Entrevistas

Entrevista a Ignacio del Valle

Pablo Batalla Cueto conversa con el autor de 'Coronado', una novela histórica sobre la expedición española que descubrió el Cañón del Colorado.

Ignacio del Valle: «Durante mucho tiempo, las grandes epopeyas españolas se han minusvalorado, y sin llegar a una leyenda rosa, es necesario justipreciar las cosas»

/una entrevista de Pablo Batalla Cueto/

«La mítica ciudad de Cíbola y la búsqueda de un nuevo El Dorado condujeron a Francisco Vázquez de Coronado al sur de los Estados Unidos. Por primera vez, ojos europeos veían aquellas tierras: inmensos desiertos, cañones colorados, grandes llanuras repletas de bisontes, peligrosas tribus indígenas, entre ellas los apaches… Fueron años de conquista y evangelización de una parte aún desconocida del Nuevo Mundo, años plagados de enfrentamientos y enfermedades, pero también de glorias y objetivos conseguidos. Unos tiempos que vieron masacres en ambos bandos, sufridas y cometidas, o hechos tan fundamentales en la historia como la caída de la civilización mexica; pero a su vez fueron, como todos, tiempos de seres humanos que vivieron, sufrieron, amaron y murieron; hombres y mujeres (ésta con un papel olvidado) que conformaron un mundo que aun hoy nos deslumbra. Y es la mirada abierta, inconformista, asombrada y admirada de un franciscano, fray Tomás de Urquiza, quien nos cuenta su historia. Años después, en 1564, rememora la expedición en la que, veinte años antes, acompañara a Coronado… y, desde encontes, nunca nada fue igual. Como si fuera un antiguo cronista de Indias, Ignacio del Valle nos regala una narración vibrante y a la vez meticulosa, en la que los hechos llegan al lector como los primeros planos de una película. Y junto a fray Tomás, gracias a su acertada visión, llena de pros y contras, nos sumegimos en el Nuevo Mundo de mediados del siglo XVI». Se presenta así Coronado, la última novela de Ignacio del Valle (Oviedo, 1971); una cuidadísima ficción que, resultante de una documentación minuciosa, sumerge al lector en el tiempo fascinante de la conquista española de América; en sus prodigios y suciedades, sus esperanzas y sus desilusiones; envolviéndolo asimismo en el humo estilístico de las crónicas. En esta entrevista, Del Valle desgrana su proceso de documentación y las líneas maestras que animaron el proyecto.

Ignacio del Valle

Coronado revela un conocimiento muy profundo de la época en que se ambienta; e imagino que ello no es resultado de un proceso de documentación ad hoc, sino de un interés muy anterior y más vasto que la mera gesta de Coronado. ¿De dónde proviene ese interés suyo por la América española y qué lecturas concretas lo fueron apuntalando?

Desde el principio de mi carrera quise hacer una novela sobre la Conquista. De hecho, si repaso mis comienzos, en los que me dedicaba a hacer cuento tras cuento, tengo uno muy largo que se titula Tenochtitlan, con un aire muy borgiano, en el que se cuenta la llegada de Cortés y el concepto cíclico del tiempo mexica. Siempre he leído mucha historia, mucho ensayo, mucha novela sobre ese periodo, porque el desembarco de los españoles en Veracruz, y su posterior expansión por América en menos de un siglo, me parecía una gesta formidable. Libros como La aventura equinoccial de Lope de Aguirre, de Ramón J. Sender; Ursúa, de William Ospina, o las películas El Dorado de Carlos Saura, Cabeza de Vaca de Nicolás Echevarría, La caza real del sol de Irving Lerner o la visión desquiciada de Klaus Kinski y Werner Herzog no hacían más que funcionar como un acicate. A medida que el proyecto iba cuajando en mi cabeza, me enclaustré en la Biblioteca Nacional, en Madrid, y empecé a pedir cronistas de Indias: Historia general de las Indias, de Gonzalo Fernández de Oviedo; Naufragios, de Álvar Ñúñez Cabeza de Vaca; Historia de Tlaxcala, de Diego Muñoz Camargo; las Cartas de relación de Hernán Cortés; Comentarios reales y La Florida del Inca, de Garcilaso de la Vega; Crónicas del Perú, de Pedro Cieza de León; Francisco López de Gómara, Jerónimo de Mendieta, Motolinía, Bernardino de Sahagun, Bartolomé de las Casas… En el caso concreto de Coronado, la duramadre de la documentación son las setenta páginas de la Relación de la jornada de Cíbola, de Pedro Castañeda de Nájera; la relación del capitán Juan Jaramillo; Descubrimiento de las siete ciudades de Cíbola y Quivira de Fray Marcos de Niza; las mismas cartas de Coronado al emperador y muchos, muchos estudios de universidades del sur de Estados Unidos, sobre todo Nuevo México y Texas.

