Mirar al retrovisor

La patata y la Cenicienta: comentario sobre el gusto

Joan Santacana escribe sobre la historia del consumo en Europa del celebérrimo tubérculo, que de comida pobre pasó a princesa de nuestra gastronomía.

Mirar al retrovisor

La patata y la Cenicienta: comentario sobre el gusto

/por Joan Santacana Mestre/

La publicación en Ediciones Trea de un libro cuya autoría compartí con la doctora Nayra Llonch sobre El gusto en España ha dado pie a que algunos lectores se interesen por un tema que no es menor: la patata. Nuestro estudio sobre este particular alimento nos condujo por insólitos descubrimientos que compartimos en el mencionado libro. Iniciamos aquí el relato de la historia de este tubérculo en el siglo ilustrado, aun cuando es bien sabido que tuvo un largo preámbulo en los siglos anteriores.

Y es que el siglo XVIII fue tiempo de mudanzas y de cambios en casi todo; también en el campo de la alimentación y la gastronomía, pero no siempre se manifestaron estos cambios en los libros de cocina. Así, recetarios como los de fray Severo de Olot mencionan las limonadas con azúcar y la variedad de platos comunes a lo largo del Setecientos, pero casi no cita ningún producto nuevo. La gente pobre seguía comiendo un pan mucho más malo, denominado pan de soldado, y según Arthur Young (1741-1820), viajero inglés que recorrió parte de España a finales de siglo, la gente comía «mucho bacalao seco». En este sentido, aparentemente poco había cambiado el país. Con todo, existían cambios importantes. Tal vez lo primero que haya que mencionar sea el triunfo del tomate, que ya había aparecido en los menús de la segunda mitad del siglo XVIII. Ciertamente, el tomate era una fruta exótica y no aparece de forma regular en las mesas de la aristocracia: media docena de veces es mencionado por el barón de Maldà (1766-1819) en su famoso diario, en donde describe la vida cotidiana de la Barcelona de su tiempo. Apreciaba y describía con frecuencia los banquetes a los que asistía, y le vemos consumir tomates bajo la forma de salsa, en la olla o en las ensaladas, con sal, aceite y vinagre. También encontramos los huevos revueltos con tomate, que era comida que ya estaba a disposición de las clases populares. Por lo tanto, se puede decir que los tomates comenzaron a disfrutar de un cierto prestigio a finales de siglo, aun cuando no se les reconocían todavía las virtudes gastronómicas que se les atribuyó posteriormente.

Pero el cambio importante en la comida del siglo XVIII fue la patata. Es conocida la historia del botánico Parmentier y su interés por difundir su cultivo. Néstor Luján escribió textos extraordinarios sobre el tema. Durante los siglos XVI y XVII este tubérculo aparece en la literatura, pero no en los libros de cocina. A a mitad del XVIII, en muchos lugares de Europa se empieza a consumir, pero solo en épocas de mucha hambre, cuando también se consumen hierbas. Parece que en Prusia Federico el Grande quiso impulsar el cultivo de patatas, estimulando a plantarlas a los poco entusiasmados campesinos. No sé el grado de veracidad de la anécdota que afirma que el monarca prusiano obligó a poner una guardia en su huerto en el palacio de Sans Souci, en Potsdam, con el fin de que los campesinos comprendieran el valor que el Rey otorgaba a aquella plantación, y que, cuando un día retiró la guardia —como quien se le ha olvidado— lo hizo con la finalidad que le robaran patatas de su huerto y las plantaran en los suyos: el monarca confiaba más en que la prohibición extendería el cultivo que en las órdenes y pragmáticas reales. Yo no sé si la historia es verídica o se trata de una leyenda más atribuida a este popular monarca prusiano, pero en el Museo de Historia de Alemania, en Berlín, hay algún óleo en el que se aprecia al buen rey prusiano conversando en un huerto con aldeanos frente a un cultivo de patatas, que tanto éxito alcanzaron después en la gastronomía germánica.

‘Der König überall’, de Robert Müller (1886).

Con todo, parece que fueron la Revolución francesa y las guerras napoleónicas las causas reales de su difusión por Europa. Durante los años de la Revolución aparece un curioso libro, La cuisine républicaine, publicado en el año III de la Revolución, que incluye cuarenta y tres recetas en las que aparecen las patatas: patatas asadas, con salsa blanca, mayonesa, trinchadas haciendo una pasta con aguardiente y yema de huevo con una fritura posterior, ensaladas con patatas frías, puré de patatas…

En España parece que hay una introducción temprana del consumo de patatas en las islas Canarias, concretamente en Tenerife. Así, aparece en un discurso de José de Betancourt y Castro en un discurso sobre la cría de patatas en las islas en 1779. En Cataluña, en 1772, la Junta de Comercio de Barcelona encargó informes sobre un memorial presentado por un panadero de Girona, Jaume Oliveres, sobre el pan hecho con harina de patatas. En este documento se menciona que en el mercado barcelonés del Born se vendían ya patatas, aunque no se consumían, ya que se consideraban comida de cerdos. Hay noticias de que en Galicia y en Asturias se había introducido algún cultivo, pero sin referencias exactas. En todo caso, su introducción como cultivo generó pleitos con los propietarios de la tierra, los nobles y los eclesiásticos por la cuestión de los diezmos y de las primicias, hacia mediados del siglo. El barón de Maldà las menciona en su diario, a finales de 1801, después de unos meses malos de hambre en la ciudad de Barcelona, diciendo que

la Junta de Auxilios […] ha previsto lo que en el transcurso del tiempo podría suceder al faltar el trigo, como faltaron en la guerra última, en aquel tiempo, para suplir esa falta, se comió pan de habas, y de alguna otra legumbre. Y así siguiendo a un cierto semanario o plan económico y provisional venido de Castilla, ha determinado hacer probar las tan sabidas patatas, de que se valen casi todas las naciones, para hacer pan, con mezcla de trigo, consistente el método en tostarla bien al horno, y después mezclarse la harina con la del trigo. Y ha resultado la prueba en un pan blanco, sabroso y saludable, pues las dichas patatas son muy proporcionadas a la digestión, y temperadas para usar con ellas los más fuertes alimentos. Tal prueba la tengo por muy prudente y acertada.

