Calendario

Calendario (38 y 39): Un brillo temblón, risueño y absurdo

Dos nuevas páginas del 'Calendario' de Avelino Fierro; las penúltimas, pues con la 40.ª entrega se cerrará la serie. «Nubes, grandes cetáceos de panza gris y cresta blanca —como punkies sin vigor que han salido de la residencia de ancianos y vuelven a ella— van por el cielo. En ese decorado azul, la luna blanca y casi redonda es como el semáforo que les otorga paso»

Calendario (38)

Un brillo temblón, risueño y absurdo

/por Avelino Fierro/

Nubes, grandes cetáceos de panza gris y cresta blanca —como punkies sin vigor que han salido de la residencia de ancianos y vuelven a ella— van por el cielo. En ese decorado azul, la luna blanca y casi redonda es como el semáforo que les otorga paso. Brillos adormecidos del sol último. Unas palomas se regodean en el alféizar; todavía crispan el aire algunos pájaros tardíos. Ya no se distinguen bien los verdes de los árboles lejanos de las lomas. Hay allí un brillo temblón, risueño y absurdo: reflejos de la tarde, o puede que sean ya luces artificiales, tenues e indecisas todavía en el ardor. Recuerdo el amanecer de hoy; el día estrenaba marcapasos y renqueaba en sus comienzos; también la luz era distinta, de otro lugar, africana, y hacía que algunas casas parecieran rojas, kasbahs. No sé… Llevé, entre ese frescor rojizo, un paquete a la estafeta para enviar a un lector de la Isla: los libros escritos estos años, que había hojeado momentos antes. No reconocía como mía la sangre que corría por ellos; todo me parecía extraño. Sentí miedo. ¿Me abandonarían los dioses que me habían tutelado? Flores oxidadas y la mañana adulterándose. Armé una cuadrícula y traté de encerrar en ella, como en un redil acolchado, todas las inquietudes. Medí cercas, ensamblé suelos y listones como cuadriláteros de un ring, encendí el hilo musical. Lámparas de calor y plantas artificiales. Métrica, ritmos, prosodia. Dice Hölderlin que la función del arte es hacer presente lo ilimitado. Pero nada comparecía. Notas suspendidas en el aire y algunos grumos de pasión —que se deslizaban como coágulos de mercurio por el suelo– no llegaron a detenerse, desaparecieron. La ilusión deshabitaba ese descampado que bate un cierzo antiguo, como estas nubes que os digo. Esa voz intermitente de sirena que dicta nuestros renglones se sumerge a veces sin aviso. Es imposible seguirla entre arrecifes y simas oscuras de silencio. A veces uno siente este desamparo, piensa que las Musas no existen. Y, como Job, gritamos contra el Altísimo: «¡Dios mío!, clamo de día, y no me respondes; de noche, y no hallo remedio». Espero ahora al final de la tarde, como a la orilla del agua, el arrastre hasta la arena de vestigios que me asistan: conchas desgastadas, pecios o murmullos, huesos y platijas, versos, estrellas de mar, gaviotas muertas, banderas de humo, dones de ebriedad, delfines listados, lazarillos, augurios.


Calendario (39)

Fate has past

/por Avelino Fierro/

No es casualidad que estemos escuchando en el coche a Peter Pears y al coro The St. Anthony Singers que repite ahora el inicio del aria Wretched lovers! Fate has past. Cualquier música antigua es un bien para sellar esta intersección entre el cielo y los bosques de hayas. Los sentidos no saben bien a qué responder: ¿Densidad? ¿Serenidad? ¿Ingravidez? No abarcamos estos espacios en los que vive una luz que rehúye el trato y esquirlas inesperadas. Y un ámbito de libertad que a mí me incomoda, que me obliga a tomar decisiones. Ni siquiera el gran Matsuo Basho describía los lugares grandiosos. Sólo sabemos ahora que es bien cierto que un venado nos está viendo pasar desde su espesura —«fulge con su presencia de cosa percibida, substancial pero ausente», como diría Tomlinson—, o un gato montés; que los insectos de caparazón duro seguirán laborando la tierra como si nada. La carretera es una lengua gris que ondula hacia el valle. Después hemos caminado, hemos ascendido por la pendiente áspera. Manchas horizontales de niebla están abrazando el talle del pico más alto, que sonríe en su cumbre. Aquí estoy, parado frente a él. Cierro los ojos, cansado. Arrullo, mastico un deseo para que comiencen a brotarme alas, para que pueda subir hasta él; como lo hace ahora ese buitre con su vuelo elocuente. Sabe la montaña que la miro y a veces deja de estar quieta, se agita levemente hacia el oeste como mis pensamientos que van y vienen. En esta limpidez de los espacios desacostumbrados, cosas así suceden. La atmósfera es violácea o azul o de irisaciones acarminadas. Colores que no sé bien si son verdaderos o fisiológicos. (¡Cuánto escribió Carl Gustav Carus sobre la manera de pintarlos!). Canchales, plantas tercamente enredadas a la tierra y caprichos en el aire. Todo es tenue y robusto a la vez; brumas y eternos minerales. Y siempre se puede sentir ese diminuto movimiento, como un seísmo amortiguado. Como si el paisaje transpirase, tuviera su correlato con la naturaleza humana: tardes empapadas de soledad, inviernos de gris brillante, moteados inesperados —aquellos autillos que vimos en la noche posados sobre el calor del asfalto—, agrios olores de fondo de establo, luces que amedrentan, murmullos en el bar de Noel, júbilo ante un mar que aunque oscuro sea de nubes, el cintilar del fuego a través de los cristales cuando llegamos a casa…


Avelino Fierro (Chozas de Arriba [León], 1956), licenciado en Derecho por la Universidad de Oviedo y fiscal de Menores de León, es escritor de diarios, poemas, dibujante y coleccionista de libros. Sus textos diarísticos han visto la luz en tres volúmenes: Una habitación en Europa (2010-2012)Ciudad de sombra (2013-2014) La vida a medias (2015-2016), todos ellos publicados por la editorial Eolas.

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