que abarcan desde el tren de la bruja hasta una enorme noria convertida en símbolo del festival o el Ratón Vacilón, una pequeña montaña rusa. En conjunto, la Semana Negra, que Taibo describe como «una Disneylandia para niños trotskistas», podría cantar aquello de Charles Aznavour en su Les comédiens: «Viens voir les comédiens, voir les musiciens, voir les magiciens qui arrivent». A comediantes, músicos y magos del fogón y de la letra; del arte y del jolgorio reúne este festival sin parangón erguido últimamente en sorprendente nota de color y optimismo en medio de un Gijón jubilado y taciturno, nostálgico de una prosperidad industrial que nunca fue capaz de reemplazar la turística.

Lo que es muy del interés de lo que en este artículo nos convoca, esta gozadera es también una gozadera resistente. Tiene muchos y poderosos enemigos la SN y en primer y no pequeño lugar una izquierda esnob y antipopular, que desprecia con derroche desolador de elitismo cultural y basta misantropía la mitad ferial del evento, y forma silenciosa pero sólida entente con la derecha local. Es más comprensible la enemiga de ésta, que abomina del compromiso político de la Semana y su origen vinculado a las corporaciones de izquierda —ya del PSOE en solitario, ya coaliciones PSOE-IU— que gobernaron ininterrumpidamente la ciudad desde 1979 hasta 2011.

Cuando la derecha (pero no el PP, sino Foro Asturias, el partido de Francisco Álvarez-Cascos) gobernó a su vez, entre 2011 y este mismo año, trató por todos los medios de acabar con el festival (privado, pero con subvenciones públicas). Lo hizo primero a través de una ofensiva directa que desencadenó un largo pulso que el Gobierno local estuvo a punto de ganar y después mediante añagazas más furtivas, que van desde la merma de subvenciones hasta el adelanto del horario de cierre obligatorio de los bares (que en consecuencia ganan y pagan menos al festival), pasando por la contraprogramación con un festival alternativo y mejor encarnador de sus valores. Metrópoli, que así se llama este festival adversario, hayekiano en lugar de gramsciano, cobra entrada —la de la Semana es gratuita— y se centra sobre todo en el merchandising de series de televisión, superhéroes norteamericanos y otros fandom de aroma trasatlántico. Y no fue parte menor de esta ofensiva conservadora contra la Disneylandia trotskista toda una propagación sibilina de especies injuriosas sobre el fastuoso enriquecimiento de los organizadores; el nihil novum sub sole, de Goebbels para acá, de la industria mediática del desprestigio contrarrevolucionario.

Se perseguía con todo ello adelgazar al festival hasta la muerte por inanición u obligarlo a desnaturalizarse imponiendo entradas de pago, acortando su duración o impidiendo el regalo de libros, pero no ganó esta guerra de Vietnam ninguna de esas ofensivas del Tet; y no la ganó por dos razones: en primer y fundamental lugar, el voto con los pies del pueblo de Gijón, que siguió llenando tanto como siempre las grandes alamedas de este Santiago de Chile que los malos no conquistaron. En segundo, una gestión enormemente habilidosa por parte de sus responsables, austeritaria de una austeridad justa, de consecuencias repartidas entre todos los niveles de la pirámide organizativa semanera, que logró mantener girando, como un ágil magicien, todos los platos rodantes. Se siguieron regalando libros y se logró mantener a pleno rendimiento las tres carpas, que de hecho antes eran dos y pasaron a ser tres en plena crisis. El vastísimo capital de prestigio que el festival ha amasado a lo largo de los años en los medios culturales no sólo españoles, sino del resto de Europa y latinoamericanos, facilitó las cosas a los demiurgos de la Semana al hacer posible que centenares de autores se paguen ellos mismos gustosamente el viaje y la estancia, convencidos con razón de que el beneficio en forma de publicidad para su obra lo compensará. Siempre se tuvo claro, eso sí, que antes que alterar la esencia del festival era mejor cerrarlo, posibilidad que siempre se asumió con naturalidad.

