Creación

Breviario de falsedades (10)

Doce microrrelatos de José Manuel Vilabella sobre el aprendizaje, la añoranza, la huida, el regreso, el despiste, el olvido, el terror, el silencio, la desconfianza, el arrepentimiento, una propuesta y la inspiración.

/ por José Manuel Vilabella /

[APRENDIZAJE] Carlos I le pidió a su hijo que no llorase más y ordenó que se llevasen el cuerpo sin vida de aquel juguete roto. Después de una breve reflexión y de consultarlo con su valido de turno, consideró que había llegado el momento de explicarle a su hijo el mecanismo de los bufones y de enseñarle cómo retorcerlos, descoyuntarlos, mutilarlos y romperlos; cómo comportarse ante sus burlas y despropósitos y las sabias enseñanzas que el príncipe obtiene de la desvergüenza de los tontos. Y no quiso decirle que el asesinato es una de las bellas artes que se aprende con la práctica y que los reyes precisan de la crueldad para gobernar porque el pequeño príncipe, que con los años se llamaría Felipe II, lloraba con desconsuelo la muerte violenta de su amiguito y se miraba, con horror, las manos manchadas de sangre que sostenían, todavía, la pequeña daga.

[AÑORANZA] Giró hacia la izquierda sin poner el intermitente y chocó frontalmente con el pequeño coche azul. En pocos segundos se organizó un gran revuelo a su alrededor. La culpa había sido suya y estaba dispuesto a reconocerlo con toda honradez, aunque los malos modales, los chillidos e insultos de la mujer de los pelos alborotados estuvo a punto de hacerle desistir de sus buenos propósitos. Afortunadamente nadie había resultado herido y los daños eran mínimos, el automóvil de la mujer vociferante tenía una rozadura apenas perceptible. Ella, no obstante, le llamó de todo: mequetrefe, fantoche, pelele, borracho. Y cuando iba a abofetearlo la reconoció. Era Matilde, su primer amor, aquella chica del barrio algo sosita y tímida a la que abandonó hacía cuarenta años porque nunca tenía nada que decir y a la que había añorado con un dolor dulce todos los días de su vida.

[HUIDA] Cada dos o tres meses sacaba del compartimento secreto de su armario el traje ajado y la gabardina raída y después de una laboriosa transformación se miraba al espejo y no lograba reconocerse. Recorría a buen paso el laberinto y a los pocos minutos estaba en el centro de la ciudad, por la salida secreta que solo conocían media docena de personas. Le gustaba pasear y disfrutar del anonimato. Bebía una copa de vino en cualquier taberna, iba al cine, se sentaba en una terraza y observaba el ir y venir de la gente, el amor de los jóvenes, el andar tedioso de algunas parejas, y analizaba, con curiosidad y espanto, el patetismo de algunos rostros que no podían disimular el sufrimiento. A la caída de la tarde cogía el autobús 23, que siempre iba atestado y olía a sudor reconcentrado, y se bajaba al final del trayecto, cuando solo quedaban en el autobús el conductor y él. Y justamente enfrente de la parada estaba la iglesia de San Félix, y en el confesionario el cura viejecito y bondadoso que escuchaba con paciencia su retahíla de faltas, la larga relación de sus pecados. El cura le amonestaba por su soberbia, le decía que el orgullo es el peor consejero y que nunca, bajo ningún concepto, hay que dejar volar la fantasía y dejarse llevar por la desmesura. Le ordenaba que rezase un padrenuestro y le absolvía de todos sus pecados y él se levantaba contento y besaba las manos del anciano sacerdote que le reprendía y le echaba con cajas destempladas: «Anda, anda; marcha tranquilo y no tengas tanta soberbia y aires de grandeza; aprende de Jesús y de su santa madre y, coño, se sencillo y bueno y no seas retorcido; peca como Dios manda, hombre; peca sí no puedes evitarlo, pero con sencillez, como todo el mundo». El viejo cura le veía marchar exultante y sabía que no aparecería por allí hasta dos meses después y sentía una conmiseración especial, un cariño profundo y una piedad infinita por aquel feligrés suyo, por aquel argentino que se creía el Papa y decía llevar sobre sus espaldas el peso de la Iglesia y en sus indignas manos el báculo de San Pedro.

