Cum grano salis

Gastronomía tabernaria (1)

Fernando Riquelme inicia, dentro de su columna 'Cum grano salis', una serie de elogios de las tabernas y su gastronomía, pilar y signo identitario, dice, de la gastronomía española. «Transitar por el mundo de los bares de tapas ilustra sobre la salud del acervo de la gastronomía tabernaria», escribe.

Cum grano salis

Gastronomía tabernaria (1)

/por Fernando Riquelme/

Los locales públicos tradicionales donde se bebía vino y, opcionalmente, algo para distraer el estómago han sido de siempre las tabernas. Solían ser lugares de reunión de hombres, especialmente en pueblos y barrios populares, refugio de desocupados, jugadores de mus o de tute, como antiguamente lo fueron las tabernae (popinae) romanas, y de alcohólicos empedernidos popularmente conocidos como difuntos de taberna. La taberna se constituía en referencia casi institucional en el ámbito de pueblos y aldeas y en un servicio imprescindible en los barrios ciudadanos. Nunca han sido las tabernas establecimientos de buena reputación, aunque, en las ciudades, algunas adquirieron notoriedad por atraer gremios de cierta popularidad, como los aficionados taurinos, al igual que hoy día sucede con determinados bares frecuentados por forofos de equipos de fútbol.

La taberna solía tener un vino propio, procedente por lo general de zonas vitivinícolas cercanas. En su día, las tabernas madrileñas se surtían de vino de Valdepeñas. Además del servido en el local, se despachaba vino a granel rellenando las botellas que traían los clientes. El desarrollo económico introdujo en la oferta de las tabernas alternativas al vino, como han sido la cerveza, el vermú, refrescos y otras bebidas, así como una mayor calidad en las tapas y raciones propuestas. No todas las tabernas contaban con cocina. Algunas solo despachaban tapas y aperitivos sin elaborar, embutidos, queso, jamón, aceitunas o incluso hortalizas crudas, como las habas tiernas de la región de Murcia, servidas con su vaina y un puñado de sal o algunas mollas de bacalao salado. La cocina, sin embargo, ha sido el valor añadido de la taberna. El anuncio de tapas de cocina invitaba a disfrutar de las habilidades de cocineros y cocineras en la preparación de platos icónicos de la culinaria local. Y es en este aspecto en el que se puede afirmar que la taberna ha sido el crisol de una verdadera gastronomía que aún perdura en nuestros hábitos de tapeo.

La mayoría de las tabernas se han convertido en bares y el término taberna solo se ha mantenido en algunos establecimientos que no siempre responden al modelo original. Por otra parte, la facilidad de comunicación interterritorial ha difundido ciertas especialidades regionales en todo el conjunto del país, que han colonizado la oferta de tapas en los bares desplazando las tapas de calidad y las honestas de tradición local, que escasean escandalosamente. Además, ha surgido una variante de la cocina de autor, esencialmente inventiva, encarnada en tapas y pinchos que desplazan de la oferta opciones más tradicionales.

La tapa es el nombre genérico que se da actualmente a pequeñas porciones de alimentos que acompañan a las bebidas pero que también define elaboraciones culinarias preparadas para ser consumidas informalmente y, con frecuencia, compartidas entre dos o más personas. Su origen y desarrollo es andaluz pero durante el siglo XX se extendió a toda España. La tapa original es gratuita y mínima pero la tapa-pincho y la tapa-ración se sirven a petición del cliente y tienen un precio.

No obstante, si la taberna ha desaparecido en su formato original, su gastronomía, sabrosa, popular y barata, se mantiene constituyendo un pilar y un signo identitario de la gastronomía española. Transitar por el mundo de los bares de tapas ilustra sobre la salud del acervo de la gastronomía tabernaria.

Los productos de casquería siempre han sido bien recibidos en los fogones tabernarios. Son baratos, nutritivos y la tradición de la cocina popular ha logrado encontrar fórmulas para obtener suculentas tapas de cocina. Las vacas locas y, salvo excepciones, el rechazo de las nuevas generaciones a vísceras y despojos han influido negativamente en la oferta y la demanda de platos basados en la preparación de productos de casquería. No obstante, aquí y allí se pueden encontrar propuestas que van más allá de los icónicos callos, que milagrosamente, quizás gracias a su suculencia y con matices propios de cada lugar o taberna, se mantienen en las pizarras de los bares.