Si no puedo comer pulpo a feira, no es mi revolución. De ello estaba convencido también Allende; y no en vano ha sido él mismo la mejor encarnación que haya existido del ya citado socialismo fraterno de Domènech; un dechado de lo mejor de todas las tradiciones de la emancipación de los más. A la revolución que quiso y no pudo hacer, se refería como revolución de las empanadas y el vino tinto; una revolución del comer y el conquistar comiendo, bailando, riendo, en lugar de las dietas Dukan de la revolución falsa de los ascetas, persuadida como los situacionistas de que el aburrimiento es contrarrevolucionario, y de la que todas las imágenes icónicas —de las de La batalla de Chile de Patricio Guzmán a la los retratos de Víctor Jara— muestran a personas resplandecientemente risueñas. Nunca rio tanto un pueblo como el de Chile en aquellos años; y nunca enfureció tanto una risa colectiva a los caínes sempiternos del mundo. Y si Allende cayó, no fue en absoluto por un exceso de risa, de optimismo, sino todo lo contrario: por su defecto; por la terca sombra durmiente, nunca ahogada del todo, del pesimismo de no creer posible que algo tan hermoso durase, que hizo que, cuando los fascistas asestaron su golpe, aquel pueblo benemérito cuya carcajada fraterna lo hubiera abortado todo bajara los brazos sin resistir; se entregara inerme a sus verdugos, como el elefante que en una famosa parábola no rompe las cadenas frágiles que lo aferran, pues acostumbrado a ellas desde pequeño, cuando sí eran suficientes para paralizar su cuerpo infantil, las cree irrompibles.

Los dos caminos de la generación bífida y una explicación antropológica de los triunfos pertinaces del Partido Socialista Obrero Español

A la izquierda le gusta perder; lo necesita. Hay toda una cultura izquierdista de la derrota, de origen cristiano —la santidad del martirio—, consistente en una especie de creencia sobre que «el éxito en el negocio de mejorar las condiciones de vida de los desheredados de la Tierra encanalla, pervierte, revela la no limpieza del trigo revolucionario», sobre la que hemos escrito así en otras ocasiones y no nos extenderemos aquí. Y de ello existen también rastros musicales en el repertorio de la canción protesta española. Ismael Serrano —cantautor tardío y extemporáneo; un bardo político como los de los sesenta y setenta, pero nacido en 1974 y que ejerce desde 1997— ha expuesto alguna vez su desconcierto por la buenísima acogida que entre la derrotada generación revolucionaria de sus padres ha tenido su canción más conocida, que alude precisamente a aquella derrota: Papá, cuéntame otra vez. Pide en ella un mordaz Serrano a «papá» que le cuente «otra vez ese cuento tan bonito de gendarmes y fascistas, y estudiantes con flequillo, y dulce guerrilla urbana en pantalones de campana, y canciones de los Rolling, y niñas en minifalda»; pero a ese papá vanagloriado de haberle estropeado «la vejez a oxidados dictadores», luego pasa a demandarle que le cuente «que tras tanta barricada y tras tanto puño en alto y tanta sangre derramada, al final de la partida» no se pudo «hacer nada y bajo los adoquines no había arena de playa». «Fue muy dura la derrota», dice también, explícitamente, la canción, con la que Serrano pretendía hacer, en sus propias palabras, «un reproche a esa generación por el fracaso del mundo en el que nos tocaba vivir. Me parecía que el relato que habían hecho de su juventud, un relato de épica dorada, […] omitía una parte de renuncia que merecía ser reconocía». El cantautor reconoce hoy, eso sí, haberla escrito «desde la arrogancia propia de mis veinte años».

