Breviario de falsedades (7)
/por José Manuel Vilabella/
[INCRÉDULO] Nunca creyó del todo en la resurrección de Lázaro o en la curación de los enfermos; siempre pensó que allí había gato encerrado y que Él tenía algún truco que le permitía asombrar a las gentes y andar sobre las aguas, mecerse en las olas y multiplicar panes y peces a su antojo. «Anda Jesús, ¿dime cómo lo haces?», le preguntaba cuando se quedaban solos. Y Jesucristo, que no quería decepcionar a San Joaquín, a su abuelo, por el que sentía un profundo cariño, le daba largas. No quería revelarle el misterio, confesarle que lo que hacía no tenía ningún mérito porque Él era Dios. Y le daba largas al anciano, aplazaba la explicación hasta el día siguiente. Le arropaba con ternura, besaba su mejilla y le susurraba al oído: «Ahora descansa, duerme; mañana te lo cuento, abuelito».
[MIEDO] No sabía que en el bosquecillo de robles que había al lado de su casa de campo, y en el que jugaban sus hijos al escondite, siempre había habitado el miedo. Sentía, eso sí, un desasosiego especial cuando cruzaba aquel lugar a la caída de la tarde, de regreso de sus paseos. Allí había germinado el miedo del gusano y la serpiente, el terror de la ardilla, el asombro del búho, el alarido del jabalí, el mugido del bisonte, el pavor del mamut, el estupor del unicornio, la inquietud del ciervo y, sobre todo, los terrores de la soledad del bosque, el desamparo de los ángeles huérfanos, el temblor de Luzbel y sus compañeros de infortunio.
[ENCUENTRO] Se encontró con su torturador en un urinario público treinta años después de las noches de los alaridos, cuando del horror quedaban solo recuerdos y unas cicatrices violáceas y desvaídas. El hombre tal vez no le reconoció y se escabulló deprisa entre el gentío; a simple vista se notaba que la vida le había tratado mal, que su presente era mezquino. Vestía una cazadora ajada, tenía caspa, envolvía algo en un periódico sucio, cojeaba…
[AMÉRICA] Antes de que el vigía gritase: ¡tierra!, y mucho antes de la llegada de la gaviota aquella que se posó sobre la proa y miró a la marinería como una dama impertinente y altanera; incluso antes de ver flotando el amasijo de ramas verdes, sintió en los huesos y en las cicatrices de las heridas de la juventud, la presencia de la tierra misteriosa e ignota que no tenía nombre. Y el viejo vikingo no sabía que sus huellas las borraría el mar porque la Historia, que no tenía prisa, esperaba, desde el comienzo del tiempo, la llegada de un genovés fanático que cuatro siglos más tarde volvería a revivir las angustias de sus predecesores, los setenta y cuatro descubridores de América que le habían precedido, inútilmente, en la aventura.
[ABANDONO] Lo decidieron todos de común acuerdo y, aunque el que había hecho de padre opuso alguna resistencia, las razones de los demás le hicieron desistir y accedió a regañadientes. El muchacho aquel se estaba convirtiendo en una bestia indómita y ponía en peligro la seguridad de todo el grupo. No tenía disciplina, lloraba cuando quería conseguir algo, jugaba todo el tiempo con las cosas de comer y abusaba de su condición de huérfano. «Hay que abandonarlo a su suerte y que se las arregle como pueda», dijeron los más viejos. «Lo haremos esta noche», propuso alguien. «Sí, sí, esta misma noche», dijeron todos a coro. Y cuando a la mañana siguiente apareció en la plaza del pueblo, desgreñado y sucio, pero con buena salud, el niño que se había perdido en el bosque, la manada de lobos estaba lejos y a salvo de la ira de los seres humanos, tan imprevisibles siempre en sus venganzas, tan feroces en sus represalias.
[NOSTALGIA] Dios prohibió a los centauros, que eran las criaturas más veloces de la creación, y a los hijos de Luzbel, que eran los que más altos llegaban en sus vuelos acrobáticos, que se cruzasen entre sí, porque la síntesis de ambas criaturas podía desestabilizar el universo. Y como se negaron a obedecer los precipitó en los abismos, aunque, eso sí, creó el caballo y el águila para permitirse el lujo de la nostalgia.
