Música y danza

El Niño de Elche en el Auditorio Nacional: esquizofrenia del cante flamenco heterodoxo

«Igual que Tito Flavio Vespasiano destruyó el Templo de Jerusalén y dejó en pie una pequeña porción del muro para recordar a los judíos la derrota de Judea, el Niño de Elche conserva en su Antología la palabra flamenco, una vez que se ha encargado de bombardear los pilares sobre los que descansaba esta música», escribe Miguel Antón Moreno.

El Niño de Elche en el Auditorio Nacional: esquizofrenia del cante flamenco heterodoxo

/por Miguel Antón Moreno/

La voz de Francisco Contretas, el Niño de Elche, fue acogida el pasado sábado en el Auditorio Nacional, donde salió al escenario para desnudarse y vestirse después de traje clásico, en un gesto indecorosamente solemne que daba comienzo al espectáculo de su disco Antología del cante flamenco heterodoxo.

No sabemos si este año habrá Semana Santa, por tener las coronas más virulencia que espinas, pero el prefacio litúrgico que es la Malagueña de El Mellizo, después de La Farruca y la Seguiriya, nos impuso una cautivadora y grata penitencia desde la primera nota del órgano, custodiado finamente por las manos de Alejandro Rojas-Marcos. La Saeta del Mochuelo con la Mariana seguido de Plazoleta de Sevilla en la noche del Jueves Santo nos brindó con sus redobles y su desgarro lo que podría ser la música que acompañara a la Pasión de Cristo. La Semana Santa es pura droga sin cortar, pero el cante del Niño de Elche está cortado con todo tipo de aliños y bálsamos de Fierabrases que ha ido recogiendo por el camino de la flagelación, para cocinar una droga todavía más dura que introdujo a la mayoría del público en el rito iniciático del éxtasis, y que condenó a una parte del auditorio al muro de las lamentaciones. Igual que Tito Flavio Vespasiano destruyó el Templo de Jerusalén y dejó en pie una pequeña porción del muro para recordar a los judíos la derrota de Judea, el Niño de Elche conserva en su Antología la palabra flamenco, una vez que se ha encargado de bombardear los pilares sobre los que descansaba esta música. Quizá por eso, en su particular línea procaz, se desnudaba en el escenario para vestirse de traje después con solemnidad, recordándonos que el pasado pertenece al ámbito de la memoria.

Con los oscuros conjuros de Deep song de Tim Buckley (Lorca) se terminó por ahuyentar a los viejos espíritus ortodoxos, que salieron del Auditorio Nacional indignadísimos ante el aquelarre y la magia negra de la voz del Niño de Elche. A más de uno no le hizo gracia escuchar la incómoda verdad: no eres más que un hombre en las carreteras de la muerte. Y menos si esta verdad dolorosa se repite hasta la saciedad como si fuera un mantra satánico con paisajes del infierno, recursos vocales diamandagalescos y philmintonianos, originando sonidos de death metal. Los indignados se marcharon maldiciendo, soltando improperios y anunciando a voces su raquitismo. «No saben que forman parte del espectáculo», añadía mordazmente el artista, después de la larga y estruendosa ovación del público.

Las guitarras de Raúl Cantizano (flamenca y acústica) fueron grandes irradiantes de la esquizofrenia que padeció el Auditorio Nacional durante el concierto. El denso muro de sonido a base de loop de las Seguiriyas del silogismo contrastaba con la delicadeza con que el arco de un violín acariciaba las seis cuerdas, invocando de nuevo mediante conjuros a Arthur Russell y su World of Eco, una de las grandes influencias veladas de la música del Niño de Elche. Con el Fandango cubista, justo después de la huida de los indignados, descendió del escenario para mezclarse entre las butacas, desde donde hechizó al auditorio con una voz intimista y la ternura de Pepe Marchena: «Cuando canto un fandanguillo/ Al son de mi pasadoble/ Me dan ganas de reír/ Y lloro como un chiquillo/ Acordándome de ti». El creador de la colombiana no podía faltar en una Antología del cante flamenco, por mucho que sea heterodoxo. Este disco es una densa biblioteca que se extiende por la historia del cante y sus ramajes (desde mucho antes de los años setenta), y como toda biblioteca es también un canon. Un canon personal, como lo es siempre, porque aunque estas dos palabras tengan juntas apariencia de oxímoron, un canon de diseño no será universal nunca (no hay más que ver el intento de Harold Bloom, que no estaría mal si se hubiera titulado «Mi canon occidental»). Lejos de tener pretensiones preceptivas, la Antología del cante flamenco heterodoxo reconoce su estatuto fedatario, dando fe de la música de la que ha sido testigo y gracias a la cual ha podido surgir. El álbum (y el concierto) apunta así hacia una tradición que, al mismo tiempo que se toma como referente, se trastoca de tal modo que ya no se puede volver a ella por la misma vía de la reivindicación continuista. Siguiendo la estela metafórica de Thomas Kuhn en La estructura de las revoluciones científicas, podemos afirmar que el Niño de Elche se sitúa a años luz de la constelación que comparten los miembros de la comunidad flamenca. Sus modelos trastocados y los problemas de traducción le hacen pertenecer a otra comunidad lingüística (quizá a la suya propia). Su lenguaje particular le permite escapar victorioso del paradigma, como así lo demostró el sábado en el Auditorio Nacional. Abandonar el paradigma es para el Niño de Elche su gran triunfo, porque el paradigma es circular, tautológico, al ser precisamente aquello que comparten los miembros de una comunidad (la flamenca); y una comunidad no es sino el grupo de personas que comparte el paradigma. La comunidad se alimenta omnímodamente de sí misma, se devora, y tiende por tanto a la descomposición.

El canon particular del Niño de Elche (que es también el de Pedro G. Romero) opera como lo hace la biblioteca de don Quijote, que sufre un donoso y grande escrutinio para permitir el regreso a la tradición caballeresca desde un nuevo prisma. Así, la Antología del cante flamenco heterodoxo que escuchamos el sábado en el Auditorio Nacional, dos años después de que saliera a la luz, condena a la hoguera del olvido a unos, y desfigura con sutileza el rostro a otros, para permitir el regreso a la tradición flamenca desde una visión radicalmente nueva. Para abandonar definitivamente el ámbito de los muertos y dirigir el canto hacia el fugacísimo mundo de los vivos. También como don Quijote, que se vistió de caballero andante en un tiempo en el que los caballeros ya no existían, el Niño de Elche se viste de clásico en un tiempo en el que aquel que lo haga sin el suficiente distanciamiento se convertirá en una caricatura. Por eso su flamenco desfigurado es un espejo que, como el del callejón del Gato, dibuja un reflejo aún más real que la realidad misma. La Caña por pasodoble de Rafael Romero el Gallina quiso poner punto final a la velada del sábado en el Auditorio en un momento en el que, como dijo el músico, empezaba a arreciar el hambre. Pero el bombardeo de Dolores Flores, con el baile de Alicia Acuña, fue la última respuesta a los infinitos vítores de un público entregado. Después de increpar a Dios para saber si desde el cielo había arrojado la bomba, estallaban los últimos aplausos, que eran a la vez epílogo del concierto y preludio de la merecida cena.


Miguel Antón Moreno (Madrid, 1995) es estudiante del doble grado en filosofía e historia, ciencias de la música y tecnología musical en la Universidad Autónoma de Madrid, escritor y músico.

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