La cuestión, como ya se ha dicho, es que Papá, cuéntame otra vez no enfureció en absoluto a aquella generación, que incluso la admitió como himno; un proceso extraño que recuerda a cómo muchas pandillas de amigos convierten, también ellas, en una suerte de himno propio 20 de abril, de Celtas Cortos, una canción que habla de un grupo que se separó. Tal vez celebrar una derrota sea una manera de asimilarla; de desactivar su potencia depresiva. Pero hay en torno a esto otra reflexión posible que bebe de la que, sobre la por él llamada generación bífida, deslumbrantemente formulara así Eduardo Haro Tecglen en 1988 tras la muerte de sida de su hijo, Eduardo Haro Ibars; cita excelsa que tomamos del espléndido Culpables por la literatura: imaginación política y contracultura en la transición española (1968-1986) de Germán Labrador Méndez y merece recogerse in extenso:

La punta de la generación de quienes están por los cuarenta años se bifurca. Unos llegan al poder, otros a la muerte. Estuvieron juntos en una izquierda alegre, abierta, que se unía en las calles, en el vino, en ciertos conceptos generales de la libertad. Vivieron en las mismas comunas, salieron hacia París o se fueron a Lisboa para lo de los claveles, compartieron los libros prohibidos, sufrieron los mismos golpes de guardias o de grupos derechistas. Ahora unos están en el poder, otros mueren.

La diferencia entre unos y otros es demasiado grande de todos modos y se ha producido en tan poco tiempo que constituye un fenómeno rápido y singular. Se ha formado la raza favorecida de los adaptados: acuden a los besamanos de los obispos, comen langostinos, llevan pianos a sus despachos, tienden moquetas […], tienen escoltas, compran fraques, usan Visa Oro, viajan en Concorde, eligen trajes y corbatas de buen paño y buena seda, tienen asesores de imagen, cambian de esposas en busca de la riqueza, la elegancia o la popularidad, segregan unos seguidores que crean a su imagen y semejanza —lealtad y langostinos— y que ocupan los vigorosos puestos delegados del poder.

Los otros vagan por los centros sanitarios pidiendo ayuda […], y no saben —son los inadaptados— encontrar el certificado del censo del barrio, la tarjeta de beneficencia, el papel del paro […]. Escriben en periódicos casi clandestinos, se les niegan los micrófonos de las radiúnculas porque escandalizan, ya no se prestan libros unos a otros, sino harapos. Los guardias de las urgencias de los hospitales pueden rechazarles cuando son drogatas. Duermen en los bancos. No pueden ni acogerse al Plan de Empleo Juvenil […] porque son mayores.

Los vecinos de sus tabucos quieren expulsarles por su riesgo potencial […]. [S]us compañeros de la otra punta bífida —los que gustan de santificar las fiestas— les encarcelan, les evacuan, les acusan de promiscuidad sexual o de ser pobres víctimas de lavado de cerebro. Los burgueses se cruzan de acera cuando les ven, los guardias vuelven a pegarles cuando arrastran sus últimas fuerzas en las manifestaciones contra las bases, la OTAN o a favor de las movilizaciones [de la huelga general] del día 14 [de diciembre]. Están, se dice, locos. […]

Una generación y dos caminos: el de la cuneta y el de la moqueta. La primera encontró uno de sus himnos en el No somos nada de La Polla Records: «Somos los hijos de los obreros que nunca pudisteis matar, por eso nunca, nunca votamos para la Alianza Popular, ni al PSOE, ni a sus traidores, ni a ninguno de los demás». No se reflejaba allá el orgullo de la derrota, sino el orgullo en la derrota; el propósito firme de mantenerse en pie —de okuparlo con ka, pero no de ocuparlo con ce— en un mundo en ruinas. Sobre quienes siguieron el segundo camino, el del piano, el frac, la secretaria y la Visa Oro, versa en cambio una de las canciones más celebradas de Joaquín Sabina. El cantautor ubetense no siguió exactamente el camino de la cuneta: como escribe Germán Labrador, sería difícil considerarlo «un marginado de su generación, por más que hiciera gala de un deportivo malditismo cuando el resto de los supervivientes de su quinta ya se iban a la cama antes de las doce»; pero, habilidoso navegante recto por el complicadísimo justo medio entre las dos vías de la generación bífida, tampoco pisó moqueta y pudo permitirse escribir este Blues de lo que pasa en mi escalera:

El más capullo de mi clase (¡qué elemento!)/ llegó hasta el Parlamento,/ y a sus cuarenta y tantos años/ un escaño/ decora con su terno/ azul de diputado del gobierno./ Da fe de que ha triunfado/ su tripa, que ha engordado desde el día/ que un ujier le llamó su señoría/ y cambió a su mujer por una arpía/ de pechos operados.

