/ un relato de Eduardo García Fernández /
Hacía unos quince días que no la veía, pero, aun así, podía recordar con total claridad la caprichosa disposición de las pecas sobre su rostro, y no digamos nada de las diminutas que afloraban por su escote.
Me enfundé unos guantes de fregar que me hacían aún más torpe de lo que habitualmente soy con las manos, una mascarilla del polvo —contra los ácaros— que me daba un aspecto en el espejo del que yo mismo me medio asustaba y reía a partes desiguales (aunque la situación no tenía nada de humorística), y así, con esta guisa, salí un día de primavera a esa hora taurina en la que el sol ya calienta y te empieza a sobrar la chaqueta.
Caminaba despacio porque me encontraba extraño con aquella indumentaria, pero también porque notaba el cuerpo entumecido por el confinamiento, unido a que la mascarilla hacía que se me empañaran las gafas. Vamos, un poema: como para ponerse a correr. Cuando apareció con su máscara de protección y los guantes, me desarmó el no poder abrazarla en plena calle como hacía habitualmente, y comerla a besos; pero ella me miró y sencillamente se echó a reír. No podía ni saludarme, pues se doblaba y reía sin parar. Comencé a reírme yo también al verme en un reflejo de un escaparate, pues de cuerpo entero aquellas pintas no eran para andar por ahí. La verdad es que, con tanta policía en la calle, no lograba entender cómo no me habían dicho algo. Me pasó una mascarilla que no hiciera parecer que llevaba una compresa en la cara y unos guantes como Dios manda y me acompañó unos metros para hacer la compra. La risa disminuyó, pero la extrañeza de la situación aumentó, puesto que caminábamos uno al lado del otro, pero con el deseo de acercarnos, y a la vez pendientes de si alguien nos veía. Era como estar dentro de una novela de ciencia-ficción y a la vez sentir ganas de romper a jirones el maldito libro.
Nos dijimos hasta pronto en la calle, donde se hacía la cola del supermercado, y cuando dobló la esquina se despidió saludándome con la mano, mientras mi imaginación añadía la sonrisa. Allí quedé, a dos metros de un joven despreocupado que miraba unas zancas de pollo y a unos decibelios de una mujer que hablaba por teléfono a la velocidad con que una metralleta escupe las balas. Acribillado por la soledad del instante, rápido me recuperé para no dejarme abatir. Al momento, la cola avanzó y mi ánimo osciló. Recordé una receta que me había enseñado, así que compré todos los ingredientes y eso me animó mientras avanzaba por la frutería. La rotura del guante derecho —para ser más exactos, a la altura del dedo índice— me intranquilizó. Sucedió justo cuando cogía unos plátanos, lo que rápidamente me hizo sospechar que aquella fruta estaba infectada por el bicho. Lo razoné y conseguí medio tranquilizarme a pesar de las conversaciones de alrededor, que giraban siempre bajo el mismo tema: el número de contagiados, cuanto tiempo íbamos a estar así y un sinfín de temas agradables.
De regreso a casa, la sensación de extrañeza distópica se incrementó notablemente, pues para no variar, y aunque llevaba nota, me había olvidado del detergente y de las pilas, además de las cervezas. El silencio ahora era más espeso y una nube pasajera dotaba la atmósfera de una sensación de irrealidad. Traté de silbar, pero con la máscara no podía. Mis pasos no emitían ruido y así continué hasta casa, respirando el miedo de la calle. Abrí la puerta y el ámbito doméstico me hizo recuperar cierta calma. Aquella noche dormí sin recordar a la mañana siguiente los sueños. Hablé por Skype con ella mientras la ciencia-ficción en la que estábamos inmersos seguía su curso.
La vuelta a la anterior normalidad parecía cada vez más cercana, pero a veces, como las noticias se contradecían, uno pensaba que quizás esa normalidad anterior sería prácticamente imposible, puesto que la desconfianza, el temor, el miedo, la duda estaban instaladas en cada uno de nosotros en distintos grados. Hablando con amigos por teléfono, unos echaban de menos tomarse tranquilamente una cerveza socializando, compartiendo el momento con una agradable conversación; otros el simple ruido del tráfico, pero todos sus vidas antes del confinamiento, aunque estuviesen cargadas de problemas.
Estaba plenamente habituado a las discusiones de la pareja del quinto, al ladrido del perro y las contestaciones de los otros, los de la calle y los del edificio, a la televisión que se había convertido en la respiración del mundo, y así trascurrían los días entretenido en mis aficiones, a la par que haciendo acopio de una paciencia cartujana.

Eduardo García Fernández (Oviedo, 1968) es licenciado en psicología clínica y máster en modificación de conducta. En 1999 abrió una consulta de psicología clínica en la que aborda todo tipo de patologías y adicciones. Entre sus aficiones se encuentran la literatura y el cine. Y acostumbra a vincular éstas con su profesión dando lugar a artículos con un enfoque diferente. Ha realizado y participado en programas de radio en Radio Vetusta, ha colaborado con la revista digital literaturas.com y en la actualidad colabora esporádicamente con artículos y reseñas en el periódico La Nueva España.
0 comments on “Días para borrar”