¿Cuándo y cómo se topó con la historia de Coronado? ¿Qué le interesó de ella en primer lugar?

En este proceso me di de bruces con el que a partir de entonces se convirtió en uno de mis libros de cabecera: Historia verdadera de la conquista de la Nueva España, de Bernal Díaz del Castillo. Avanzando hombro con hombro con los soldados de Cortés, en uno de los muchos relatos prodigiosos de Bernal, me encontré con la historia de la expedición de Francisco Vázquez de Coronado en 1540, que desconocía. Me llamó la atención que la mayor expedición de las más de 130 que se habían lanzado en las Indias del Nuevo Mundo —y hablamos de dos mil personas— apenas era conocida en España. Y con más pecado si tenemos en cuenta las extraordinarias hazañas que habían cumplido: el cruce de desiertos pavorosos, el descubrimiento del Cañón del Colorado, la caza de las grandes manadas de bisontes, los dos años y medio de guerra y alianzas con todo tipo de tribus… Asimismo, me sorprendió que en su momento se considerase un fracaso, en el que se perdieron vidas y haciendas. Estas paradojas fui resolviéndolas a medida que avanzaba en la investigación.

Escoge a un monje, fray Tomás de Urquiza, como narrador. Intuyo un posible porqué: hace a través de él reflexiones muy interesantes sobre la religiosidad que llegan a parecer una novela dentro de la novela y que quizás no tendrían sentido en un libro sobre Coronado contado por otra persona. ¿Yerro el tiro?

No andas descaminado. Tenía claras algunas cosas antes de escribir: quería que el formato fuera similar a una crónica de Indias, y quería contar no solo los hechos de la expedición, sino una época, todo el mundo en que se desarrollaba. Para ello creé un personaje, fray Tomás de Urquiza: un fraile menor franciscano, antiguo ministro del Santo Oficio, que ha sido educado en Salamanca y tiene por ello un criterio, una capacidad para crear panópticos en su cabeza, que me venía al dedo para contar lo que quería y como quería. Además, quería hacerla una voz reconocible para el lector contemporáneo, ya que si parte de su mente es escolástica medieval, la otra mitad es humanista, y sus opiniones, ciertas ideas, son hoy perfectamente comprensibles, a pesar de que la posmodernidad haya provocado un incendio cultural. Evidentemente, a través del personaje también expreso algunas de mis opiniones, porque todo autor, aunque no sea totalmente visible a través de sus criaturas, sí se muestra a trazos. Es inevitable.

El libro también trasluce una sensación de frontera no sólo geográfica, sino temporal: el paso del mundo medieval al moderno. Las gestas españolas en el Nuevo Mundo ya son modernas; impulsoras de un capitalismo y un imperialismo incipientes. Sin embargo, lo que mueve a sus hombres es medieval. Hay un pasaje espléndido que lo expresa bien y en el que habla de una novela «que hablaba de ciudades fabulosas en medio de las llanuras, que se mezcló con una leyenda traída de España, en la que unos obispos huidos durante la invasión musulmana habrían cruzado el mar para fundar siete ciudades en un fabuloso reino llamado Antilia, que se juntó con los rumores mexicas sobre pueblos dorados más allá de la frontera, que se tejió con el éxito de Cortés, que se enredó con las noticias de la existencia del Perú, que se entreveró con los castillos refulgentes de amadís, que se intrincó con los relatos de Marco Polo y el Gran Khan, que se lio con las maravillas del reino etiópico del Preste Juan, que habitaba en un palacio de carbunclos, ébano, oro, marfil, zafiros, esmeraldas y amatista, y donde no existía la maldad ni la mentira y se podía vivir quinientos años, que se embrolló con la creencia de que en el Gran Norte estaba la periferia de Asia, de China, de la India, repletos de riquezas y hombres que darían inmensas encomiendas e inacabables tributos, provocando una conmoción en la Nueva España como hacía mucho que no se recordaba».