[…] El súper-clase de mi clase, qué pardillo,/ se pudre en el banquillo/ y a sus cuarenta y cinco abriles,/ matarile,/ y a la cola del paro/ por no haber pasado por el aro./ Vencido, calvo y tieso/ se quedó en los huesos/ aquel día/ que pilló a su mujer en plena orgía/ con el miembro del miembro (¡qué ironía!)/ más tonto del Congreso./ Y sin dejar de ser el mismo sabio/ que, para hacer poesía,/ sólo tenía que mover los labios.

Es a la primera de estas dos mitades generacionales que se dirige Papá, cuéntame otra vez; y ella es quien la celebra por más que sus versos le afeen sus renuncias. Sus miembros no recuerdan su juventud revolucionaria con amargura, porque la derrota de las ideas no significó la derrota de las personas, y aun la posibilitó; y escriben libros titulados La revolución y nosotros, que la quisimos tanto. Se tituló así un libro de entrevistas de Daniel Cohn-Bendit, el Dany el Rojo del mayo francés, a varios camaradas de entonces y entre ellos a Joschka Fischer, que le decía esto: «Lo que tú no comprendes, Dany, es que nosotros ganamos en los años sesenta. ¡Ganamos!». Ganaron sin duda, pero ganaron ellos. Cohn-Bendit fue eurodiputado y ha acabado de asesor áulico de Émmanuel Macron; y Fischer, un vicecanciller y ministro de Exteriores que no tuvo inconveniente en apoyarle a su socio Gerhard Schröder los bombardeos de la OTAN ni el programa neoliberal de recortes Agenda 2020. Y lo que Cohn-Bendit o Fischer significaron en Francia y Alemania lo significó en España una generación paralela a la que Rafael Chirbes tomaría magistralmente el pulso en una novela titulada La larga marcha.

La tierra prometida de esa generación ambiciosa fue el Partido Socialista Obrero Español refundado en Suresnes; aquella enana blanca de la izquierda veterotestamentaria española resucitada de pronto a instancias de toda una entente nacional e internacional de anticomunistas preocupados por la fortaleza del heroico PCE. Y mucho explica la ayuda de esos dadivosos amigos (analizada por el historiador gijonés Antonio Muñoz Sánchez en El amigo alemán: el SPD y el PSOE de la dictadura a la democracia); pero no todo. Ni Willy Brandt ni Henry Kissinger metieron en las urnas flamantes de la Transición los millones de sufragios que auparon a un poder de monarca absolutista a Felipe González: fueron españoles libérrimos los que las llenaron con entusiasmo. Un PSOE de militantes viejos y líderes jóvenes supo ser, y no lo supo un PCE de militantes jóvenes y líderes vetustos, el partido que más se parecía a una España del vaso medio lleno de la que una parte votaba a González y la otra a Suárez —la España del patronímico—, pero a cuyas dos mitades hermanaba una misma canción. Era ésta Libertad sin ira, del grupo andaluz Jarcha; un himno optimista que cantaba a la libertad como fiesta e invitaba a guardarse el miedo y a enviar a la porra a quienes clamaban que no se nos podía dar rienda suelta; «que todos aquí llevamos la violencia a flor de piel». Jarcha tenía otras canciones; canciones llamadas Gritos de un pueblo o Cadenas, de tono más dramático y solemne y olientes al sudor terroso y al anhelo milenario de justicia de la España jornalera; o una enardeciente versión del Andaluces de Jaén de Miguel Hernández («Jaén, levántate brava sobre tus piedras lunares, no vayas a ser esclava con todos tus olivares») que, sin embargo, no hizo, como no hicieron aquéllas, ni remotamente la misma fortuna que aquel otro canto cándido a la estrecha pero refrescante libertad recobrada. Como Grândola, vila morena, la celebración del serpollo en lugar de la llantina por el árbol podado de cuyo tocón brota aquél, incipiente y frágil, pero verde como la esperanza.