[DICIEMBRE] Se rascó el cabeza desesperado y, por la intensidad de sus picores, sospechó que una vez más los piojos habían vuelto a instalarse en sus ralos y deslucidos cabellos. En un trozo de espejo, que el último inquilino del cuarto había olvidado en un rincón, se atrevió a mirarse de frente, hombre a hombre. Al principio no se reconoció. Aquella ruina no podía ser él. El espejo se equivocaba, el cristal mentía. Espantado le pareció reconocerse en el fondo de unos ojos que le observaban agazapados en sus cuencas, metidos para adentro en la madriguera. Su imagen le causó estupor; unas arrugas profundas subrayaban la frente y las mejillas caídas le daban a su rostro la apariencia chusca del bufón. Los años le habían traído la ruina y arrebatado la dignidad. Era viejo, patético y, además, cómico. Sonrió y lo que vio le asustó más aún: parecía perverso y mezquino; su rostro, sí, no tenía la menor nobleza, el tiempo no había dejado nada que mereciese la pena recordar; la vida había pasado como un vendaval por su cara y se lo había llevado todo por delante. Él no podía ser aquel, él tenía que ser otro. Se toco los labios y sintió un lacerante dolor físico; la mano reflejada en el espejo era una mano temblorosa y deforme, una mano que le fue guiando como un lazarillo por su cara desvalida, que se le antojó odiosa y ajena; las cejas pobladas de pelos hirsutos, la nariz deforme surcada arriba y abajo por diminutos venillas color vino, los pellejos colgantes del cuello; las orejas desproporcionadas le habían crecido un poco cada noche. Aquellas orejas no le pertenecían, no eran suyas. Alguien, qué sé yo, las había cambiado cuando dormía y había dejado las suyas abandonadas y en prenda. «¡Qué horror!», sollozó y las lágrimas le cayeron a borbotones rostro abajo como ríos caudalosos y se perdieron en la maraña de su barba. Fuera, en la calle, el ruido era ensordecedor; las gentes cantaban villancicos y sin misericordia por la lírica destrozaban letrillas y hacían sonar las zambombas. ¿Por qué estaban tan contentos si todos sabían que dentro de unas semanas iban a ejecutar al recién nacido? España entera, ay, tocaba la zambomba para que pareciese más negro su infortunio. España es así la noche del 24; siempre entonan, Señor, la misma melodía, aunque a veces la vistan de villancico y en ocasiones la disfracen de saeta. Qué más da. El grito de espanto que salió de su boca paralizó la actividad del cuarto: los ratones se miraron sorprendidos e interrumpieron sus carreras, las cucarachas se refugiaron en lo oscuro y dos moscas, que dormitaban pegadas a la pared, se echaron a volar en círculo en torno a la luz del candil. Él no prestó atención a sus inquilinos; nunca lo hacía. Eran el símbolo de la miseria y estaba acostumbrado a su compañía. Les echaba mendrugos de pan y trozos de tocino, se cuidaba de ellos cuando podía y les hablaba para no enloquecer. Las alimañas también comen, la miseria tiene sus necesidades. Se miró otra vez al espejo y sonrió, pero ahora con orgullo. «Ahí, debajo, en lo hondo, hay un poeta», les confió a los fantasmas, les gritó a los ratones, se dijo a sí mismo en busca de consuelo. En su mente bullían las ideas y los personajes entraban y salían; eran gentes dinámicas, brillantes, bien vestidas. En el interior de su cerebro los espectros eran felices y vivían la vida breve e intensa de los seres inventados. Discutían entre sí acaloradamente con la despreocupación y la galanura de los que nada esperan del porvenir porque ellos no tenían que pagar la hipoteca del futuro. Él, su creador, no era el náufrago, él era el naufragio y sus criaturas pugnaban por sobrevivir, por salir a flote. ¿Cuántos sonetos había dejado inacabados? ¿A cuántos personajes había impedido nacer? En el interior, en lo hondo, voceaban las criaturas, se rebelaban los espectros y él era un testigo mudo de sus parlamentos. Los poetas envejecen, pero la poesía siempre es recién nacida y él, sí, pertenecía al mundo sublime de la creación, del teatro, de la farándula, de la literatura. Su cuerpo macilento era una ruina, pero en sus huesos palpitaba todavía la pasión creadora de la juventud. El espejo le devolvía la imagen de un viejo ridículo, pero