Marco Bellochio: El traidor y otras constelaciones de cine sobre la mafia
/por Ramón García/
Elige bien Bellocchio el ángulo borgiano para contar la historia del mafioso arrepentido (pentito) Tomasso Buscetta: se sirve del posible enfoque de un posible Borges redactando una de las viñetas de su Historia universal de la infamia, como de una brújula para no perderse él mismo en el laberíntico, semiológico código de honor de la mafia. Buscetta no se convirtió en pentito, en testigo protegido, no colaboró con el juez Falcone, porque se arrepintiese de su pasado mafioso, sino porque vengar la muerte de su familia, a manos de los corleonesi, le obligó a apelar a códigos fundadores de cosa nostra, remotos, de algún modo esenciales. Un final de Bellocchio puede captar en una secuencia todos esos fractales borgianos. La idea queda: pese a traicionar a la mafia palermitana, en el inconsciente de Buscetta dormía un soldado leal. En el último sueño de su existencia, pese a que no sea más que un sueño, cumple la misión que se le había asignado casi seis décadas antes y mata a la persona que se le había ordenado asesinar. La elipsis visual consigue encerrar el sentido de toda una vida. Martin Scorsese estrenaba este otoño, con El irlandés, otra biografía de un mafioso, Frank Shearer; en diversas ruedas de prensa había declarado su voluntad de querer encerrar en ella el sentido de toda una vida. Y sin embargo cabe preguntarse si su narración directa consigue un efecto similar.
Scorsese está avalado por clásicos del género, ya en la mente de todos. Sorprendentemente, Bellochio llega como exponente de un cine poético, un heredero de Antonioni, al que es difícil imaginar en una película sobre la mafia, dentro de unos parámetros que parecerían más adecuados para un Francesco Rossi. Decir Bellochio es convocar imágenes de Las manos en los bolsillos: la cámara que secuestra los rostros de los aldeanos en las calles de su Bobbio natal, esculpidos contra la fantasmagoría de un mundo rural. Es convocar la nieve de Felices sueños, su última película. La temática le obliga a reinventarse a sí mismo. Con ochenta años, el ejercicio se antojaba difícil, y sin embargo lo solventa con ligera y convincente fluidez. Las audacias visuales, como la numeración de los asesinados en una candente letanía, se apartan de clichés. Y no es menos audaz que Bellochio no entre nunca de hecho en la vida de un mafioso. Solo tenemos referencia de su actividad como soldado de la mafia en un periodo anterior. Pero desde el primer momento Buscettta aparece como una víctima. Su familia es asesinada mientras él se encuentra en Brasil: el asesinato de su hijo se muestra con especial brutalidad. Ni siquiera domina a Buscetta el ansia de venganza: lo que Bellochio cuenta es la historia de una fría y calculada estrategia para sobrevivir.
Tomasso Buscetta fue una figura real: su personaje lo encarna Pier Francesco Favino, un carismático e intrigante actor, que ya en películas anteriores había interpretado sólidamente a emblemáticos personajes de la historia italiana reciente: retengamos a Pelosi, el anarquista suicidado por la policía como cabeza de turco tras el atentado en la estación de Bolonia en 1983, en la extraordinaria Piazza Fontana de Marco Tullio Giordana. Aparece como un mafioso arrepentido, reflexivo, vagamente diletante. En la película son cruciales los flashback. A la hora de metraje, el primer y misterioso flashback, que envuelve a la película en una variante borgiana: Buscetta, o el hombre de la esquina rosada. Hasta llegar a ese momento, y durante una hora, Bellochio dibuja al personaje y cuenta su destino: está exiliado en Brasil, y su familia ha sido exterminada. En los años ochenta, la nueva generación de corleonesi encabezada por Toto Riina se vale de una violencia asesina desencadenada y la guerra mafiosa toma proporciones sangrientas. Buscetta no era un boss, y ni mucho menos un padrino: era un soldado, y sin embargo con ascendencia, porque se manejaba a ambos lados del Atlántico y tenía tratos con la mafia de Europa y de Estados Unidos. Hablaba perfectamente portugués, inglés y español. El bolero con que concluye la película, en perfecto español, envuelve a su figura en un aura incluso melancólica. Extraditado a Italia desde Brasil, decide colaborar con la justicia e inicia una larga relación con el juez Falcone, encargado de instruir la investigación contra la mafia. En su primera conversación, Buscetta le dice a Falcone: «La cuestión ahora es saber quién morirá primero: usted o yo». La historia aportaría una respuesta sangrienta: moriría primero Giovanni Falcone, su vehículo saltó por los aires una tarde de julio en 1992. El salvaje atentado se lo llevó a él, a sus guardias, a otro juez, Borsellino.