El texto de 1801 es interesante, ya que nos dice que la idea sale de Castilla, donde ya la gente pobre consumía patatas y, además, eran corrientes en muchos lugares de Europa. Pero no se piensa en las patatas para ser consumidas solas: deben transformarse en harina, y solo porque no hay trigo suficiente. Es decir, se consideran de uso sustitutorio, temporal y de emergencia, porque, como ya hemos dicho, eran comida de animales, de cerdos, en concreto. Por ello, a principios del siglo XIX en Tarragona se daban patatas a los presidiarios que trabajaban de manera forzosa en las obras del puerto de la ciudad. De hecho, en 1815, el barón de Maldà, hablando de los afrancesados —«los caragirats»—, exclama excitado: «Fuera de Barcelona la brivonasa, a comer patatas y hierbas del campo». Por lo tanto, tendremos que esperar unos cuantos años más para ver aparecer las tortillas de patatas, pero la revolución ya había preparado el camino.

Con todo, la guerra de la Independencia fue causa inmediata del consumo masivo de patatas en Cataluña. Pese a que en las cocinas de los ricos y los aristócratas la patata — también denominada trumfa en catalán— no entró hasta más tarde, en la cocina popular encontramos patatas de forma creciente a lo largo del conflicto. Las encontramos, en primer lugar, en las zonas pobres del país, seguramente introducidas como alimento de cerdos, como ya hemos dicho, y a las que el hambre llevara a ser consumidas por los humanos. El barón de Maldà, que huyó de su palacio en la calle barcelonesa del Pi para zafarse de los franceses —sus «malditos gabachos»—, se vio abocado a un continuo peregrinaje que lo llevó a Cervera, Manresa, Igualada, Vic o Berga; y en todas partes se fue encontrando con que se cultivaban las patatas. En este largo exilio pudo palpar el hambre de los pobres, provocada por la larga guerra del Francés. En estos pueblos ocupados, destruidos, las grandes mortandades y el hambre llevaron a la gente, sí, a comer patatas. Ciertamente, como en tantos otros ejemplos, en medio de tanta miseria y desolación las comidas de los ricos eran de una dilapidación sin límites en una cocina casi agresiva, que no empleaba las humildes patatas para nada.

En consecuencia, el siglo ilustrado finalizó, a efectos del gusto, tanto o más pobre respecto que como había empezado, si nos referimos a la mayoría de los súbditos de la monarquía, que eran campesinos y braceros. Ellos seguían como un siglo antes, obligados a sustituir el pan por las despreciadas patatas.

Lo cierto es que las patatas se fueron introduciendo lentamente en el recetario popular español, y las noticias sobre su presencia son frecuentes desde mitad del siglo XIX. Del mezclar patatas con huevos, resulta evidente que originariamente tenía una función: alargar los huevos, de forma que con tres huevos comieran cinco personas. Estas fórmulas suelen crecer en épocas de hambruna o en contextos de miseria. La guerra civil proporcionó más tardeuna excusa para su expansión y la larga y triste posguerra culminó la tarea de transformar la tortilla de patatas en un plato genial, sinónimo hoy de cocina española. Pero no cabe engañarnos: fue fruto de la necesidad. Y con la tortilla hay que colocar las patatas bravas, invento de taberneros madrileños de posguerra que añadieron a las patatas fritas el pimentón picante y, ya en la segunda mitad del siglo, la salsa mahonesa y el tabasco, salsa de distribución comercial desde entonces, como es bien sabido. Y ya que comentamos cocinados con patata, hay una gran variedad de modalidades regionales, como las papas arrugás de Tenerife, cocinadas con mojo verde de cilantro, que obviamente no se pudieron conocer antes de la mitad del siglo XX que estamos comentando.

Así, la historia de las patatas es parecida a la de la Cenicienta: de comida pobre, para pobres pasó a ser princesa de nuestra gastronomía.


Joan Santacana Mestre (Calafell, 1948) es arqueólogo, especialista en museografía y patrimonio y una referencia fundamental en el campo de la museografía didáctica e interactiva. Fue miembro fundador del grupo Historia 13-16 de investigación sobre didáctica de la historia, y su obra científica y divulgativa comprende más de seiscientas publicaciones. Entre sus trabajos como arqueólogo destacan los llevados a cabo en el yacimiento fenicio de Aldovesta y la ciudadela ibérica y el castillo de la Santa Cruz de Calafell. En el campo de la museología, es responsable de numerosos proyectos de intervención a museos, centros de interpretación, conjuntos patrimoniales y yacimientos arqueológicos. Entre ellos destaca el proyecto museológico del Museo de Historia de Cataluña, que fue considerado un ejemplo paradigmático de museología didáctica.

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