él sabía que todavía, y para siempre, el anciano tenía la capacidad de fabular, el privilegio de contar historias. «He fracasado como escritor a pesar de mis esfuerzos; ellos dicen que siempre he abortado engendros», le dijo al tipejo del cristal roto que le miraba fijamente a los ojos con esa insistencia procaz de los autorretratos. Sus criaturas morían en el tránsito, llegaban desfallecidas por la fatiga del viaje y exhalaban el último suspiro entre sus brazos. Y las que sobrevivían eran solo caricaturas de sí mismas, unas figuras desvaídas, fantasmales que carecían de gracia y ligereza. Las hería el lenguaje equivocado, las marchitaban las palabras erróneas porque no eran de este mundo, porque habían sido concebidas para el ensueño y no para la luz del sol. «Solo he sabido imaginar que soñaba y no he sabido contar lo que veía en mis sueños», les dijo a los ratones. Las sombras de la noche le devolvieron una imagen falsa de sí mismo y el ruido de la calle entró por la ventana y le hizo saber que la alegría de la noche del 24 era de todos menos suya. El espejo era ahora más clemente, la oscuridad era menos cruel y el naufragio más llevadero. Cerró la puerta con doble vuelta de cerrojo y se sirvió una copa de vino turbio. Él también tenía derecho a brindar por el niño, aunque su rostro decrépito fuese más propio del viernes santo. Retiró un plato sucio de la mesa y lo dejó en el suelo y allí acudieron en tropel las cucarachas. Puso el pliego de papel en la mesa, acercó el candil y abrió el estuche de las plumas; con delicadeza de orfebre abrió el tintero dorado y aspiró el olor de la tinta que para él era un perfume intenso y embriagador que alborotaba sus sentidos. Era la hora del olvido, el momento de la literatura y el tránsito. Vio a sus criaturas y sintió pena por ellas y horror de sí mismo. Tuvo ganas de rezar por él y los suyos, por sus delirios y por las alimañas de la habitación, pero le pareció teatral y algo obsceno confundir la fábula con lo sagrado. Él no podía decir: «Jesús, ten piedad; Cristo, ten piedad», la noche en que nacía el crucificado. Al otro lado don Alonso leía, el bachiller Carrasco reflexionaba y el personaje sin nombre, el hombre de la cara redonda y corta estatura, soñaba, como él, con ínsulas lejanas. La habitación, como todas las noches, se llenó de gentes y de canciones tristes, de bellas damas y de gentiles caballeros; también acudieron pícaros y escribanos corruptos, fregonas y asesinos, sablistas y gentes de cogulla; vino el señor obispo y su barragana la bella Dorotea; el Rey hizo acto de presencia y cabalgó por la estancia el Papa de Roma con cuarenta purpurados de Venecia. Y el viejo caballero sonreía con algo de ternura y, por un momento, alentó en su pecho la esperanza por sus criaturas desvalidas y escribió de corrido: “En un lugar de La Mancha de cuyo nombre no quiero acordarme…».
José Manuel Vilabella Guardiola (Lugo, 1938) ha publicado más de 2500 artículos en prestigiosos diarios y revistas: entre otros, La Voz de Asturias, La Nueva España, El Comercio, El Progreso, Dunia, El Extramundi, Gastronómika, Abc, La Voz de Galicia, Heraldo de Aragón, El Periódico, Lar (Buenos Aires) o Gourmand (Santiago de Chile). Mantiene desde hace más de 23 años la columna literaria «Hasta la cocina» en la revista Sobremesa y firmó durante dos décadas «Gastrónomos y caballeros» en la revista Restauradores. Entre sus libros destacan: La cocina de los excesos, Delirios gastronómicos, Gastromanía, Cocinadeasturias, Los humoristas, El crimen de don Benito, Cuerda de santos, infames y profetas, Teoría del insulto en Asturias y El día de matamos a Kennedy y otros relatos poco edificantes. Próximamente pubicará Memorias de un gastrónomo incompetente. Obtuvo, entre otros galardones, el Premio Juan Mari Arzak 1999 por el mejor artículo gastronómico del año; el Premio Nacional de Gastronomía 2002 por su libro La cocina extravagante o el arte de no saber comer y el Premio de Periodismo Gastronómico Álvaro Cunqueiro 2005. Pertenece a la Academia de Gastronomía de Asturias, a la Academia de Gastronomía de Aragón y al Colegio de Críticos Gastronómicos de Asturias.
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