[REGRESO] Sonó el timbre con insistencia y a ella le dio un vuelco el corazón y como pudo se dirigió a la puerta; le faltaba una pierna, no veía por el ojo derecho, padecía desde hacía muchos años una parálisis facial y era algo dura de oído, pero reconoció en la forma de pulsar el timbre, aquel no sé qué que tenía Faustino cuando regresaba a casa después del trabajo. Todos sus esfuerzos resultaron inútiles; se cayó muerta en el recibidor sin saber si al otro lado de la puerta, en el descansillo, esperaba, con un ramo de flores en la mano y un gesto contrito, el padre de sus cinco hijos, el vivalavirgen que se había ido hacía sesenta años a comprar tabaco a la República Argentina y del que nunca, jamás, había vuelto a tener noticias.

[DESPISTE] Sonrieron y después de un momento de duda se saludaron con un fuerte apretón de manos: «Sé que te conozco, pero ahora no caigo», dijo ella con un poco de timidez, y después para no parecer descortés musitó: «perdona…», y dejó que los puntos suspensivos se echasen a rodar calle abajo. Él se ruborizó un poco cuando dijo: «A mí me ocurre lo mismo; tu cara me es muy familiar pero no consigo recordar de qué». Entraron en un café cercano y ante dos botellas de agua mineral hicieron un repaso a sus vidas para saber exactamente en qué momento habían coincidido. Hablaron de los años de universidad, de los viajes que habían hecho, de las gentes que habían conocido, de los veraneos. Y no consiguieron recordar cuando había reído juntos por primera vez. Quedaron para el día siguiente y les ocurrió lo mismo, un fracaso total, excepto que a los dos les gustaba Cela, García Márquez y Vargas Llosa. Siguieron saliendo juntos para recordar y al mes se hicieron novios, un año después se casaron y fueron felices durante toda su vida y cundo eran unos ancianos achacosos se seguían mirando a los ojos con curiosidad: «Yo a ti te conozco», decía él y ella replicaba: «A mí me ocurre lo mismo; tu cara me resulta familiar».

[OLVIDO] Había sido un degenerado y un pervertido, no existía ninguna duda de su culpabilidad. Era el asesino de las niñas, el violador del ascensor, el atracador de tres bancos, el viajero del estilete. Tenía anotados en cuenta veintitrés asesinatos y treinta y dos delitos graves. Era el culpable, pero había perdido la memoria y no se acordaba de nada; padecía amnesia y se había convertido en una persona dulce y sensible, en un hombre culto, en un excelente conversador y en un laureado poeta. «Perdone, señora, si la violé salvajemente, pero no logro recordarlo», declaró en el juicio y la víctima no supo qué decir. ¿Se podía condenar a un hombre que no recordaba sus delitos y que la larga estancia en la cárcel había convertido en un hombre de cultura enciclopédica, en un violonchelista inspirado y en escritor reputado?, se preguntaban los periódicos. ¿Dónde radicaba la responsabilidad, en el daño causado o en recordar el mal que se había hecho? ¿Era la memoria el quid de la cuestión? Lo condenaron a muerte y lo ejecutaron en la silla eléctrica. Era el condenado con aire más cándido que recordaba el alcaide, el convicto con mejor pinta de la historia criminal de los Estados Unidos. Un instante antes de que el verdugo bajase la palanca recuperó parcialmente la memoria y se acordó de su hermano gemelo, de su alter ego, de su otro yo; el niño aquel que le quitaba los juguetes y le trataba con crueldad, el niño aquel que unas veces entraba por su boca y en ocasiones se escapaba por sus oídos.

[TERROR] Cuando Lázaro, que estaba gravemente enfermo, vio llegar a Jesús, exclamó: «¡Otra vez, no! ¡Otra vez, no!». Y ante el terror de su amigo, Jesús le prometió que en aquella ocasión no intentaría resucitarlo de entre los muertos y, íntimamente enfadado con aquel desagradecido, lo dejó marchar hacia el más allá, pero, eso sí, le recomendó al Padre que lo enviase a los infiernos.

