Diarios de cuarentena

Notas de Jordi Doce para una cuarentena (16, 17 y 18)

Nuevas páginas del diario de cuarentena de Jordi Doce, atento a «el crujido como de papel de las alas de las palomas. El gajo de naranja que llevan los mirlos por pico. El vuelo a pies juntillas de las urracas. El regreso de los gorriones (les basta con eso, con haber vuelto, para alegrarme el día). Compañeros de tertulia».

Cuaderno del encierro /16, 17 y 18

/por Jordi Doce/

Sábado, 4 de abril. Esta frase del poeta Alejandro Krawietz. Se la leí a principios de año en un grupo de WhatsApp de escritores canarios amigos (soy el único no insular del grupo, y confieso que la distinción me enorgullece tontamente) y no he dejado de tenerla en la cabeza desde entonces: «Mejor no hacer nada que hacer nada».

Hablo por teléfono con mi madre, que está en Gijón, a casi quinientos kilómetros de aquí. Vive sola, pero siempre ha sido una mujer autónoma y con recursos, así que por ese lado estoy tranquilo. Lo que más echa de menos, me dice, es ver el mar. Y eso que el paseo marítimo, el Muro, está exactamente a dos manzanas de distancia. Acostumbrada a pasear junto a la playa todos los días —o, mejor dicho, a dar largas caminatas con paso marcial—, esa presencia tantálica la abruma. Lo comenta con una mezcla de tristeza y de resignación. Tan cerca y tan lejos. Y pienso en los vecinos de su barrio que están en la situación contraria, los que viven frente al mar y lo tienen todos los días ante su vista, subiendo y bajando, cambiando de color según la luz y la hora, respirando con sus maneras de gran cetáceo. ¿Puede alguien cansarse de ver el mar? Alguno habrá, estoy seguro. Y, sin embargo, ese horizonte dilatado es justo lo que nos hace falta en estos momentos. No perder la mirada de largo alcance. No abdicar de la profundidad de campo.

Salgo al balcón a media tarde y me sorprende un murmullo apretado, como de agua que corre entre piedras. Es el viento en los árboles.

Normalidad, sí. Normalidad y buen humor. Paciencia y disciplina. Lo que no impide que algunos amigos confiesen temores e inquietudes, malos sueños, momentos de decaimiento… No siempre podemos impedir que la mente se oville sobre mí misma o se adorne con las espinas de la culpa. Y hace días, pensando en ellos, leyendo sus mensajes de WhatsApp —pensando también en mí mismo—, me vi traduciendo este breve poema del irlandés Derek Mahon (Belfast, 1941). Lleva por título «Everything Is Going to Be All Right» («Todo va a salir bien»), y parece que Mahon lo escribió en un paréntesis de su tratamiento oncológico. El poema —uno de los más accesibles de su autor— tiene ya algunos años, pero estos días, por razones obvias, ha vuelto a cobrar actualidad. Mi versión es solo un tanteo, un primer intento, y quien lea el original inglés sabrá por qué. Me gusta sobre todo esa reiteración obsesiva del cuarto verso, «There will be dying, there will be dying» —un instante de debilidad, tal vez, pero también de aceptación lúcida—, que rápidamente se acalla con un hábil: «pero no hablemos de eso ahora». Y entonces el poema da con su «manantial oculto». Mahon habla del presente, de esto que ocurre ahora, dentro o fuera de nosotros, para acabar diciendo, fuera penas, alegrémonos de ver el sol, qué más da el futuro si el futuro no existe. Son solo doce versos, pero alivian y acompañan como el mejor fármaco:

¿Por qué no va a alegrarme contemplar
las nubes despejándose detrás de la lucerna
y la marea alta reflejada en el techo?
Habrá muerte, habrá muerte,
pero no hablemos de eso ahora.
Los poemas afloran de la mano sin trabas
y el manantial oculto es el corazón atento.
El sol sigue saliendo pese a todo
y relumbran hermosas las ciudades lejanas.
Tumbado aquí, bajo el motín del sol,
veo nacer el día y las nubes perderse.
Todo va a salir bien.

