Los cuadernos pálidos

Los cuadernos pálidos (13)

Del murmullo del mundo registra en esta ocasión Tomás Sánchez Santiago la muerte de una planta de salón, la extraña musculatura de una nube, la salida del arco iris o cómo desde hace tiempo las estatuas urbanas están a ras de suelo, y no ya en pedestales, sino conviviendo con naturalidad con la gente real, tocadas por la invisibilidad y la anonimia de la multitud y llenas de vulnerabilidad.

/ por Tomás Sánchez Santiago / fotografías de Encarna Mozas /

Mario Gonzalo hablaba de junio en aquel poema suyo: «Sé de ti por el ímpetu de junio,/ que ha entrado relinchando en nuestras vidas». Llega así junio y con él el calor, su liturgia grasienta que resiste hasta por la noche más allá de la última luz, la de tinta perdida del oscurecer. Ahora los días saben degradarse lentamente y, como un invitado impetuoso,  entra en casa el aliento de la noche, una madeja indefinida de olores que nos pueden: la hierba jugosa, el vaho que sube cansado del asfalto, el frescor del río tan próximo y sus sustancias nocturnas aleteando en el aire. Busca el verano las primeras rendijas para manifestarse entre nosotros. Voy a entrar, avisa. Y nosotros dejamos las ventanas abiertas para que pase a acomodarse.

Murió por fin la planta del salón e inmediatamente nuestros amigos nos pasan un renuevo de la suya para que otra vez la plantemos. Lo hacemos enseguida y la dejamos en su hermoso tiesto con tierra húmeda, en el rincón, justo bajo el reloj de la pared. Ahí queda como un emblema de la insistencia, de la renovación. Se fue una planta y llega otra. A rey muerto, rey puesto. También en algunas familias ocurre eso en estos días: adiós, querido Paco; bienvenida, pequeña Daniela.

La extraña musculatura de una nube. Crece su muñón espumoso hasta dar en ese tamaño impropio, desproporcionado de sus inmediaciones. Es como si perteneciese a otra realidad, la realidad descomunal de las fábulas y de los sueños desmesurados, esos cuyos hilos no se pueden controlar mientras duran. Se alza así esta nube y quedan bajo ella las demás estaturas como arrodilladas, vencidas por esta aparición que amuebla el cielo con su exageración, su hermoso desentono.

Fue hace muchos años. Aprovechó que estábamos los dos solos en la vieja casa pegada a la muralla, donde vivía. Recuerdo que ella estaba tejiendo y yo leía. Todo en silencio. Quizás eso la animara a hablar —ella que nunca lo hacía: «La mejor palabra es la que está por decir», sentenció alguna vez como si tirase un puñado de oro al aire—, a hacerme aquella pregunta que jamás he olvidado, la pregunta más llena de candor que nunca se me ha hecho. «Ahora que no hay nadie más en casa —me dijo— quiero preguntarte a ti una cosa: ¿qué es eso que vosotros llamáis el remordimiento?». Me quede atónito, derribado por tanta franqueza, por tanta inocencia que solo podría provenir de un ángel.

Esta mañana oí en la radio cómo alguien —y por dos veces— recomendaba a la hora de saludarse prescindir de cualquier contacto físico y conformarse con «hacer una leve genuflexión con la cabeza». Cosa harto difícil esa de suponer que las cabezas tengan rodillas, puedan arrodillarse… A no ser que, en auxilio del disparate radiofónico, venga esa otra expresión tan aceptada por el uso: sentar la cabeza. Todo cabe en el pozo sin fondo de la lengua.

Sale el arco iris a última hora, entre la luz astillada del final de la tarde. Se va haciendo a sí mismo por el cielo. Lentamente. Con la morosidad de las gestiones a las que nada acucia. Y todo cede ante su contemplación. La vida se para por un momento y aún debería detenerse más: los vehículos en las carreteras, los transeúntes en las calles, los vecinos ante sus ventanas abiertas de par en par. Podría haberse establecido alguna vez esta norma: siempre que en el cielo aparezca el arco iris, deberá suspenderse toda actividad en marcha y esperar, detenidos todos en el asombro, a que se desvanezca.

Un sueño que me cuentan: alguien se esfuerza en dar de comer a su madre, recién muerta, pero no lo consigue. Luego la intenta abrigar con lo que puede, con lo que tiene a mano. Pero ella sigue teniendo frío. Son transferencias de comportamientos que ya no pueden llevarse a cabo. Intentos de recuperar lo que se nos fue para siempre de las manos. Pero cuando entramos en el territorio del sueño es para librarnos de algo que ha sucedido irremediablemente. «Solo estamos a salvo en nuestros sueños, por mucho terror que nos produzcan», dice José Antonio Llera. Y es así.