Desde mi punto de vista, es una de las partes más atractivas de la historia. Por un lado, la conquista de América puso las bases para el nacimiento del capitalismo moderno, ya que mediante las nuevas riquezas comenzaron a crearse los usos e instituciones que hoy son habituales. Por otro lado, esa ansia de oro y plata se mezclaba en la cabeza de los conquistadores con todo tipo de mitos, ambiciones, deseos, medias mentiras y medias verdades, un combustible potentísimo capaz de elevar cohetes de gran tonelaje, como efectivamente hizo. En ocasiones, la realidad y la ficción eran difíciles de separar en su cabeza, y lo curioso es que la literatura cumplía el papel que en su momento tuvo el cine y hoy las series, en concreto los libros de caballería, que suministraba un continuo flujo de quimeras e ilusiones que servían de acicate, libros que en muchos casos estaban escritos por autores que no habían salido de su pueblo, léase Amadís, y su creador, un señor de Medina del Campo. El mismo Bernal Díaz del Castillo no puede evitar comentar ante la vista de Tenochtitlan que es una ciudad igual a las que aparecen en el Amadís, tal era su potencia. Y si había aparecido Tenochtitlan, por qué no las amazonas, y los dragones, y los castillos de esmeraldas…

Refleja también la decepción que acomete a aquellos hombres cuando la realidad les arruina esas fantasías medievales. Cuenta fray Tomás que «con cada paso íbamos apartando los dragones, las arpías y las sirenas que ocupaban las zonas no cartografiadas sustituyéndolos por criaturas más prosaicas, manadas de venados acosados por lobos, iguanas arrugadas, ladinos ocelotes».

Y aún así, el ambiente seguía siendo nebuloso, hasta muy avanzado el siglo XVIII se continuaban buscando El Dorado. Las verdades, los malentendidos, el autoengaño persistía, a pesar de las evidencias científicas. Esto confirma que no dejamos de ser animales míticos, por mucho que usemos un iPhone.

Hay un cierto regodeo por tu parte en la suciedad de la época; a la suciedad en sentido literal me refiero, reflejar la cual hace más veraz el relato. Con demasiada frecuencia se encuentra uno novelas históricas en las que los comportamientos son flagrantemente modernos. ¿Tienes la sensación de haber escrito una novela completamente veraz en general, resultante de cuidar esos aspectos, o sabes o intuyes o temes haber sido anacrónico en alguna cosa concreta?

La documentación está muy cuidada, y la intención era hacer una crónica de Indias, pero adaptando el lenguaje de orfebre del siglo XVI al siglo XXI, sin que perdiese el aroma antiguo. Creo que era necesario para evitar historicismos que chirriasen continuamente: me refiero a que no basta con decir continuamente vos para que la novela reproduzca una época. Se trata no de recrearla exactamente, sino de lograr transmitir el espíritu, un poco como el papel de Banderas imitando a Almodóvar: no se parece, pero logra ser él. Pero no solo era el lenguaje; también se trataba de la psicología de los personajes: hay caracteres y comportamientos que en 2020 son difícilmente explicables o comprensibles, pero hay otros perfectamente reconocibles, porque la gente se enamora igual hoy que hace cuatrocientos años, o como esa escena en que un soldado está preocupado porque se le cae el pelo y así será más complicado ligar. Hay que buscar un punto medio.

Cualquier visita actual a una librería revela que el Imperio español vende; que es una época que concita en este momento, tanto ensayística como literariamente, un enorme interés. ¿A qué crees que se debe? ¿Escribiste Coronado, en alguna medida, atendiendo a él; a satisfacerlo?