Domingo, 5 de abril. Ayer por la tarde, cuando salí al balcón con la taza de café en la mano y sentí el viento de paso entre los árboles, eran las cuatro y diez.

Una humilde propuesta. Quizá desde ahora haya que matizar aquella frase de Max Aub y decir que uno es, entre otros lugares, de donde ha pasado la cuarentena.

Nos estamos aburguesando. Asomados a la ventana, oyendo el bostezo lento de la tarde de domingo, hemos vivido el paso de cada coche como una pequeña afrenta.

No tendrá velatorio ni despedida pública. No habrá un cortejo de amigos y colegas de vocación que se acerquen a decirle adiós y cantar sus alabanzas (es el precio abusivo que se cobra el virus). A cambio, eso sí, todos sabremos exactamente dónde estábamos cuando murió Aute.

El crujido como de papel de las alas de las palomas. El gajo de naranja que llevan los mirlos por pico. El vuelo a pies juntillas de las urracas. El regreso de los gorriones (les basta con eso, con haber vuelto, para alegrarme el día). Compañeros de tertulia.

Sentado en el balcón, en el alféizar de la ventana, sorprendo alguna mirada furtiva de los paseadores de perros que bajan la cuesta del parque. Una mirada tímida, sí, pero también de reconocimiento. No llegamos a saludarnos, pero por poco. Y luego me doy cuenta de que tal vez piensen que estoy ahí plantado vigilándoles, como un agente más de esa policía de balcón que ha nacido con el estado de alarma. Todo es posible. Así que opto por ponerme literalmente de perfil, haciendo como que miro las copas de los árboles o que sigo el ir y venir de los pájaros. Una tontería, lo sé. Y encima instintiva. Pero hay dudas que conviene despejar como sea.

Descubro a Layla hurgando en el cajón de los gatos. No hace falta ser muy listo para saber lo que está haciendo, pero es que además su masticación furtiva lo confirma. No me queda mas remedio que echarle un buen rapapolvo: ojos feroces y palabras de reproche (es una perra recogida y en su caso el castigo físico no es productivo). Ella sabe que ha hecho mal y camina casi a rastras, con el rabo entre las piernas, rehuyendo mi mirada y buscando el amparo del sofá. A partir de ahí todo va a peor: voy a sacarla y me rehúye, salimos a la calle y se acobarda, la animo a pisar la hierba y se pega a mi pernera, adulona. Un desastre. No hay manera de que se relaje, y solo al final, cuando emprendemos el camino de vuelta, parece olvidar su morriña. Y todo porque se topa con una bandada de palomas a las que puede espantar. De esto saco dos obviedades poco halagüeñas. Primero: que el miedo nos anula y nos vuelve tontos. Y segundo: que el miedo se cura atacando a otros más débiles. Nada nuevo, pues. Pero al menos la perra tuvo conciencia inmediata de su falta y pidió perdón. No se puede decir lo mismo de otros.