[SILENCIO] Cuando salió de la cárcel después de veinte años de reclusión, le esperaba en la puerta un joven que era su vivo retrato y del que nunca había tenido noticias. Le explicó, con palabras entrecortadas y contradicciones de todo tipo, por qué estaba allí: su madre había fallecido hacía unos meses y antes de morir le había explicado la violación que había sufrido y dónde estaba recluido su padre y como no tenía familia y no sabía a dónde ir… Veinte años después continuaban juntos y formaban un eficiente equipo de empapeladores y aunque llegaron a ser excelentes amigos, nunca, jamás, hablaron del juicio, de los años de cárcel, ni de la noche de los alaridos.

[DESCONFIANZA] La agenda del difunto estaba llena de anotaciones, de números de teléfono, de recordatorios. Para el día de su muerte el finado tenía previsto lavar el coche, ir a la peluquería, comprarse una corbata de seda natural y llamar a Mariló. Lo de Mariló lo había escrito entre admiraciones: ¡Llamar a Mariló! Y la viuda, que nunca había sido una mujer celosa, se pasó el funeral y la mayor parte del entierro preguntándose quién sería aquella mujer y por qué tendría que haberla llamado, y su tristeza recién estrenada se manchó de decepción, de sospechas, de desconfianza.

[ARREPENTIMIENTO] La experiencia había sido un fracaso y los dos estaban avergonzados. El intercambio de parejas había resultado un acto atroz, repugnante; se sentían sucios y no se atrevían a mirarse a la cara. «Nunca lo volveremos a hacer», se dijeron con lágrimas en los ojos. Se abrazaron con ternura y lo borraron para siempre de sus mentes y de sus corazones. Y, al poco tiempo, la vida recuperó su ritmo, su rutina diaria. Él la siguió engañando con su secretaria y ella a él con el vecino de enfrente.

[PROPUESTA] El ilustre escritor abrió personalmente la puerta de su casa y se quedó agradablemente sorprendido por la presencia de la bellísima vecina de enfrente. «¿Podría hablar con usted un momento?», le rogó con un brillo pícaro en la mirada. La invitó a pasar al salón, le sirvió una copa de brandy y le sugirió con una sonrisa que le dijese en qué podía servirle. Ella le dijo, sin demasiados circunloquios, el motivo de su visita: Quería, si él aceptaba, tener un hijo suyo. Ante su gesto de asombro le tranquilizó con un parpadeo que tenía toda la elocuencia de un discurso. Después le habló del problema de esterilidad de su esposo, las dificultades de adopción, de la soledad de las parejas; aseguró que su marido, que era una magnífica persona, estaba de acuerdo y le quedaría eternamente agradecido. Ella había leído todos sus libros y se sentía fascinada por la brillantez de su prosa y la tolerancia de sus opiniones y quería facilitarle a su futuro retoño una esmerada educación y la mejor genética posible, porque con los hijos no se pueden regatear esfuerzos ni reparar en gastos. El ilustre escritor, que era viudo, había cumplido 68 años y no tenía familia, le agradeció la atención, y aunque no aceptó el amable ofrecimiento, le aseguró que se sentía halagado y que le había hecho feliz con su propuesta, ciertamente insólita. Se despidieron en el descansillo con un apretón de manos y el escritor volvió a sus libros, pero no pudo concentrarse en el trabajo porque la imaginación no dejaba de acosarle con ensoñaciones y sugerentes imágenes. La señora era muy atractiva, el marido era un hombre educado y podía ser un padre excelente para su hijo biológico y él, una vez cumplida la función reproductora, podría ser un abuelo adoptivo y tendría a quien dejar los derechos de autor de sus obras. Se reprochó haber dicho que no tan rápidamente; posiblemente había sido un grosero con su fulminante negativa. Sin duda un intelectual francés habría demostrado más sentido del humor, un inglés habría sido más sutil, un italiano más cortés y un alemán más práctico. Una hora después estaba arrepentido y dos horas más tarde pensaba que era un cretino. Y cuando volvió a sonar el timbre acudió presuroso con la ilusión de que, al otro lado de la puerta, estuviese otra vez la atractiva vecina de enfrente.