Bueno, son lapsos y modas: hace años estaban los vampiros o los zombis, y ahora lo que pita es el feminismo. Creo que responde a ciertas inquietudes de la sociedad. Puede que en este momento la incertidumbre en general nos haga echar la vista atrás y buscar momentos en que España tuvo cierta preeminencia, cierta capacidad para influir en el mundo, cierta vitalidad para perseguir utopías, y aunque no se lograsen, en el camino se conseguían otras cosas, algunas formidables y otras no tanto. Es una especie de motivación, referencia o consuelo. Respecto a si yo tenía eso en mente cuando empecé a escribir, me temo que no: ha sido una afortunada coincidencia, porque este proyecto comenzó hace tres años, y el interés todavía no se había desatado a estos niveles.

La historia de Coronado, que descubre el Cañón del Colorado y otros parajes, con frecuentes encuentros violentos con los indios, da pie a una suerte de hispanización de la mitología cinematográfica del Far West. Tú mismo pareces buscarla en algún momento de la narración, donde hablas de «la frontera del imperio, un lugar donde las reglas propias no servían y las ajenas se diluían para ser sustituidas por relaciones articuladas en el conflicto o la negociación», lo que recuerda mucho a aquel mundo de las películas del Oeste. ¿Fue algo consciente?

Claro. Yo soy un fan del western, tanto de las películas como de las novelas. Ford o Howard Hawks, el fantástico Sam Peckinpah y su Pat Garret y Billy the Kid, el prodigioso Sergio Leone de Giú la testa o el Walter Hill de Wild Bild. Una de mis pelis preferidas es Dos hombres y un destino, de George Roy Hill, y Búfalo Bill y los indios de Robert Altman, no le va a la zaga. No olvidemos el crepuscular The misfits, de John Houston, ni la sonrisa inquietante de Burt Lancaster en Veracruz. En España me gustó mucho Blackthorn de Mateo Gil. Hace nada todavía vi una buenísima, Incidente en Ox-Bow, de William Wellman. Y al gran Christian Bale habría que darle otro Oscar por Hostiles.

En novelas, hay verdaderas catedrales, como la de Oakley Hall, Warlock, o la majestuosa Meridiano de sangre, de Cormac McCarthy. Y no nos olvidemos de los cuentos de O. Henry; El hijo, de Philip Meyer; la tremenda Bajo cielos inmensos, de A. B. Guthrie; Centauros del desierto, de Alan Le May, que es mucho más dura que la peli; El virginiano, de Owen Wister; Zebulon de Rudolph Wurlitzer, por supuesto Donald Ray Pollock… Es un imaginario que está ahí, y si alimenta mi obra en general, imagina esta novela, que transcurre por los mismos escenarios de los clásicos: la Jornada del Muerto, las grandes praderas, los bisontes, el cañón del Colorado, los apaches querechos y los indios wichitas, llamados quiviras…

Tu estilo es preciosista, muy cuidado, y consigues un equilibrio admirable entre la total legibilidad para un lector contemporáneo y un aroma o regusto a la prosodia característica de las crónicas. ¿Te costó mucho trabajo lograr ese equilibro, o de tanto leer aquellos textos al final a uno se le pega inevitablemente su estilo, y aquello sale fácil?

Al principio sí costó trabajo, pero a base de leer crónicas, poco a poco va imbricándose en tu manera de contar, y logras que salga de una manera natural.

Percibo en Coronado que su interés por América no es sólo histórico, sino también, vamos a decir, geográfico. «En esta tierra —escribe— todo se enreda, se confunde, se intrinca: la sangre, los odios, las pasiones, la astucia, la codicia, el fatalismo, la ignorancia, el temor, los prodigios…, nunca sabes dónde acaba algo, dónde comienza lo siguiente». Y a mí me hizo recordar eso que a veces se dice del realismo mágico de que tan mágico no es en realidad en un continente donde verdaderamente suceden cosas que en otros lares resultarían prodigiosas. Alguna vez leí que hay un lugar de la selva venezolana donde a veces llueven serpientes debido a que las agarra cierto tornado y las suelta varios kilómetros más allá. ¿Es así? ¿Te interesa América como espacio de lo prodigioso?