Lunes, 6 de abril. Si esto fuera un cuento de ciencia-ficción, un relato a lo Ballard en forma de diario o de cuaderno de campo, estas notas se irían espaciando con el tiempo, adelgazándose hasta convertirse casi en un hilo de voz. El miedo sería un virus en sí mismo y las páginas se poblarían de líneas en blanco o de puntos suspensivos capaces de ahogar el grito de socorro del narrador. Pero nada de esto ha sucedido. La vida cotidiana sigue con normalidad hasta donde es posible y disponemos de suministro eléctrico y conexión wifi. Sale agua caliente de los grifos y los supermercados están bien surtidos. La policía patrulla las calles y los quioscos, al menos en las grandes ciudades, siguen vendiendo la prensa. Para la mayor parte de la población, los que vivimos confinados a la fuerza y no podemos contribuir de manera activa, este fin del mundo es más bien anodino (¡por suerte!), aunque no está libre de perplejidad y de miedo al futuro. Todos hemos tenido miedo al futuro alguna vez, pero ahora la incertidumbre es ley. Hay más tiempo para pensar, los periódicos y noticieros no dejan de bombardearnos con pronósticos de urgencia y todo está en suspenso, como esperando algo que no termina de llegar. Pero la normalidad impera, al menos en la superficie. De hecho, nuestro fin del mundo se parece bastante al que profetizó hace décadas Thomas McGrath en un poema homónimo. Recuerdo, en concreto, que su breve y personal versión del apocalipsis no traía «la cólera que escinde rocas» ni «el terrible fuego proverbial», sino únicamente «un tintinear de copas» y «risas en el edificio vecino»; no nos hacía oír «el trueno mudo, el largo colapso del cielo», sino «un solo suspiro melancólico / de mi vecino, que bebía cerveza en la oscuridad, sentado en el porche» (una posible versión española de esta escena tendría que incluir, en nuestro caso al menos, las gárgaras matinales y la cinta de correr de los vecinos del tercero B, pero ese es otro asunto). El poeta concluía entonces que «el Apocalipsis era nunca/ y era siempre», es decir: «esta noche en una pobre calle donde una risa alegre, irreverente,/ pospone el fin del mundo: donde vivimos siempre». Como cualquier artista, McGrath tenía una conciencia intensísima de la fragilidad de la vida y sabía que nuestras casas, nuestros hogares, se levantan en un mundo que una y otra vez aplaza su final. O, por decirlo más brevemente: vivimos sobre arenas movedizas. Lo sabía también el primer Eliot, cuando escribía que «en un minuto hay tiempo / para decisiones y revisiones que un minuto refuta». En realidad, cualquiera que haya vivido con los ojos abiertos o haya tenido algún revés importante en la vida es consciente de ello… o debería serlo. Pero vivir es también un largo y minucioso ejercicio de olvido; enterrar miedo y dolor y malos recuerdos bajo capas de rutina y de costumbres narcóticas. Ahora esta nueva rutina de interior abre un tajo en ese lienzo y todo se complica y enrarece. Sopla una corriente de aire. Podemos asomarnos al otro lado y perseverar en la extrañeza, como Alicia, o bien seguir corriendo como mi vecino en su cinta: a ningún sitio.

Escribí antes que «todo está en suspenso, como esperando algo que no termina de llegar». La frase huele a Beckett, pero la imagen que me vino a la mente fue más bien de dibujos animados o de película de artes marciales: ese instante en que el héroe se levanta en el aire para dar una patada y la cámara se ralentiza o se detiene (en las versiones más recientes incluso gira a su alrededor y se recrea en la plasticidad del cuerpo, de su postura) antes de acelerarse bruscamente y meternos de hoz y coz —nunca mejor dicho— en el combate. Lo mismo ahora: todo está en el aire, girando a cámara lenta, mostrándose desde varios ángulos, pero empiezo a temer el momento en que caiga con súbita ferocidad al suelo.

El poeta Orlando González Esteva me envía desde Miami un célebre haiku de Bashō al que es muy aficionado (recuerdo cuánto lo citaba hace años). En su versión, claro, por una vez más rica en aliteraciones que en asonancias:

Aun en Kioto
si oigo al cuco cantar,
añoro Kioto.

Y añade: «El cuco es el pájaro nacional de Japón, como quizás sepas. ¿Tiene España el suyo? ¿Cantor?». No, España no tiene un pájaro nacional, y mucho menos cantor (lo acabo de comprobar en la red). Me avergüenza un poco reconocerlo, la verdad. Lo que no impide que hasta en Madrid, si oigo cantar al mirlo, añore Madrid.


Jordi Doce (Gijón, 1967) es poeta, crítico y traductor. Sus libros más recientes son La puerta verde. Lecturas de poesía angloamericana (Saltadera, 2019) y la antología En la rueda de las apariciones: poemas 1990-2019 (Ars Poética, 2020). Coordina la colección de poesía de la editorial Galaxia Gutenberg.

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