Pero antes el testimonio de Buscetta permitió a Falcone articular, en la propia Palermo, el maxiproceso a la mafia de 1987. Caótico, con un juez nervioso y asustadizo que plantea las preguntas como midiendo el grado de seguridad del territorio que pisa al articularlas en voz alta, osando apenas pedir a uno de los mafiosos que hable más claro y más alto, pero el maxijuicio llevó ante los tribunales a 350 capos mafiosos: Riina murió hace pocos años, algunos de los mafiosos enjuiciados entonces (como Pipo Calò, que dio la orden de matar a los hijos de Buscetta) siguen en prisión perpetua, a día de hoy. La entonación de Favino imposta perfectamente el tono filosófico y mesurado de Buscetta; YouTube guarda un registro amplio de vídeos que reproducen los momentos esenciales del maxijuicio a la mafia en Palermo en 1987, y uno comprende que la cámara milimétrica de Bellochio logra poner en la cinta a Italia frente a un momento clave de su historia. Solo existía un único precedente de maxijuicio a la mafia: el organizado en tiempos de Mussolini, y a su vez motivo de la migración a Estados Unidos de figuras mafiosas como los Gotti, Maranzano o Bufalino, que en concierto con Lucky Luciano organizarían la Comisión, el máximo órgano de dirección de la mafia. Tomasso Buscetta estaría presente en la reunión que la mafia norteamericana y la mafia siciliana organizarían en Palermo a finales de los años cincuenta.
Scorsese se ocupa de un soldado de los Bufalino de Filadelfia y Detroit en El irlandés, sirviéndose de un críptico Robert de Niro, que hace gala de toda esa gestualidad particular suya, a la Marlon Brando. Pero el Tomasso Buscetta de Marco Bellochio aporta una figura interesante y sorprendente. Ante Falcone, ante el Tribunal, Buscetta se presenta siempre como un hombre de honor: coloca una mano sobre el corazón, levanta la otra y dice, «Io sonno un uomo di onore». Con voz grave repite el «hipócrita», «hipócrita» con que Buscetta salmodió en el juicio la intervención de Toto Riina y de Pipo Caló. Bellochio dosifica bien a los personajes, distribuye los elementos del relato como los hubiera distribuido el propio Buscetta: con tranquilidad, mesura, inteligencia: los monitores, por ejemplo, desde los que los guardias vigilan a los presos dentro de sus celdas: como hámsters evolucionando sobre la rueda del tiempo en prisión; la escena en la que, en un lugar de Estados Unidos con su familia, alguien le canta el Italiano vero de Toto Cotugno, como una señal de que la mafia nunca te olvida, siempre te sigue, hasta dar contigo, y eliminarte. Si El irlandés de Scorsese aparece como la suma de otras películas ya vistas anteriormente, atuendos y sombreros ya usados anteriormente; si la atención decae pese a la intención de sorprender al espectador con la revelación de quién fue el asesino real del sindicalista Jimmy Hoffa, El traidor de Bellochio propone una renovación de los códigos a la hora de abordar el fenómeno mafioso y aporta una reflexión sobre un destino humano y un destino colectivo.
Giovanni Falcone y Paolo Borsalino fueron asesinados cinco años después del maxiproceso, en 1992. A la pregunta que Buscetta plantearía a Falcone, la respuesta es: Falcone. Falcone murió antes que Buscetta, y Buscetta cumplió el sueño de morir en su cama, no asesinado. Pero en la última escena, Bellochio completa su visión de El hombre de la esquina rosada. En un último sueño, Buscetta mata al hombre que muchos antes le habían ordenado matar, como primera misión. Entendemos que Buscetta nunca dejó de ser un hombre de la mafia, un soldado de un extraño ejército.
