O’Connor
En ninguna parte me encuentro tan a gusto como en casa de O’Connor. Cuando llego él siempre está durmiendo. Me sirvo una copa y bebo lentamente mientras leo las noticias. Suelo encontrarlas tan frescas como si el periódico lo hubiera comprado yo.
Él prácticamente no lo lee, pero lo compra a diario para sentirse acompañado.
Luego fumo un rato sus cigarros de cuatro céntimos. Digamos que no están mal esos cigarros. Confidencialmente, no valen nada, pero entretienen y procuran cierta satisfacción metafísica.
Alrededor de las cuatro suelo jugar una partida de ajedrez con el palo de la escoba. Lo pongo frente a mí y le doy una torre de ventaja. Jamás aprovecha este ofrecimiento. Torpe como es, pronto sus líneas se ven inmersas en la más aguda confusión. Es necesario que yo conduzca sus piezas o de lo contrario se muestra incapaz del menor movimiento.
Después de la partida pongo un poco de música, a ser posible jazz. Si la pieza es buena, me dejo llevar. El ritmo del saxofón es incomparable, pero el clarinete posee armonías que harían pecar a un santo. Solo en ese momento dejo de echar de menos la compañía de una mujer.
Aliviado de la gravedad, de la historia, del destino, descreo de los objetos y busco en las suaves ondulaciones del ritmo el sentido de cualquier paradoja.
Cuando O’Connor despierta yo nunca estoy. Me he marchado ya. Esto lo sumerge en reflexiones acerca del sentido de mis visitas. Creo que últimamente ha empezado a escribir un libro sobre esto. Ya me lo imagino husmeando aquí y allá, haciendo conjeturas inverosímiles, preguntas inútiles y, en general, perdiendo el tiempo.
La última batalla
Los ejércitos enfrentados se disponían a afrontar la gran batalla. Los capitanes inmóviles contemplaban el fondo del valle donde se libraría. Una trompeta dio la señal de partida. El sol naciente ardía en los miles de escudos de bronce multiplicando el fulgor
El choque iba a ser terrible porque en ambos bandos dominaba la furia y ninguno era menos poderoso que el otro. Se encaminaron primero con lentitud y luego a una velocidad endiablada. Ya estaban a punto de chocar cuando el estruendo se hizo gigantesco y una miríada de cristales rotos cayó sobre la caballería desbocada.
Fracaso del verso
No hay lugar más exótico que el estuario del rio Macaster. Muchos geógrafos han examinado la zona cayendo en sucesivos éxtasis alucinatorios. Al parecer la distribución de los accidentes geográficos del paisaje es tan perfecta que las mentes académicas de los geógrafos no resisten el ver realizados sus sueños. Muchos quisieron describirlo, pero no hallaron palabras. Pidieron la ayuda de poetas a los que mostraron el estuario para que vieran la maravilla. Pero los poetas, haciendo caso omiso de la geografía, se extasiaron con el crepúsculo, con las nubes pasajeras y doradas, y otras cosas por el estilo, lo que molestaba a los geógrafos, que no veían en ello más que simples meteoros cambiantes y superfluos.
Así nació la enemistad de estas dos cofradías.
En octubre fui invitado por un grupo de poetas para presenciar una puesta de sol que prometía ser magnífica. Sobre una colina, entre acacias, cedros y pinos habían dispuesto una mesa servida con los más sabrosos manjares, para celebrar con un ágape la bella circunstancia. Varias mujeres hermosas contribuían con su presencia a embellecer la reunión. Todos los asistentes eran literatos de reputada valía y sobrados laureles. Constituían, pues, una colección de plumas del más alto verso y todos esperaban impacientes la llegada del ocaso.
Este no se hizo esperar, pero, desgraciadamente, se presentó en prosa.
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