[INSPIRACIÓN] Don Melchor, el vecino de arriba, carnicero de profesión y caballero confuso, profuso y difuso era una buena persona, pero muy plasta; era, y mira que lo apreciaba el poeta, muy pesadito el pobre. Don Melchor le llevaba unas chuletas y se colaba en su piso porque decía que si le veía trabajar tal vez le llegase la inspiración a él y sería capaz de componer una bella historia de amor. ¿Se puede ser carnicero y eximio poeta? Se puede, es posible, pero hay que reconocer que no es frecuente. El lector que conozca un caso que levante el dedo. Como el poeta no estaba en su mejor momento y el carnicero lo intuía llevaba con las chuletas una frasca de vino y dos vasos para tomárselos en paz y compaña con el escritor en horas bajas. Don Melchor le miraba fijamente a los ojos y le interrogaba sobre los mecanismos de la creación, de cómo llegaban a su cerebro las historias y por qué empleaba precisamente aquellas palabras y no otras. Aunque don Melchor podía ser insoportable el poeta le aguantaba por las chuletas, por el vino y también porque el menestral le admiraba y halagaba su vanidad de artista. Hacía años que el poeta no publicaba ningún libro y se ganaba la vida con oficios varios que ejercía con poca habilidad y ninguna vocación. En el gremio se le consideraba un mal poeta, mediocre comediógrafo y plúmbeo contador de historias. Para colmo de desdichas su hija tenía fama de ser algo ligera de cascos, según algunos, y rematadamente puta, según la opinión de la mayoría. La esposa era una bruja amargada y sucia que insultaba a su marido con improperios que herían como venablos. No se privaba la iracunda cuando tomaba carrerilla y desde impotente a pedorro, pasando por inútil y maricón de mierda, el catálogo de sus ordinarieces era conocido por todo el vecindario. El escritor se sentía a gusto con el carnicero y le parecían sorprendentes las preguntas que le hacía en sus interminables interrogatorios. Tenía, el buen hombre, una curiosidad desmesurada con la inspiración y con las musas. La inspiración le parecía un misterio comparable al de la Santísima Trinidad y a las musas las imaginaba siempre rellenitas y desnudas, más bien gordas y con bustos prominentes y traseros generosos. «¿Usted, las ve, admirado maestro?», preguntaba el hombre y el escritor le respondía que no, que nunca se le habían presentado en carne mortal. Y especificaba: «La inspiración es solo comparable a la luz de una vela. Nosotros los poetas, cuando nos sentamos con la pluma en ristre ante el folio en blanco, estamos en una oscuridad total y cuando surge una idea es, talmente, como si alguien encendiese una luz e irrumpiese en nuestro gabinete con un candil encendido». «Ah, ¡qué bien lo explica! Tiene usted, respetado maestro, el don de la palabra». «¡Pchs!», contestaba el escritor ocultando la satisfacción que los elogios le producían. «Y no será mi dilecto amigo cuestión de lugar, de ambiente, de tiempo y de oportunidad lo que propicia la llegada de las musas. Usía vive rodeado de libros y la inspiración sabe, a pesar de los insultos de su querida esposa, que aquí vive un hombre admirable con una larga relación de libros y folletos dejados en manos de la estampa. Pero, en cambio, ay, como va a acudir a mi establecimiento si allí solo estoy yo y mis dependientes rodeados de perniles de cerdos y de terneras troceadas. La inspiración se asoma y huye espantada». «Sí, tal vez tenga usted razón y el lugar influya en la creación y permita que germine el talento; en este fenómeno extraño de la literatura nunca se sabe y todos los puntos de vista son respetables y dignos de tenerse en cuenta», replicaba el poeta por decir algo y sobre todo para que don Melchor no iniciase una discusión interminable a las que era tan aficionado. Acabada la frasca de tinto y las fruslerías cocinadas que llevaba como obsequio el vecino, el carnicero se despedía y se iba a su casa haciendo reverencias que el poeta agradecía. Don Melchor, para comprobar su teoría, se coló una mañana en el despacho del poeta y se acomodó en su sillón. Miró con curiosidad los libros que atestaban los estantes, examinó la escribanía, los tinteros y los pliegos de papel de barba que el escritor tenía en un cajón de su mesa de trabajo y se puso manos a la obra. Tomó una hoja impoluta, abrió uno de los frascos, escogió la mejor pluma y con una torpe letra del que sabe escribir con dificultad y conoce a duras penas las cuatro reglas, compuso de corrido y sin reflexionar demasiado. «En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme». Examinó la frase y le pareció muy apropiada e ingeniosa, pero, desgraciadamente, no supo como continuarla y durante dos largas horas estuvo con la pluma en la mano y la mente en blanco sin saber qué decir. Carraspeó, se enjugó el sudor de la frente y teatral y pomposo, consciente del momento histórico, preguntó en voz alta: «Musas, musas, ¿dónde estáis, hijas de puta?», y como nadie le respondía se levanto cabreado, se puso el sombrero, cogió su bastón, renunció para siempre a la literatura y salió de la habitación dando un portazo. Dos horas después entró don Miguel en el gabinete e imaginó lo sucedido; se rio entre dientes y leyó la frase en el papel arrugado que recogió del suelo. «En un lugar de la Mancha de cuyo nombre no quiero acordarme». No estaba nada mal, era un buen principio. Leyó la frase en voz alta dos veces seguidas y le pareció ingeniosa, inspirada y redonda y una forma estupenda de empezar una historia. Tal vez don Melchor tenía más talento del que imaginaba y su teoría no estaba tan descaminada como él había supuesto y el lugar, los libros y el olor de la tinta había inspirado a su vecino el acaudalado carnicero. Aquel, sí, podía ser un buen principio. «En un lugar de la Mancha de cuyo nombre no quiero acordarme». Se quedó ensimismado y con la mirada fija en un punto remoto de su horizonte interior. Alisó el papel, limpió la pluma con un trapo y la introdujo con toda delicadeza en el tintero de barro cocido y después de reflexionar un instante, solo un instante, se acarició el lóbulo de la oreja izquierda, se atusó la barba entrecana y escribió de corrido la continuación de la frase: «no ha mucho tiempo que vivía un hidalgo de los de lanza en astillero, adarga antigua, rocín flaco y galgo corredor».