Jarcha

El PSOE ha sido desde entonces, y lo sigue siendo, el partido del vaso medio lleno, y ello explica no poco de su éxito pertinaz; de sus siete vidas de gato negro o blanco, pero siempre cazarratones; de su aire —Daniel Bernabé dixit— a vieja y decaída corista que, sin embargo, siempre encuentra nueva actuación. El PSOE es el único partido político que transmite una visión optimista del presente de España. Todos los demás elogian sólo el pasado o el futuro del país; nunca un presente del que la derecha brama contra los febrilmente imaginados dictadura progre y proceso de balcanización; y la izquierda, contra la vida zombi del franquismo. Frente a ambos, y como dice la ya citada Ana Fernández-Cebrián, «el PSOE nunca te dice que eres pobre», pero tampoco te dice que eres rico. Adula por igual a nuestro yo satisfecho y a nuestro yo insatisfecho; aprueba y anima al tiempo nuestro orgullo y nuestras demandas. Todas las cosas son dos y el PSOE siempre es las dos; una bien engrasada máquina de la síntesis que también sabe defender la República y su legado sin ser republicano. Allá donde el PSOE celebra a Prieto y a Largo Caballero, celebra también los Juegos Olímpicos de Barcelona. Y sus líderes a veces son de izquierda y a veces no, pero siempre son disfrutones; hombres y mujeres risueños como el enamorao de la vida del Volando voy de Camarón, que también valdría para semblancear a Adolfo Suárez y explicar su éxito. Lo fue Felipe González y lo fue Zapatero; lo es Susana Díaz y lo es Pedro Sánchez. Cuando la industria mediática del fango difamador desventró el basurero tuitero de la prefama de éste, ni el rastro encontró de los nueve o diez delitos de odio y apologías de algún terrorismo que a todos nos hallarían sin demasiado trabajo si husmeasen en el nuestro, sino sólo entrañables efusiones familiares y amicales; alegres referencias a unas hijas diestras en el juego de la oca o a la mejor pizza de Madrid. Podría ser otro himno del PSOE, y lo fue en realidad, aquel Viva la gente de Enrique y Ana: «Viva la gente, la hay dondequiera que vas; viva la gente, es lo que nos gusta más». El PSOE es un centro (el único verdadero partido de centro que ha existido en España, con la posible excepción del CDS de Suárez; y vaya por delante que esto no es un halago) piadoso con casi todo, pero no con los taciturnos ni los misántropos, y arroja sin misericordia a sus tinieblas exteriores a quienes fruncen perpetuamente el ceño; a los Corcuera, los Leguina y los Javier Fernández.

Muy distintas son las cosas en la izquierda. Fruncía el ceño Julio Anguita y lo frunce, aun esforzándose con denuedo en no fruncirlo, Pablo Iglesias; la izquierda es enfadarse. La risa sorprende tanto en la izquierda como en Greta Garbo, que cuanto se rio por primera vez en Ninotchka generó gruesos titulares que decían: «¡La Garbo ríe!»; e incluso indigna. Pero también gana elecciones o, al menos, lo hace imaginable cuando nunca lo había sido. Fue el Podemos más exitoso el que se presentaba como «La sonrisa de un país», eslogan que generó burlas; y es otro ejemplo de risa ganadora en medio de las derrotas, así como del poder de la música, el de la banda asturiana Dixebra; nacionalistas asturianos que desde su fundación a mediados de los ochenta se propusieron, frente a un asturianismo musical que se desleía en la nostalgia de la periclitada Asturias revolucionaria, cuando no en una señaldá reaccionaria de la Asturias rural, cantar a los conflictos y luchas presentes y también a la sidra y la folixa; a la posibilidad de hacer la revolución echando unos culetes en lugar de postergándolos. Una de las canciones más famosas del grupo se titula significativamente Nun llores, «no llores», y le dice al oyente: «¡Nun llores, llucha!; ¡nun llores, resiste!».