La muerte de Falcone reenvía a una tercera película que completa el caleidoscopio: La mafia ya no es lo que era, de Francesco Maresco, una película que sorprendió en el festival de Venecia de 2019. El hermano del actual presidente de la República Italiana, Piersanti Matarella, uno de los creadores de la democracia cristiana, fue asesinado por la mafia en los ochenta: desapareció en la estela de la Tangentopoli, la corrupción masiva que devoró a la democracia cristiana. Es una de las sorprendentes informaciones que desvela esta película, a través de su sorprendente personaje, Ciccio Mira, emblema de cómo se fragua un carácter en una ciudad regida bajo los códigos de la mafia. Y el código principal es el silencio: en Palermo, dice Mira, una persona de honor no habla. La película quiere empezar como documental: veinticinco años después del asesinato de Falcone y Borselino, Maresco acerca su cámara a los palermitanos para preguntarles su opinión, para evaluar hasta qué punto sigue viva la estela del crimen. Pregunta al frutero, al pescadero, a los parroquianos de un bar, u otro bar. Descubre con asombro que nadie tiene especial interés, o ningún interés, en recordar a Falcone y Borsellino. La indiferencia, y un surrealismo vital que transmuta el documental en ficción, se fortalece en torno a un concierto de homenaje a la memoria de ambos jueces. Ninguno de los artistas invitados quiere pronunciarse contra la mafia en el concierto de homenaje que Mira dice organizar, pero que poco a poco vemos que es organizado por la propia mafia. Cuando Mira aparece, la película se torna blanco y negro: indescifrable, berlusconiana, divertidísima y perfectamente dueña de la adaptación al medio. Letizia Battaglia, la fotógrafa que documentó las guerras contra la mafia, es la otra gran protagonista y voz de la película. De ese concierto de voces surge una evidencia: en Palermo no existe el Estado: la mafia, no el estado, no los jueces, es quien pone a cada persona en su sitio. Para ser una película sobre el silencio, que es el trasfondo, el velo, en que evoluciona la mafia, los personajes hablan mucho, pero hablan para ocultar el silencio. Mira puede citar incluso a Homero y al pasado griego de Sicilia para explicar el componente esencial de toda una cultura, quizá inerradicable.
Poco antes del festival moría en Nueva York Nick Tosches, tal vez el último de los grandes escritores italoamericanos. Hay en la obra de Tosches un libro, Poderes terrenales, que es una larga conversación entre él y Michele Sindona. Tosches dice en La mano de Dante que Sindona le contó muchas cosas. ¿Qué le contó sobre las relaciones entre la mafia y el Vaticano, los grandes poderes? Que hablamos de un poder casi sobrehumano: sus principios inmanentes son bestiales, y todos de algún modo jugamos un papel en él.
Ramón García es licenciado en filología hispánica por la Universidad de Oviedo. Empezó a traducir muy joven a Camus, Poe o Dylan Thomas, entre otros y alternó una tesina sobre Carmen Laforet con la traducción de la primera novela de Lawrence Durrell. Entre 1989 y 1990 fungió como traductor de la Comisión Europea y seguidamente cursó un máster de guion cinematográfico bajo la dirección de José Luis Borau en la Universidad Autonóma en 1993, antes de unirse como traductor al Ministerio del Interior en 1994. A partir de esa fecha cursó también periodismo y en los albores del milenio siguió un master en edición por la Universidad Brookes, con sede en Madrid. A partir de 2001, ha publicado traducciones con regularidad, en especial para la editorial Turner, en la que contribuyó a poner en marcha los primeros volúmenes de la colección Noema. Ha colaborado como corresponsal cultural para los diarios O Expresso de Lisboa y The European, además de participar en la creación de dos revistas literarias a finales de los noventa: Calviva y Terra Incógnita. Entre sus autores traducidos figuran Jonathan Coe, John Luckacs, Alexander Nehamas, James McClure y Jacques Berndorf; y ha escrito sobre autores como James Crumley, William McIlvanney o Van de Wetering. Desde 2004 trabaja para el Centro de Traducción de la Unión Europea e intenta compaginar su interés por las lenguas y por la traducción con toda la actividad cultural que puede absorber.
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