José Manuel Vilabella Guardiola (Lugo, 1938) ha publicado más de 2500 artículos en prestigiosos diarios y revistas: entre otros, La Voz de AsturiasLa Nueva EspañaEl ComercioEl ProgresoDuniaEl ExtramundiGastronómikaAbcLa Voz de GaliciaHeraldo de AragónEl PeriódicoLar (Buenos Aires) o Gourmand (Santiago de Chile). Mantiene desde hace más de 23 años la columna literaria «Hasta la cocina» en la revista Sobremesa y firmó durante dos décadas «Gastrónomos y caballeros» en la revista Restauradores. Entre sus libros destacan: La cocina de los excesosDelirios gastronómicosGastromaníaCocinadeasturiasLos humoristasEl crimen de don BenitoCuerda de santos, infames y profetasTeoría del insulto en Asturias El día de matamos a Kennedy y otros relatos poco edificantes. Próximamente pubicará Memorias de un gastrónomo incompetente. Obtuvo, entre otros galardones, el Premio Juan Mari Arzak 1999 por el mejor artículo gastronómico del año; el Premio Nacional de Gastronomía 2002 por su libro La cocina extravagante o el arte de no saber comer y el Premio de Periodismo Gastronómico Álvaro Cunqueiro 2005. Pertenece a la Academia de Gastronomía de Asturias, a la Academia de Gastronomía de Aragón y al Colegio de Críticos Gastronómicos de Asturias.

Acerca de El Cuaderno

Desde El Cuaderno se atiende al más amplio abanico de propuestas culturales (literatura, géneros de no ficción, artes plásticas, fotografía, música, cine, teatro, cómic), combinado la cobertura del ámbito asturiano con la del universal, tanto hispánico como de otras culturas: un planteamiento ecléctico atento a la calidad y por encima de las tendencias estéticas.

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