También ejercitaba y ejercita Dixebra la necesaria memoria histórica, cantando hermosamente al maquis asturiano (Caballu al verde) o a las huelguistas femeninas del 62 (A golpe de tacón), pero administrando su energía eléctrica de tal manera de convertirla en un desfibrilador de las luchas presentes en lugar de en la silla eléctrica achicharradora del cualquier tiempo pasado fue mejor. Siguiendo esta receta, un abracadabra extraño se obró por la cual, como dice el líder de la banda Xune Elipe y quien esto escribe confirma —pues ha visto disfrutar de los conciertos de Dixebra a furibundos y declarados antiasturianistas—, «Dixebra atraía al asturianismo a gente a la que el asturianismo político espantaba después». Recordaba Elipe en este sentido en una entrevista con este autor que «en un momento dado empezamos a darnos cuenta de que venía a los conciertos gente que ya no era de casa, sino que venía de las luchas sindicales, de Izquierda Unida, de movimientos libertarios, del ecologismo, etcétera, y que en muchos casos no tenía la menor relación con el mundo asturianista, ni siquiera con el asturianismo lingüístico». Pero un asturianismo político ceñudo también él, también él iracundo y pesimista, nunca fue capaz de arrimar esta ascua a su sardina ni ha conseguido en la región el éxito que en tierras mucho menos propicias en principio para la política identitaria, Cantabria, sí ha logrado el jovial Miguel Ángel Revilla con su Partido Regionalista Cántabro.

No en vano, Revilla y su visión de Cantabria poseen su propio Que viva España; una canción titulada Viento del norte y que loa así la tierruca cántabra: «Me embruja el murmullo del río y del monte, con lluvia de mayo me quiero mojar; voy a correr como el lobo en la noche, pretendo sentir toda tu inmensidad. […] Quiero saltar de la rama de un roble, gritar tu nombre y echar a volar. Tengo la fuerza del viento del norte y esa bravura que viene del mar». Compuesta por los hermanos Sergio y Nando Agüeros, han alcanzado estas estrofas tal éxito que se han convertido ya en un himno extraoficial de la región, donde hace idéntico furor entre las generaciones más jovenes y las más provectas y hay quien ya exige que reemplace oficialmente al más bien soso Himno a la Montaña. Igual que la canción de Manolo Escobar, esta otra celebra —ensalzando no el sol, sino la lluvia— la Cantabria que existe.

Es urgente la tarea de que nosotros encontremos la nuestra; aquella que nos celebre y al paso nos hermane y cuyo trueno conmueva por igual a las tres edades de la revolución necesaria. Será ésta intergeneracional, o no será. Y será cantada. O no será.


Pablo Batalla Cueto (Gijón, 1987) es licenciado en historia y máster en gestión del patrimonio histórico-artístico por la Universidad de Salamanca, pero ha venido desempeñándose como periodista y corrector de estilo. Ha sido o es colaborador de los periódicos y revistas Asturias24La Voz de AsturiasAtlántica XXIINevilleCrítica.cl y La Soga; dirige desde 2013 A Quemarropa, periódico oficial de la Semana Negra de Gijón, y desde 2018 es coordinador de EL CUADERNO. En 2017 publicó su primer libro, Si cantara el gallo rojo: biografía social de Jesús Montes Estrada, ‘Churruca’, y en 2019 el segundo: La virtud en la montaña: vindicación de un alpinismo lento, ilustrado y anticapitalista.

2 comments on “La cojera del caballo cuatralbo: expresiones musicales de la debilidad de la izquierda

  1. Luis M. Herrero

    Para tal menester a mí me gusta esta (aunque valdría igual todo el disco):
    https://ggquintanilla1.bandcamp.com/track/manifiesto

  2. Jaime Lisa Escaned

    Mi mejor regalo con lazos morado y rojo para este fin de decenio

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