Los callos se elaboran en un alto porcentaje con trozos de dos de los cuatro estómagos de las reses bovinas. El rumen, panza o toalla, suele ser la parte más abundante; tiene una textura rugosa que recuerda a la de una toalla. El panal, bonete o redecilla se caracteriza por su superficie alveolada en forma de panal. A estos cortes se suele añadir algo de pata y morro de ternera y manita de cerdo. La receta de los famosos callos a la madrileña incluye algo de jamón, chorizo y morcilla; la salsa es espesa y gelatinosa con un punto de picante. En Levante a los callos se les llama mondongo, y en Andalucía occidental menudo. La combinación del guiso con garbanzos es frecuente. Posiblemente los callos sean la tapa de cocina por antonomasia, porque allí donde estas se anuncian nunca pueden faltar.

Aunque parezca mentira, dada la general (y universal) aceptación de los callos y su ya antiguo ennoblecimiento por establecimientos de delicatessen como el madrileño Lhardy, hay gente que los rechaza y sustituye por parecidos guisos de pata y morro sin asomo de tripa alguna.

Callos a la madrileña

Madrid ha proclamado durante mucho tiempo su tipismo gastronómico a través de los entresijos y las gallinejas. En la actualidad, salvo en algún local de recalcitrante tradición, estas tripas de cordero fritas están desaparecidas. Las gallinejas fueron en origen tripas de gallina fritas, sustituidas posteriormente por tripas de cordero o cabrito. Los entresijos son, por su parte, trozos del mesenterio de estos animales que envuelven las gallinejas pero que se fríen aparte.

Las tripas de cordero, sin embargo, siguen vigentes en la oferta de tapas y raciones a través de embuchados (Rioja y Navarra), madejas (Aragón) y zarajos (Cuenca), tres versiones de la misma cosa: ovillos de tripas de cordero marinadas, enrolladas alrededor de un trozo de estómago, o de un par de finos sarmientos, troceadas y fritas o pasadas por la plancha.

La sangre, por razones religiosas o por simple rechazo cultural, no goza de estima gastronómica, salvo si está procesada en sabrosas morcillas. Pero hubo un tiempo en que una tapa de sangre frita se agradecía para acompañar un vino tinto. La sangre de matadero, cuajada, troceada en dados y frita con abundante cebolla y enriquecida con piñones y orégano es para algunos un manjar, para otros mejor no se la mencione. En cierto modo, para la gastronomía moderna, podríamos decir que se trata de una deconstrucción de la morcilla avant la lettre.

Muchas tapas de cocina son simplemente guisos caseros de cierta enjundia preparados para servirse como tapas o raciones. El conjunto de hígado, pulmones y corazón de la canal del cordero se conoce con el nombre de asadura o asadurilla. En muchas regiones españolas se prepara troceando las vísceras que se fríen y se guisan con cebolla, vino y otros ingredientes para obtener una sabrosa salsa de acompañamiento ideal para ensopar el pan.

Asadurilla de cordero.

De igual manera se cocinan los riñones o el hígado de ternera o cerdo. Este último también suele prepararse con tomate. Curiosamente, estos productos de casquería, en especial los riñones y el hígado de ternera, son allende nuestras fronteras objeto de recetas singulares en restaurantes de categoría.

También las mollejas, glándula del crecimiento existente únicamente en animales jóvenes, es un producto apreciado en la gastronomía fina. Pero las de cordero han sido y siguen siendo parte de la gastronomía tabernaria. Salteadas con ajo y perejil, y quizás con una guindilla, en un buen aceite de oliva, constituyen una de las estrellas de la panoplia clásica de tapas y raciones.

Y en el cruel despiece del cerdo, del que todo se aprovecha, las orejas se destinan preferentemente a la cocina de bar. Para los taberneros es un buen recurso para ofrecer una tapa de cocina elaborada casi de inmediato, salteando en la plancha los trozos de oreja, previamente cocida, cuya textura mixta de cartílago y piel gelatinosa entretiene las papilas del parroquiano mientras saborea su bebida.

Pero, desde luego, las pizarras de los bares anuncian una oferta gastronómica mucho más amplia de la que seguiremos hablando.


Fernando Riquelme Lidón (Orihuela, 1947) es licenciado en Ciencias Políticas por la Universidad Complutense de Madrid. Ingresó en la Carrera Diplomática en 1974. Ha estado destinado en representaciones diplomáticas y consulares de España en Siria, Argentina, Francia e Italia y ha sido embajador de España en Polonia (1993-1998) y Suiza y Liechtenstein (2007-2010). Como escritor ha publicado Alhábega (2008), obra de ficción que evoca la vida provinciana de la España de mediados del siglo XX; Victoria, Eros y Eolo (2010), novela; La piel asada del bacalao (2010), libro de reflexiones y recuerdos gastronómicos;  28008 Madrid (2012), novela urbana sobre un barrio de Madrid; Delicatessen (2018), ensayo sobre los alimentos considerados exquisiteces; y Viaje a Nápoles (2018), original aproximación a la ciudad de Nápoles.

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