Un bebé muy rico
/por Francisco Abad Alegría/
Tenía seis meses. Regordete, sonriente a pesar de su corta edad, físicamente perfecto. Hijo esperado y deseado por toda la parentela, empezando por sus padres, ya no demasiado jóvenes. Había pasado rápidamente por el estado larvario de los neonatos y se había convertido en un pequeño ser humano que confortaba con su presencia y respondía a las muestras de cariño y aprecio con gestitos incoordinados de placer y explosiva sonrisa.
Daba gozo estar a su lado y acariciarlo, salvo en el momento de interrupción de lo placentero por la incontrolada ocupación del pañal. Pero eso dura un momento. Luego el alborozo por la nueva criatura seguía llenando (parece mentira que un ser tan pequeño ocupe una casa de tantos metros cuadrados) la vida de sus padres y familiares, impidiendo de paso actividades más productivas que las caricias, sonidos guturales de aprobación, sonrisas y comentarios elogiosos. Era como si en la casa se hubiese instalado un belén viviente perpetuo en plena primavera.
Amigos y familiares solían acudir a la casa y elogiaban la hermosura del pequeño futuro súbdito de majaderos y pagador de impuestos, Unas tías, que habrían fallecido con seguridad si se les hubiese dado una tortilla de perejil en la merienda (dicen que el perejil mata a los loros, pero no puedo corroborar tal afirmación por experiencia propia, porque los loros también me gustan y jamás les daría lo mismo que a unas tías pelmas e insoportables) turbaban la paz familiar con sus graznidos y jubilosas exclamaciones de admiración al ver a su antípoda humana en la cuna, que sonreía correspondiendo a los estereotipados halagos de la alborotada fauna que le rodeaba.
Venían acompañadas de un hijo mayor, con marcado déficit intelectual, insuficiente para trabajar, suficiente para estar en todo lugar en donde pudiese molestar y exigir, porque ya se sabe: ¡Pobrecito, necesita estar acogido, protegido, él no tiene la culpa, etc.! Hablaba el susodicho lo suficiente como para exigir con claridad caprichos, comida, que pusieran la televisión en el programa que le gustaba, a lo que todo el mundo se plegaba (¡pobrecito!) pero el resto del tiempo solo miraba; miraba en silencio con ojos grisáceos, muy abiertos, con la mirada del alcaraván que ha caído en un lío de romero que algún desalmado ha preparado para capturar pajarillos. Observaba continuamente, sin decir palabra, murmurando de vez en cuando alguna palabra en voz baja. Pero era incapaz de conversar (¡pobrecito!) y en todo caso el fruto del intercambio de palabras hubiera sido absurdo: no había nada que comunicar, tampoco por parte de las tías, que hacía siglos que habían dejado en reposo sus escasas neuronas funcionantes, como reserva energética para el momento en que las responsables de la motricidad de la lengua y la deglución (de pastas con café y hasta de flanes naturales) empezasen a renquear.
El gorjeo admirativo del diminuto gallinero iba en aumento, intercalándose alabanzas al bebé con ridículas consideraciones sobre la coyuntura política y económica, la delincuencia callejera y otros temas de similar palpitante actualidad. Mas una expresión destacaba entre todo el pequeño barullo de majaderías verbales: ¡Qué rico está! Y las coristas corroboraban la afirmación: ¡Riquísimo! Pasada media hora de comadreo y exclamaciones, con algunos cariñosos pellizquitos que el bebé agradecía con su habitual sonrisa encantadora, la madre de la criatura creyó llegado el momento de renovar la ventilación del lugar e invitó a las adiposas vociferantes a ver cómo estaba quedando el jardín con los nuevos arriates de surfinias, caléndulas y petunias, sencilla pero estratégicamente dispuestos para dar color a unas superficies antes romas e insulsas.
Salió el pequeño hato de matronas, una viuda, madre del silencioso varón de mirada de alcaraván, y tres solteras (naturalmente, pero muy virtuosas) a contemplar las maravillas que hace una azada de jardín y unas plantas sabiamente situadas. Aunque invitaron al talludo discapacitado a acompañarlas, él prefirió quedarse sentado, al lado de la cuna del bebé, mirándolo continuamente (Me parece que le ha gustado mucho ¡tan rico!, musitaba su madre, alegre viuda de jefe de negociado de Correos). La pequeña tropa se precipitó afuera y no se abstuvo de emitir gorjeos admirativos por el resultado del nuevo porte del jardín, ahora lleno de luz donde antes solo había un pacífico e insulso verde, perfectamente segado, eso sí, casi afeitado. Naturalmente, la contemplación no quedó en el mero comentario, sino que se extendió al descuido de los jardineros municipales, los árboles de los paseos con ramas podridas que amenazaban a los viandantes, los problemas del riego por aspersión y otras zarandajas.
Mientras el tiempo corría con desesperante lentitud, al mismo ritmo que la agilidad mental de la sabia pléyade que arreglaba el mundo y al tiempo alababa los floridos arriates, saltó súbitamente un desgarrador grito infantil dentro de la casa. Todas, alarmadas, se precipitaron adentro, buscando el origen del lacerante grito. Al entrar encontraron al añoso hijo, sobrino o lo que sea, mirando asombrado al bebé, con una ostentosa mancha de sangre en los labios. El niño gritaba convulsamente, moviéndose con desesperación y tenía una piernecita desgarrada por una profunda herida que sangraba. Estaba claro que el impertinente discapacitado que se había quedado sin salir al jardín, le había dado un brutal mordisco en la piernecita y además, el muy bestia, miraba con una expresión por una vez ligeramente sonriente, dentro de lo que cabría esperar de su vacía mirada de alcaraván aturdido. Y al tiempo musitaba: ¡Rico, muy rico! Las alabanzas del escuadrón de tías le habían dado la idea: ¡Qué rico es! Y el exigente parásito había decidido probar, ateniéndose a la literalidad de la expresión, si tal afirmación era veraz. Y, efectivamente, el bebé estaba ¡muy rico!
Francisco Abad Alegría (Pamplona, 1950; pero residente en Zaragoza) es especialista en neurología, neurofisiología y psiquiatría. Se doctoró en medicina por la Universidad de Navarra en 1976 y fue jefe de servicio de Neurofisiología del Hospital Clínico de Zaragoza desde 1977 hasta 2015 y profesor asociado de psicología y medicina del sueño en la Facultad de Medicina de Zaragoza desde 1977 a 2013, así como profesor colaborador del Instituto de Teología de Zaragoza entre los años 1996 y 2015. Paralelamente a su especialidad científica, con dos centenares de artículos y una decena de monografías, ha publicado, además de numerosos artículos periodísticos, los siguientes libros sobre gastronomía: Cocinar en Navarra(con R. Ruiz, 1986), Cocinando a lo silvestre (1988), Nuestras verduras (con R. Ruiz, 1990), Microondas y cocina tradicional (1994), Tradiciones en el fogón(1999), Cus-cus, recetas e historias del alcuzcuz magrebí-andalusí (2000), Migas: un clásico popular de remoto origen árabe (2005), Embutidos y curados del Valle del Ebro (2005), Pimientos, guindillas y pimentón: una sinfonía en rojo (2008), Líneas maestras de la gastronomía y culinaria españolas del siglo XX (2009), Nuevas líneas maestras de la gastronomía y culinaria españolas del siglo XX (2011), La cocina cristiana de España de la A a la Z (2014), Cocina tradicional para jóvenes (2017) y En busca de lo auténtico: raíces de nuestra cocina tradicional (2017).
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