Toda la realidad es prodigiosa, basta con observar con atención. No solo América, cualquier lugar del mundo. Lo maravilloso depende, en muchos casos, de tus filtros culturales. Lo que a mí me parece milagroso, para otros es el pan de cada día. Recuerdo la primera vez que fui a Buenos Aires: mientras íbamos por la autopista, nos adelantó una camioneta con la caja abierta y llevaba cientos de bolsas de hielo, al descubierto. Ese día debía de hacer unos treinta grados. Eso sería impensable en Madrid o Asturias, pero allí, ya ves… O si te vas a Filipinas, estuve presente en una misa católica al aire libre donde había muchísima gente y un gran porcentaje eran travestis, que no paraban de santiguarse. Y todo así.

¿Cómo has asistido a la reciente polémica entre María Elvira Roca Barea y Arturo Pérez-Reverte en torno a las tesis de la primera sobre la leyenda negra antiespañola? ¿Crees que también existe, existiendo la otra, una leyenda rosa no menos mendaz sobre el desempeño español en América? Tú escribes, y no sé si apunta a ello, en la primera página del libro, a través de tu narrador, que «la memoria es un arquitecto constante, que se hace y se rehace, un puro cuento que se cuenta a sí mismo, múltiple y deslizante», y que suele estar  «invadida por los falsos recuerdos, por la imaginación y el ensueño», y cae a veces «en la tentación de hacer una mentira de nuestra verdad».

Francamente, no he leído ni el libro de Roca Barea ni la respuesta de Reverte. Supongo que la polémica les ayudará a vender más, que no está mal. Lo único que tengo claro es que durante mucho tiempo las grandes epopeyas españolas se han minusvalorado, y sin llegar a esa leyenda rosa que me comentas, lo que es necesario es justipreciar las cosas. Si un imperio como el español duró trescientos años, es que algo haría bien, porque ya decía Edward Gibbon refiriéndose a los romanos que los imperios se crean con la espada, pero no se mantienen por ella. No hay que negar los estropicios, pero tampoco que fuimos los primeros desde Alaska hasta Australia, y eso, en una época como la actual, donde parece que no tenemos cosas en común, no es poca cosa. El orgullo por un pasado bien entendido no creo que sea malo. Si los gringos llegaron a la Luna, nosotros dimos la vuelta al mundo. Creo que era más difícil lo segundo, vistas las circunstancias.

Lo hispano parece cobrar auge en Estados Unidos, y genera ya algunas tensiones que explican en parte el ascenso de Trump, manifestadas por ejemplo en la polémica que generó hace unos años una propuesta de oficializar junto con la inglesa una letra en español para el himno nacional. ¿Qué recorrido le ves a una suerte de hispanización o de desencialización en torno a lo WASP (White Anglo-Saxon Protestant) de Estados Unidos?

Será inevitable: hay 60 millones de hispanos en Estados Unidos, en una población de 327 millones. En Nueva York te puedes desenvolver sin saber inglés, ya no te hablo de California o Miami. Ahora hay hispanos hasta en los estados más peregrinos. Es un proceso natural, insoslayable, en realidad una vuelta a las raíces. Los colonos anglosajones borraron una presencia hispana de siglos en su continente porque tenían que crear un imperio, y esa narrativa no casaba con sus objetivos. Ahora las circunstancias son otras, y tendrán que adaptarse, como lo han hecho siempre. Estados Unidos es una tierra de aluvión, y si son listos —que lo son—, aprovecharán toda esa energía para apuntalar el país. Una esencialidad WASP tiene el mismo futuro que una familia en la que sus miembros solo se casen entre ellos. Es ley de vida.


Coronado
Ignacio del Valle
Edhasa, 2019
480 páginas
20,90€


Pablo Batalla Cueto (Gijón, 1987) es licenciado en historia y máster en gestión del patrimonio histórico-artístico por la Universidad de Salamanca, pero ha venido desempeñándose como periodista y corrector de estilo. Ha sido o es colaborador de los periódicos y revistas Asturias24La Voz de AsturiasAtlántica XXIINevilleCrítica.cl y La Soga; dirige desde 2013 A Quemarropa, periódico oficial de la Semana Negra de Gijón, y desde 2018 es coordinador de EL CUADERNO. En 2017 publicó su primer libro, Si cantara el gallo rojo: biografía social de Jesús Montes Estrada, ‘Churruca’, y en 2019 el segundo: La virtud en la montaña: vindicación de un alpinismo lento, ilustrado y anticapitalista.

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