Cuando en la historia se producen oleadas de iconoclastia, hay tanto interés en tirar el pedestal como la propia estatua. Es lo que ahora puede estar ocurriendo. Pedestales, estrados, tarimas, tribunas, peanas… Van desapareciendo ya esas atalayas del dominio, que ponen a alguien por encima de los demás. También desde hace tiempo las estatuas urbanas están a ras de suelo (La pérdida del pedestal, titulaba hace tiempo Javier Maderuelo su estupendo ensayo), conviviendo con naturalidad con la gente real, tocadas por la invisibilidad y la anonimia de la multitud y llenas de vulnerabilidad (manchas, robos, desdoros), tal como puede ocurrirle a cualquier viandante. Por otra parte, las efigies recuerdan excesivamente a quien representan. Eso hace que no los olvidemos. Y además son ejemplar único: una vez liquidada la imagen, creemos que desaparece para siempre el ser a quien ella duplicaba. O al menos su memoria. Por eso hay más interés en eliminar una estatua que un libro, que seguirá reproduciéndose en el vértigo industrial (se ha atacado en estos días una estatua de Cervantes pero nadie osa tocar El Quijote). En el fondo, es una cuestión de despecho: el mismo que sufre el enamorado que, tras romper con la amada, rompe también con saña todas sus fotografías para exterminarla, para expulsarla del todo del mundo. Esos gestos no dejan de ser simulacros de asesinatos para corregir, ilusoriamente, el pasado. Tal vez haya sonado entre nosotros la hora del final de las estatuas. Se lo pensarán mucho las instituciones para honrar con ellas a quienes deseen distinguir con algo parecido a la inmortalidad. En todo caso, deberían ponerlas altas, muy altas, inaccesibles sobre pedestales de verticalidad interminable. La de Nelson en Londres, en Trafalgar Square, es buen ejemplo de ello. Su altura la hace inalcanzable; pero también se la ignora. No está hecha a la medida de los seres humanos. Nadie ve el rostro de ese hombre porque nadie debe ver el rostro de los dioses. Un día la cambiarán por otra y nadie se dará cuenta aunque en determinadas fechas las autoridades le lleven coronas de flores con cintas prendidas y se pronuncien discursos encomiásticos que nada tendrán que ver con el funambulista que desde allá arriba lo mirará todo perplejo.

Su trenza adormilada se mece tras la puerta para el resto del año. Estarán ahí, haciéndose oír entre crujidos secos y crepitaciones intermitentes. Dan luz y sueño si los miras despacio. Algunos caen al suelo como campanadas inesperadas. Inflados por el borrón de la humedad, otros irán pudriéndose como abortos entre meses mojados. Los que resisten sabrán del chasquido de unos dedos antes de hacerse láminas de oro. Los ajos.

Algunas palabras, qué desajustadas están de sus significados: Petricor: el olor de la lluvia recién caída. Conticinio: la hora de la noche en que todo está en silencio. Galicinio: parte de la noche próxima al amanecer. No hay gracia onomástica en ninguna de ellas. Parecen marcas comerciales o nombres propios ya en desuso, de vocación rural. Menos mal que llega esta otra para expresar el intenso olor del mar a dulce putrefacción: marusía.

Ahora contaré aquí la verdadera historia: antes de abandonar el hotel, Aquiles fue a liquidar su cuenta en recepción. Consideró la factura que le extendieron, firmó un cheque, lo entregó y se fue. Al poco tiempo, sintió dolor agudo en la parte trasera de un pie. Renqueando, acertó a llegar a un banco público donde se sentó con urgencia a reponerse. Fue por esa casual vicisitud por lo que el botones del hotel, que había salido disparado como una flecha [sic], lo encontró a tiempo. Y así lo vio, desvalido y con el pie hecho trapos. «Señor, señor», le llamó cuando llegaba. Aquiles lo miró estupefacto agitar el cheque que él mismo había firmado un poco antes. «Creo que tiene usted un problema serio con su talón. No tiene fondos».

La mendiga rumana que pedía limosna a la puerta del supermercado ha cambiado de sede y ahora está en plena vía pública, guarecida en el porche escueto de un comercio cerrado. Le pregunto cómo es que ha cambiado de sitio: «No me dejaban seguir allí; me dijeron que era propiedad privada». Hablar a los desposeídos de propiedad privada es una obscenidad semejante a dejar barbaridades y crudezas en los oídos de los niños: un atentado contra la inocencia.

He aquí ya la mejilla del verano. Tócala por fin. Inflamada y caliente, como la alta luna con fiebre de algunas noches. Caerán bajo todas las piernas los paños espesos del invierno y a todo llegará por fin el olor salobre de la corporalidad, el rumor de unas uñas erguidas que rasparán hasta hacer serrín los pensamientos de los desvelados. En las calles, pronto aullarán los termómetros públicos.

HAIKU A LA PUERTA DEL VERANO

I

Carnosa y calva
la luna arde en el cielo:
campos en calma.

II

Haz tú lo mismo,
corazón desnortado:
busca tu sitio.


Tomás Sánchez Santiago nació en Zamora en 1957. Sus últimos libros de poesía son El que desordena (2006) y Pérdida del ahí (2016). En prosa es autor de las novelas Calle Feria (2006) y Años de mayor cuantía (2018). En 2019 ha aparecido su escritura de diarios y anotaciones reunida en El murmullo del mundo. Es coautor, junto a la fotógrafa Encarna Mozas, de Interior Acuario (2016), y miembro del Seminario Permanente Claudio Rodríguez, con sede en Zamora.

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