L EPÍSTOLAS A UN PERRO ET IV DERROTAS
A dieta
/por José Manuel Sariego/
Aquel maniático escritor de Moguer que declaraba tirria a la letra ge y cariño indudable a un burro no nos sirve de modelo: ni pequeño, ni peludo, ni de algodón, ni de melifluo ladrido (rebuzno en su caso), ni cosa que lo fundó. La primaria luz canela de tus ojos (brillo azabache en los del asno si de las pamemas del nobel moguereño nos fiamos) se torna velada cuando azorras, saltona cuando desafías. A mayor abundamiento distintivo, tu pelambre lisa, tersa (algodonosa la del pollino) luce los tonos de mondaduras de castañas aún verdes.
De cachorrín, si desenganchaba la correa del arnés, si te dejaba suelto, asaltabas los parterres, te comías las flores —las de corola blanca eran tus preferidas—, perseguías a los niños que correteaban y a las palomas de pertinaces revoloteos (creciste y aún lo sigues haciendo). Te llamaba enérgicamente: «¡Bilbo!». Y nunca obedecías a la primera, te hacías el remolón, el orejas, el longuis. Siempre tan desobediente.
Algún transeúnte que otro de los que, cachazudos, atravesaban la Plaza de Europa se paraba a contemplarte:
—Ye un cachorrín. Tendrá cuatro meses como mucho —decía el viandante de la cachaza.
—Por ahí se andará, —contestaba un servidor a toda prisa, acelerado por tus esprines repentinos, so locatis.
Lo ya más que evidente, desde los albores de este correo a las cincuenta, es que ni te llamas Platero, ni Troylo, ni Rin Tin Tin, ni tu nombre de pila señala un territorio norteño de la Hispania, sino que alude al hobbit Bilbo, hijo de Bungo Bolsón y de Belladonna Tuk; pero esa es otra historia que transcurre durante la Tercera Edad del Sol en la Comarca de la Tierra Media que brota de la imaginación. Tan inasible.
En los días marceños del año 2015 de nuestra era anduviste muy pachucho, empachado, tal vez, por un atracón de florecillas de blancas corolas o, acaso, de mendrugos untados de pingüe veneno esparcidos por el Parque de Electra; postrado en el sofá de la sala de estar, enflaquecido de repente, las orejas más gachas, los cristales de tu mirada más opacados, sombríos. El pasillo del 5º piso, letra G (que se fastidie el poeta), de un portal de la calle de Saavedra se convertía, a rachas, en un paisaje de fangosos, glutinosos, amarronados residuos metabólicos y vómitos escarlatas. A un suspiro del fucsia. A un tris del granate.
Bueno, bueno, echemos el freno, paremos el carro, no derrapemos entre florituras de pitiminí, no tiñamos estos diálogos de trampantojo con tinturas superficiales, no adornemos el malestar con ocurrencias fútiles de rapsodas a la violeta. Tampoco hagas mucho caso a lo que uno escribe a toro pasado: los perros domináis una reducida gama cromática y yo soy un daltónico que tergiversa el séptimo color del espectro solar y el carmesí.
Después de una rigurosa dieta gastrointestinal recuperaste el bienestar: abandonaste el estado de postración, la energía perdida reapareció, reclamaste otra vez juego y pelea, te asomaron manojos de jeribeques incontrolables desde el hocico hasta el rabo. Exhibías tu restablecida alegría a través de un despliegue intenso y desmedido de contorsiones. Un despampanante contoneo de todo tu esqueleto.
En la pegatina del envase de latón, contenedor de la pócima curativa, se leía: Veterinary diet. Royal Canin; y del mejunje purgativo se desprendía un rotundo olor a fuagrás auténtico.
José Manuel Sariego Martínez (Santibáñez de la Peña, Palencia, 1954), más conocido por su dedicación a las tareas políticas como concejal, diputado regional y dirigente del partido socialista gijonés, ha publicado dos libros en los que se entremezclan reflexiones y comentarios derivados de aquella actividad junto a textos más intimistas: La ciudad y la memoria que se me escurren entre los pliegues de la rutina (La Productora, 2004) y Desusado estuche de mi memoria (Trea, 2013). En 2015 publicó en Trea su primera, decidida, neta incursión en los inabarcables territorios de la república literaria: Los reinos tristes de Acilina.
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