Mirar al retrovisor

Terror, pólvora y sangre en la Barcelona de 1936

En «Diario de un pistolero anarquista», el documentalista Miquel Mir rescata las memorias de José Serra, un pistolero de la FAI, que acreditarían, de ser ciertas, lo programado, organizado y jerarquizado de la violencia revolucionaria en la Barcelona de la guerra civil. Joan Santacana comenta la obra recordando algunas historias que le contaba su tía.

/ Mirar al retrovisor / Joan Santacana Mestre /

Yo tenía una tía por parte de madre que vivió ciento dos años. Era una mujer alta, rubia, con buena planta. Alguna vez me contó su experiencia como mujer joven durante la guerra civil en Barcelona: en 1936, tenía veintitrés años. Su relato de lo ocurrido en julio de aquel año se crispaba cuando recordaba el aspecto que ofrecía su calle cuando liberaron los presos de la Cárcel Modelo, y el pavor que le asaltaba cuando tenía que atravesar los controles establecidos cerca de su casa, en el Ensanche barcelonés. Yo siempre creí exageradas aquellas historias, pero, con el tiempo, descubrí testimonios que tambalearon aquella convicción,

Es posible que yo nunca sepa si es totalmente cierto lo que les voy a contar. Se trata de una historia de violencia, asesinatos, saqueos y sadismo. Fue publicada con el título de Diario de un pistolero anarquista por el documentalista y archivero Miquel Mir. Cuenta la historia del hallazgo, casi en circunstancias fortuitas, del diario de un presunto pistolero de la FAI, de nombre José, pero cuya identidad no se revela, aun cuando hoy sabemos que se llamaba José Serra. El diario —58 páginas, tapas negras— procede de los descendientes de José, londinenses, a los que nuestro documentalista visitó guiado por la información del compañero del pistolero mencionado, también sin identificar, pero que respondía al nombre de Mauricio. El diario fue guardado por sus nietos junto con otros recuerdos suyos en Londres y narra cómo se forjó el alma de un pistolero de la FAI. Fue en la cruel guerra marroquí, en donde José pudo vivir el horror de la guerra colonial. Cuando, después del servicio militar, regresó a Barcelona, la ciudad en donde ejerció su oficio, no tardó en afiliarse a la Confederación Nacional del Trabajo (CNT). Allí —cuenta en el diario— aprendió «a tomar conciencia de la manera de vivir el anarquismo y llevarlo a la práctica en el día a día». Aprendió también mecánica de coches. Y en las calles de Barcelona, en medio de las luchas entre pistoleros de la patronal y de los sindicatos, «poco a poco fui formando parte —relata— de aquella ciudad clandestina participando en estos pequeños grupos de anarquistas partidarios de pelear o matar patrones, capataces o cualquier pez gordo de la policía, políticos o militares». Ingresó en uno de los grupos violentos de la FAI: «un grupo de partidarios de la acción directa» decididos a hacer correr a la par la pólvora y la sangre. Detenido y torturado durante la dictadura de Primo de Rivera, cuando la dictadura cayó y se proclamó la República, era un hombre avezado en la violencia y la clandestinidad, capaz de manejar con soltura todo tipo de armas.

Cuando, en julio de 1936, se produjo el levantamiento militar y estalló la revolución en Barcelona, nuestro hombre tenía asignada la tarea de transportista a cargo de la FAI y orden de entrar en las iglesias y saquear en ellas todo lo que tuviera valor, a fin de transportarlo a lugares previamente convenidos en el barrio de Poble Nou. Obediente, durante aquellos días en que en la ciudad no hubo ley, se dedicó al atraco indiscriminado de edificios religiosos, quedándose, él y su colega de saqueos, con parte del producto de las rapiñas. De aquellas primeras jornadas dice que «quedamos agotados y cansados de cargar y descargar piezas del camión». Más tarde, terminada la tarea en iglesias y conventos, se continuó con las casas de la burguesía, en los barrios altos de la ciudad, que ofrecían la posibilidad de hacerse con plata, oro y joyas. A partir del mes de agosto de aquel año, la extorsión y el saqueo se sistematizaron y especializaron.  José relata cómo se dividió la ciudad en sectores y se formó toda una estructura orgánica de saqueadores. «La mayoría de las casas de ricos y sus fábricas —cuenta— fueron requisadas o colectivizadas».

Serra describe a los cabecillas de los Servicios de Investigación de la FAI, y, singularmente, a un inválido «que tenía un carácter duro y violento», llamado Manuel Escorza del Val. Todas las patrullas de control estaban a sus órdenes. Las acciones más violentas «se hacían siempre durante la noche, de forma clandestina […] nos desplazábamos en las casas donde había que hacer el registro, nos llevábamos al sospechoso al camión y cuando estábamos en un descampado de las afueras de Barcelona, les metíamos un tiro y los dejábamos en las cunetas de las carreteras y caminos». Sin un ápice de humanidad, nos cuenta también cómo «uno de estos detenidos, antes de morir, dijo que no sabía por qué le matábamos. Pero le hicimos callar, porque nuestro trabajo era matar, y el suyo morir». El autor de estas memorias sangrientas nos ofrece incluso detalles concretos de en qué calles y números de éstas se radicaban los centros de tortura. Así, explica con cierto detenimiento cómo participó en el asesinato de 46 religiosos maristas cerca del cementerio de Montcada. La existencia de equipos que actuaban sin el menor escrúpulo se pone en evidencia cuando se conoce que alguna madre, esposa o hija de detenido acudía a los despachos y era engañada, expoliada e incluso violada, con la falsa promesa de entregarle a su ser querido.

En fin, nuestro hombre, con lo acumulado, pudo salir del país con pasaporte legal, expedido por sus camaradas. Antes, había transferido la parte más sustanciosa del botín a Londres; concretamente a Steve, un amigo de las Brigadas Internacionales. Una vez en la capital británica, «gracias a vender estas piezas en Inglaterra, tenía bastante dinero —recuerda— para comprar el piso de Lilianne —su compañera británica— y vivir sin problemas, aunque trabajaba con Steve en su taller mecánico». Si hay que creerle, murió sin remordimientos: «Nunca pierdo la esperanza de poder volver algún día a España, en la masía donde nací», escribe tan solo. Probablemente estuviera orgulloso de sus hazañas.

Lo más revelador de esta historia es cómo ilustra que la violencia revolucionaria de la Barcelona del treinta y seis no tuvo nada de espontánea. Por el contrario, estuvo programada, organizada y jerarquizada. No fue obra de incontrolados, aunque, cuando yo comenté la existencia de este manuscrito a algunos colegas investigadores de este período, su respuesta fue que «probablemente era falso». No sé si lo era. Pero mucho me temo que es auténtico, y que el miedo de mi tía, joven y rubia, en la Barcelona de 1936 no era en absoluto infundado.


Joan Santacana Mestre (Calafell, 1948) es arqueólogo, especialista en museografía y patrimonio y una referencia fundamental en el campo de la museografía didáctica e interactiva. Fue miembro fundador del grupo Historia 13-16 de investigación sobre didáctica de la historia, y su obra científica y divulgativa comprende más de seiscientas publicaciones. Entre sus trabajos como arqueólogo destacan los llevados a cabo en el yacimiento fenicio de Aldovesta y la ciudadela ibérica y el castillo de la Santa Cruz de Calafell. En el campo de la museología, es responsable de numerosos proyectos de intervención a museos, centros de interpretación, conjuntos patrimoniales y yacimientos arqueológicos. Entre ellos destaca el proyecto museológico del Museo de Historia de Cataluña, que fue considerado un ejemplo paradigmático de museología didáctica.

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